sábado, 4 de octubre de 2025

¿Qué haría Jesús en mi lugar?

Fuente:   Público.es

Por Silvia Cosio

Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'

02/10/2025


Norteamericanos rezando en memoria del comentarista conservador asesinado Charlie Kirk.
Callaghan O'Hare / REUTERS

Antes de que se me cascara la tele, mi placer culpable era hacer maratones de Mujeres asesinas, una serie de true crime que en su inglés original se titula Snapped -que yo hubiera traducido como Hasta las narices-, y que en su versión en castellano se optó por un título que iba directo al spoiler. Y digo que era un placer culpable porque la serie era -y sigue siendo- un despropósito amarillista y morboso que recurría a reconstrucciones cutres y que exageraba y distorsionaba el papel de las mujeres en estas lides de asesinar, cuando en realidad el noventa por cierto de los asesinatos son cometidos por hombres. Pero nadie se puede resistir a una femme fatale, aunque esta sea una señora de mediana edad del Medio Oeste que hace la compra en Wallmart con mallas negras y camiseta XL.

Así que es entendible que cayera rendida a sus pies, aunque lo que más me atría era el hecho de que desde el principio me pareció un ensayo sociológico valiosísimo con el que poder trazar con precisión casi milimétrica la involución de una parte de la sociedad norteamericana en su lento pero imparable camino hacia los brazos del trumpismo y el movimiento-secta MAGA. Como un reloj suizo cada episodio repetía escrupulosamente el mismo guión: empezaba in medias res, con el descubrimiento del asesinato, para luego retroceder en el tiempo e indagar en la biografía de la asesina y en los pormenores de su relación de pareja –pues la gran mayoría de las víctimas eran sus esposos o novios- para terminar con el arresto, juicio y encarcelamiento de la criminal. Una fábula aleccionadora y con final feliz que trascurría de forma casi exclusiva en pequeñas comunidades muy pobres, muy aisladas y con una fuerte presencia e influencia cristiana.

Pero lo que más me flipaba era el hecho de que por norma general la asesina nunca titubease a la hora de describirse como una buena y devota cristiana, una piadosa mujer que hasta un día antes de su detención era muy activa y apreciada en su iglesia. Y más sorprendente aún era descubrir que el motivo principal de la mayoría de los crímenes era la sincera convicción que tenía la autora de que matar a su esposo era un acto menos aborrecible ante los ojos del Señor, y sobre todo ante los ojos de SU comunidad, que divorciarse de él. Una distorsión moral y sociológica que compartían muchas asesinas, con independencia del lugar o la época en la que se cometieron los crímenes, algo que solo puede ser posible en comunidades profundamente fanatizadas en lo religioso, pero también muy ignorantes e hipócritas. Por lo que la conclusión inevitable a la que llegar es que tenemos que aceptar que gran parte de los Estados Unidos vive en la actualidad bajo el yugo del extremismo cristiano. Y  es esta realidad la que impulsa la mayoría de las políticas de la Administración Trump, cuyas medidas racistas, sexistas, antidemocráticas y contrarias a la evidencia científica son aplaudidas y vitoreadas por los autodemoninados cristianos norteamericanos, un grupo heterogéneo de fundamentalistas -mayoritariamente blancos- que utilizan el cristianismo como excusa y fundamentación de sus discursos de odio.

Creo que solemos olvidar -o al menos yo lo hago- que los primeros peregrinos que colonizaron lo que ahora es Estados Unidos no eran otra cosa que un grupo de fanáticos religiosos cuyo extremismo resultaba chirriante y molesto incluso para los estándares de sus compatriotas ingleses del siglo XVII. La historia estadunidense no puede entenderse, por tanto, sin tener en cuenta este factor -el fundamentalismo cristiano calvinista- que explica  no solo los aterradores y famosos Juicios de Salem sino también la doctrina del Destino Manifiesto que impulsó el expolio de las tierras y posterior exterminio de los nativos americanos en el siglo XIX, y que sirvió también de justificación teológica para la esclavitud, cuyos defensores -y detractores- no dudaron en recurrir a la Biblia para sostener sus argumentos y, cuando esta estrategia les falló, a las armas.

