lunes, 17 de marzo de 2025

2025: Aniversario del concilio de Nicea (325)

Me vuelve a sugerir Jaume que se publique aquí también la segunda parte del artículo que González Faus publicó en el último número de Iglesia Viva, el 300, con e título Dos atisbos sobre Dios. Lo hago, pues el hilo de comentarios también lo exige y es una magnífica charla con quien sabe hablar de lo más sagrado con lenguaje prestado por los futboleros o los “trumpetistas”. AD


Fuente:    ATRIO

Por   José Ignacio González Faus

15/03/2025

 

O cómo el consustancial se nos convirtió en insustancial

La institución eclesiástica tiene el deseo de celebrar este año que acaba en 25, un aniversario del primer concilio ecuménico de la historia cristiana (Nicea 325, aprendimos algunos en el colegio). Hoy ese aniversario ya no dice nada a pesar de que, en el cristianismo del que venimos, NICEA había sido una palabra fundamental durante todos los siglos de su historia.

 

¿Vale la pena esa celebración?

Personalmente creo que tiene sentido esa celebración con tal que se nos ayude a comprender qué es lo que celebramos. Algún padre de la Iglesia cuenta que, por aquellos años, se discutía hasta en las carnicerías lo que luego se trató en el Concilio: de modo que, así como hoy a veces oyes decir: “era penalti”, o “mal anulado el gol”, y te contestan lo contrario, así parece que entonces, cuando entregabas el dinero decías: “¡consustancial al Padre!”; y al devolver el cambio te decían: “¡Semejante!”.

Y eso resultaría hoy más extraño porque, en total, se trataba de dos palabras casi iguales: homoousios y homoiousios. Los cristianos un poco más conscientes saben que la primera de esas dos palabras pasó a nuestro Credo traducida como “consustancial” al Padre (“de la misma naturaleza” en versiones posteriores). De modo que habría que comenzar aclarando lo que estaba en juego con esa palabra.

Antes de entrar en el análisis conviene señalar que esa palabra podía ser una aclaración pedagógica de otra expresión que también está en el Credo y entonces ya iba perdiendo sentido: “sentado a la derecha del Padre”. Hoy muchas veces cada cual se sienta donde puede, aunque a veces, en algún banquete entre gentes “distinguidas”, todavía resulta un honor sentarse a la derecha del anfitrión. Pero antaño, y quizá más en el ámbito semita, esa expresión servía para transmitir la igualdad en una dignidad única. Aún nos es fácil imaginar una persona sentada sola en un estrado y dirigiéndose a un público que queda por debajo. Hoy pensaríamos que se trata de un conferenciante, pero entonces era una imagen frecuente para aludir al rey o al emperador ante su pueblo y por encima de su pueblo. Y cuando ese rey nombraba sucesor a su hijo (o a algún otro personaje favorito), lo hacía subir hasta su altura y lo sentaba a su diestra. El gesto venía a significar que aquel personaje era “único en compartir la dignidad absoluta y la superioridad del monarca” (de su padre muchas veces).

 

Nicea como crítica de la religiosidad humana

Decir eso de Jesús es lo que pretendía esa expresión de “consustancial” al Padre. Y decirlo del Jesús resucitado todavía era compresible, pero decirlo del Jesús terreno que vivió esta miserable vida nuestra, les resultaba a muchos impío y blasfemo: un insulto a la dignidad infinita de Dios. Por eso recurrieron al otro vocablo casi igual pero muy distinto (homoiousios en vez de homoousios).

Fue un presbítero de Alejandría, llamado Arrio y gran polemista quien dio cuerpo y movimiento a toda esta corriente, confesando a Jesús como Dios pero atribuyéndole lo que otra vez llamé (con lenguaje nuestro) una divinidad “de segunda división”. Pues resultaba impío y contrario al Dios máximo pretender que había nacido de un sucio parto humano, que había llorado, sufrido, que había pedido a Dios que le librase de aquel cáliz y había muerto la más infame de las muertes. Toda la razón parecía estar de parte de Arrio que, a veces, parecía dejar sin palabra a Atanasio, su gran oponente, que no argumentaba desde la sabiduría humana sino desde una profunda experiencia de Dios o de las palabras atribuidas a Jesús: “quien me ve a mi ve al Padre” (Jn 14, XXX).

