domingo, 2 de marzo de 2025

Nuestro papa Francisco

Fuente:   Público

Por   Santiago Alba Rico

Filósofo, escritor y ensayista

02/003/2025


El Papa Francisco durante la proclamación de nuevos santos de la Iglesia Católica en la Jornada Mundial de las Misiones 2024, en el Vaticano.Stefano Spaziani / Europa Press

Uno de los mejores vaticanistas de este país, Gorka Larrabeiti, recordaba en un artículo reciente que “quienes se han desentendido durante todo este papado de la guerra que se ha librado dentro de la Iglesia, la cual ha incluido un puro y duro golpe de Estado urdido en los EEUU y liderado por el ex nuncio Carlo María Viganó, ahora de pronto se asoman morbosos a la actualidad vaticana, tal vez arrastrados por la película Cónclave, tal vez por la truculenta eventualidad del advenimiento de un papa trumpista que cabalgue la ola de nacionalcristianismo global. La verdad es que la mayor parte de la opinión pública ha prestado muy poca atención a los doce años de pontificado de Francisco en comparación con la recibida por Ratzinger y, sobre todo, por Wojtila.

La derecha porque lo ha considerado un papa hereje y enemigo, el Anticristo al que había que combatir y derribar, y contra el que ha conspirado y se sigue conspirando en el sigilo de las catacumbas reaccionarias; una parte de la izquierda porque, cegada por su anticlericalismo infantil, se negaba siquiera a contemplar una alianza táctica con el Vaticano, esa cueva de violadores de niños. A la derecha, fortalecida y en crecimiento, el papa les parece demasiado feminista, demasiado ecologista, demasiado anticapitalista, demasiado woke; las izquierdas, por el contrario, lo consideran la prolongación estricta de una larguísima tradición de conservadurismo, heteropatriarcado y fanatismo anti-aborto. La derecha, es decir, ha sabido reconocer la diferencia (y hasta la potencial ruptura) de las políticas de Bergoglio dentro de una institución milenaria donde una pequeña reforma equivale a desplazar el eje de la tierra; las izquierdas, aquí como en otros capítulos, por pereza y elitismo radical, se han negado, en cambio, a valorar siquiera esta diferencia y de esa manera han dejado abierto el campo a los peones eclesiásticos de la internacional trumpista. Ahora la derecha, viendo próxima la muerte de Francisco, deja las catacumbas y comienzan en público la campaña para un relevo favorable; en cuanto a las izquierdas, se percatan demasiado tarde del papel que el Vaticano ha jugado y juega en el nuevo orden político mundial, esa guerra religiosa que cruza todas las trincheras (algo que Larrabeiti lleva advirtiéndonos mucho tiempo sin que nadie le haya hecho mucho caso).

En estos doce años, mientras el fascismo se extendía como una mancha de aceite, el papa Francisco ha sido casi el único katechon que le servía de freno; y de ahí la agresividad contra él de los sectores más reaccionarios de la Iglesia. Algunos gobiernos democráticos resisten, es verdad, pero sus medios son pequeños y su poder frágil: la UE está dividida y debilitada y países como Chile, Brasil, México o Colombia bastante tienen con resistir la avalancha. Se dirá que el Vaticano tampoco tiene ningún poder; a la izquierda, en efecto, le encanta citar la frase con la que Stalin despreció a la Iglesia en 1935: “¿cuántas divisiones militares tiene el papa?”. Es verdad. El Vaticano no tiene ejército ni aviones ni petróleo ni tierras raras; apenas si tiene territorio. ¿Con qué va a defenderse? ¿Qué colaboración puede prestarnos? El papa carece de poder, pero tiene a cambio algo que nunca deberíamos menospreciar y mucho menos en tiempos de “guerra cultural”: tiene autoridad. Esta autoridad no procede de la persona misma del papa sino del lugar que ocupa, que es al mismo tiempo espacial y temporal: desde el solio de san Pedro, el pontífice se dirige, en efecto, a mil cuatrocientos millones de católicos aupado en dos mil años de historia institucional. Su autoridad, intangible y material, llega en realidad hasta los límites mismos del planeta. Ni siquiera Elon Musk (qué digo: ¡ni siquiera Canal Red!) tiene esa potencial capacidad de persuasión y construcción colectiva. Cada papa individual, por tanto, es “carismático” con independencia de su carácter o su elocuencia. El carisma le viene del Espíritu Santo, dicen los creyentes; los no creyentes lo llamamos Historia, en su caso la más larga y resistente. El vaticanista Scaramuzzi citaba hace poco una conocida anécdota: “Yo destruiré la Iglesia”, le dijo Napoleón al cardenal Ercole Consalvi, y éste respondió: “majestad, hace veinte siglos que lo intentamos nosotros y no lo hemos conseguido”.

 




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