Pero fue la alianza de Reagan con el evangelismo lo que acabó por consolidar el poder del supremacismo nacionalista religioso que ahora domina los despachos en Washington. La legitimidad  social, cultural y política que Reagan les aportó a estos charlatanes y vendedores de aceite de serpiente logró que este culto se convirtiera en una fuerza política de primer orden que también se exportó a Latinoamérica para ayudar a combatir la Teología de la Liberación. Sin embargo la llamada Mayoría Moral no era más que un compendio del pensamiento reaccionario, atrasista, tradicionalista y neoliberal travestido de Verdad Revelada y amplificado gracias al inteligente uso de las televisiones y las radios junto con grandes dosis de espectáculo a lo Hollywood. Esta mezcla de neoliberalismo, vodevil, Antiguo Testamento -y también una especial predilección por el Apocalispsis, pues el miedo es una poderosa herramienta de control social-, de valores ultraconservadores y negocio multimillonario necesita además de ir acompañado de una estricta vigilancia por parte de la comunidad -cuanto más pequeña, aislada, empobrecida y homogénea mejor-  y estar sazonada con un absoluto desprecio hacia las instituciones, la educación y la cultura. Y cuando todo esto lo coronas con el anuncio de que tú y los tuyos -y solo los tuyos- sois los elegidos de Dios, ya tienes la receta perfecta del fascismo supremacista religioso que se ha apoderado de la política institucional de los Estados Unidos.

Porque si eres el elegido de Dios ya no cabe espacio alguno para los disensos y los matices, pues es imposible que te equivoques. Y si no te puedes equivocar cualquier punto de vista, opinión o visión del mundo que no coincida con la tuya es, inevitablemente, una falacia y una blasfemia. El miedo además a caer en desgracia llevará a los adeptos de estos cultos a la sumisión total, y de ahí a la desesperación para evitar perder esa Gracia, que no es solo ya ante el Señor sino también ante una comunidad cerrada, vigilante e intolerante. La hipocresía se trasviste así de rectitud moral, pues aparentar y ocultar son la clave del  éxito social. Desde esta perspectiva el asesinato siempre será mejor que el divorcio, de la misma manera que es más odioso para la comunidad el aborto que los abusos sexuales.

Pero más allá del daño psicológico y moral que estos cultos evangélicos causan a sus adeptos, el peligro real se encuentra en su indisimulada alianza con las extremas derechas y el fascismo. Sus  líderes no se conforman solo con conquistar nuestras almas -y con ellas nuestras carteras-, sino que buscan imponer su agenda política supremacista, fundamentalista, patriarcal y antidemocrática, aunque para ello tengan que recurrir a la violencia, como ya demostraron los trumpistas durante el asalto al Capitolio, el 6 de enero del 2021, o el recién condenado Bolsonaro -cuyo ascenso al poder fue posible en gran medida por el apoyo de las comunidades evangélicas- que planeó un golpe de estado en Brasil y el asesinato de Lula da Silva.

Estos cultos fundamentalistas político-religiosos han usurpado además el término “cristianismo”  hurtándoselo a católicos, a coptos, a ortodoxos y al resto de las ramas del protestantismo, para convertirlo en sinónimo de odio político, racial y religioso. De esta forma, el evangelismo, que se presenta ante el mundo como el Cristianismo Verdadero, ha devenido en los Estados Unidos un movimiento político autocomplaciente, infantiloide, simplón, supremacista y totalitario con el que legitimar los prejuicios y sesgos de sus adeptos. El perfecto aliado de Trump y el sionismo, junto con ese otro delirio teólogico y ultraconservador que es el culto mormón y que posee también un largo historial en eso de recurrir a la violencia para solventar las cuitas teológicas entre sus fieles. Un monstruo descontrolado que amenaza con tragarse al país y arrastrarlo de nuevo al siglo XVII.

Es por tanto inquietante ver cómo algunas lideresas autonómicas alimentan -por un puñado de votos ultra- con una mano la islamofobia a la vez que exhiben de forma obscena su complicidad con los genocidas de Israel, mientras con la otra le ponen la alfombra roja a un integrismo evangélico que, ante la pregunta de “¿Qué haría Jesús en mi lugar?”, responden sin titubeos: “hacerse nazi”.

 

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