Este era el estado de la cuestión hace mil setecientos años. Ahora es cuando podemos intentar comprender por qué los obispos congregados en Nicea, declararon como definitiva para la fe cristiana la posición de san Atanasio y no la de Arrio. Podemos resumirlo en esta frase: al enfrentarse con Jesús se encuentra el hombre ante “lo último posible” contraponiéndola así a la argumentación de Arrio: el Dios máximo no puede sufrir y Jesús ha sufrido. Luego no puede ser lo máximo posible, sino un peldaño inferior.

En cualquier polémica es muy peligroso argumentar mal porque se daña la causa que se pretende defender. Y por aquí vino la primera victoria de Arrio: muchos de sus oponentes, no sabiendo responderle y queriendo salvar la plena divinidad de Jesús, enseñaron y predicaron que todos los sufrimientos de Jesús habían sido solo aparentes: que parecía sufrir, pero era solo “para darnos ejemplo” (¡menudo ejemplo!).

Y en Nicea se quiso enseñar que la vida humana de Jesús, no había sido solo un “ejemplo” para nosotros, sino la expresión y la muestra de la absoluta solidaridad de Dios con nosotros, que no rehúye compartir e identificarse con lo más duro de nuestras vidas.

 

3. El núcleo del problema

De momento tenemos ya los términos del problema: Dios y el dolor. Dos realidades o dos preguntas tan centrales y decisivas en la vida humana, que pueden sugerir la sospecha de que aquello de Nicea no sería tan banal o anticuado como nos parece hoy. Déjeseme citar lo que sobre ellas escribí otra vez:

“El hombre oscilará siempre entre ambos polos: sufrimiento y Dios. O se negará, como Iván Karamazov y el doctor Rieux, a aceptar a un Dios en cuya creación sufren los inocentes, o pensará como el sacristán de Ingmar Bergman que, al menos, si Dios existe, nos queda la posibilidad de seguir experimentando el sufrimiento como absurdo; mientras que, si Dios no existe, tampoco tiene lógica el hablar de absurdo o de sinsentido porque ese lenguaje presupone la realidad del Sentido. La fe de Nicea parece ir más allá de ambas posturas al presentar ¡al mismo Dios! (y aquí otra vez el interés del “consustancial”: ¡la última instancia posible!) como sujeto del absurdo humano: es el resumen del capítulo primero de 1ª Corintios”[1].

Dos textos bíblicos parecen decisivos en las disputas de aquel siglo: por un lado el prólogo de Juan: Dios era Logos y el Logos se hizo carne. Esa “Palabra” (en el sentido de comunicación de sí) que es idéntica a Dios, se hace miseria humana (es sabido que el vocablo “carne” tiene en todo el cuarto evangelio un significado bastante negativo). Pero precisamente en ese increíble abajamiento de Dios “hemos visto Su gloria”: pero la gloria de Dios no es la gloria del poder, sino la del amor que se identifica hasta el fondo con la pobreza del amado. Nicea obliga a cambiar totalmente nuestra idea de Dios.

Por el otro lado, el célebre himno de Fil. 2, 6ss: el que era de condición divina “se hace obediente hasta la muerte”. Si esa “condición divina” (forma de Dios en traducción más literal), fuese solo lo que antes llamé una divinidad “de segunda división” (no consustancial al Padre), entonces su obediencia no debería provocar ninguna admiración ni ser calificada de anonadamiento. Lo que sorprendió a los autores de ese himno fue precisamente que el sujeto de ese abajamiento era de la misma altura (“consustancial”) que el Padre. Por eso el himno concluye diciendo que el Padre lo “sobreexaltó” (neologismo intencionado) y le dio Su mismo Nombre.

 

Consecuencias de esa enseñanza

4.1.- A partir de Nicea el cristiano aprende que tampoco él tiene una plena explicación racional del sufrimiento; pero que podemos cambiar nuestra actitud ante él: si la asunción de nuestro sufrimiento por Dios revela que Su amor llega a la máxima identificación con nosotros, se sigue de ahí que en la medida en que la Iglesia asuma el sufrimiento del mundo, sin asumir su pecado, es como más presente hará a Dios y mejor anunciará el evangelio.

Por eso, la existencia cristiana está llamada a ser una existencia “martirial”: no por una canonización absurda del dolor, sino por una absolutización del amor, que no se retira ni cuando aparece el dolor. La solidaridad con los sufrientes es el primer camino de realización de una plena humanidad. El cristiano solo podrá manifestar a Dios al mundo si su solidaridad testifica que el amor es en definitiva más fuerte que todos los horrores actuales.

Nicea es así la más dura crítica a todos los cristianismos burgueses, tan deformes y tan abundantes hoy, y a todo eso que Metz llamó “la religión burguesa”. No estará mal por tanto acordarse de aquel concilio y celebrarlo, por más que eso nos descoloque.

4.2.- Además, si Jesús es “consustancial al Padre”, y no una especie de intermediario sobrehumano y semidivino, eso significa también la desaparición de todos esos “mediadores para con Dios, típicos de todas las religiones” y que vienen a ser sobrehumanos, pero semidivinos. El único Mediador es la plenitud de ambos como enseña la carta a Timoteo (2,5): el “hombreCristo”.

Y si Dios (que es la autoridad máxima y el poder máximo) no tiene “mediadores” que quedan por debajo de Él, eso significa que tampoco la autoridad y los poderes humanos están “por encima” sino en plena identidad con los suyos. Los historiadores han comentado muchas veces que los emperadores (y varios obispos) eran arrianos, cosa que dificultó mucho el camino hasta Nicea: pero es que “un dios arriano” los ponía a ellos solos por encima de sus súbditos y les dispensaba de compartir su poder. Nicea fue así la más dura crítica de todo poder absoluto, mucho antes de que en la historia se descubriera la democracia para todos.

4.3.- Y para el cristiano eso significa una curiosa identidad entre inmanencia y trascendencia de Dios: la “trascendencia” se encuentra, paradójicamente, en aquello que es lo más nuestro: el dolor. Pero la inmanencia se encuentra trascendida por la presencia del mismo Dios en aquello que es lo más inevitablemente nuestro. Como formulé otra vez, el servicio al dolor de Dios en el mundo, es la superación de esa contraposición entre inmanencia y trascendencia[2].

Y si las cosas son así, quizá sí que necesitamos un buen recuerdo y un buen baño de Nicea. Todos. Pero quizá más a esos “trumpetistas” que utilizan a Dios como un argumento para tener razón y no como un Amor absoluto a quien servir incondicionalmente. Y que se parecen más a los fariseos de la época de Jesús que a los discípulos del Maestro.

Pues, si las cosas son así se comprende también por qué la identidad cristiana reclama una cercanía e identificación con todas las víctimas y los sufrientes de esta historia. Y por qué el cristianismo ha de ser inevitablemente perseguido en una historia que solo saber progresar produciendo víctimas…

 

Pequeño apéndice indispensable.- La historia enseña que ninguna solución es en ella definitiva sino que acaba abriendo nuevos problemas. Eso ocurrió también con el logro de Nicea: porque de tanto querer asegurar la divinidad plena de Jesús, se acabó recortando facilonamente su humanidad: si Jesús era Dios, ¿para qué necesitaba una ciencia humana y unas dudas y una necesidad humana de buscar y elegir? Dicho gráficamente: si Jesús valía como un billete de mil euros ¿para qué necesitaría una moneda de un céntimo? Parece muy razonable pero otra vez recae en esa concepción de que solo puede afirmar a Dios a costa del hombre (que provocará luego la reacción de afirmar el hombre a costa de Dios). Tanto que casi 60 años después de Nicea fue necesario otro concilio ecuménico para afirmar y garantizar la plena consustancialidad del Jesús con nosotros hombres… Pero eso ya lo comentarán otros cuando llegue ese aniversario…



[1] La Humanidad nueva. Ensayo de cristología, p. 522 de la 10ª edición. La película de Bergman aludida creo que se tituló en castellano “Los comulgantes”. Vale la pena ver también el texto de K. Kitamori que va a continuación del que he citado.

[2] Cf. La Humanidad Nueva, p. 692. Y notemos la coincidencia de esa tesis con el famoso texto de Mateo 25, 31ss.

 

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