La «movilización autoritaria» que representa el ascenso de Donald Trump aliado con el magnate Elon Musk, en el contexto de las múltiples crisis que han debilitado los horizontes vitales de las personas, no se entendería sin la traducción en terminología política de las necesidades emocionales de las personas, plantea el filósofo José Antonio Zamora, en este Tema del Mes.
Fuente: Noticias Obreras
29/03/2025
Ni las demandas judiciales ni los escándalos han podido detenerle: Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos por segunda vez. Flanqueado por su mejor amigo Elon Musk, el «payaso del terror» intentará nada menos que remodelar el mundo.
¿Cómo ha sucedido esto? ¿Por qué más de 77 millones de estadounidenses han podido elegir a este Gobierno abiertamente plutocrático y autoritario para ricos del que buena parte de esos votantes tienen poco que esperar? ¿Por qué el resto del mundo o secunda con aprobación su triunfo o parece noqueado por una avalancha de medidas provocadoras, disruptivas o indecentes anunciadas con la pose de un matón de los bajos fondos?
Para intentar entender mínimamente esta situación, habría que adoptar una doble perspectiva. Por un lado, hay que considerar qué procesos y dinámicas de carácter sistémico pueden estar detrás de la estrategia política que representa Trump y una parte importante del populismo de extrema de derecha mundial que le acompaña, es decir, cuáles son los grandes retos a los que se enfrenta el sistema-mundo hoy y qué intereses se ven afectados por la evolución contradictoria de ese sistema. Pero, por otro lado, también hay que considerar lo que lleva a partes muy importantes de las poblaciones de países tan diferentes a identificarse con dicha estrategia de corte autoritario. Aquí solo se pueden ofrecer algunos apuntes sobre ambas cuestiones.
Al borde de la (auto)destrucción: crisis sistémica, economía de pillaje y plutocracia
La crisis de 2007/2008 supuso una enorme conmoción a escala global. Amplias capas de población en las sociedades más desarrolladas, identificadas, si no ideológicamente sí fácticamente, con el programa neoliberal despertaban de golpe con la que se puede calificar de «crisis de la solución a la crisis» (del fordismo). No conviene olvidar que el crac económico-financiero que cierra está etapa no fue resultado de programas socialdemócratas o «comunistas», por usar el lenguaje de la extrema derecha, sino de las estrategias neoliberales desplegadas a lo largo de varias décadas como alternativa a aquellos programas: financiarización y sobreendeudamiento privado y público, deslocalización de la producción industrial, disminución de las rentas del trabajo y recortes de los estados de bienestar, incorporación de las nuevas tecnologías y la digitalización a los procesos productivos y a la logística y distribución, liberalización del comercio mundial e incremento/diversificación del consumo, intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo, cultura del individualismo y de la empresarización del yo, etc.
A pesar de todo esto, sus promesas de crecimiento, prosperidad y bienestar estables a escala global se veían desmentidas o al menos sacudidas por los hechos. A esto se unían unas previsiones más que preocupantes sobre la disponibilidad de recursos energéticos y sobre el cada vez más próximo colapso medioambiental o sobre el posible derrumbe de la hegemonía mundial de las sociedades del Norte global cristalizada después de la II Guerra Mundial. El proceso de globalización neoliberal liderado por las élites de esas sociedades para asegurar la pervivencia del sistema capitalista y la concentración de la riqueza en los países del primer mundo amenazaba su posición de potencias hegemónicas y las prerrogativas de las que gozaban sus poblaciones. ¿America second? (¿América segunda?). Esta posibilidad emergía como un escenario de horror, pero cada vez más real.
En este horizonte no es difícil identificar lo que podríamos llamar puntos calientes o puntos críticos desde la perspectiva de los procesos de acumulación de capital y de su distribución: el acceso a recursos energéticos cada vez más escasos y pronto mucho más caros, la competencia exacerbada por controlar la producción y las cadenas de valor, las balanzas comerciales entre áreas económicas, la carrera tecnológica y digital, la disponibilidad y rentabilidad de capitales y la garantía del servicio de la deuda pública y privada, la disponibilidad y distribución mundial de la fuerza de trabajo barata, eficiente y dócil, el sostenimiento o el acceso a las retribuciones indirectas de protección social como fuente de fidelización de las poblaciones, los movimientos migratorios provocados por la pobreza, las catástrofes climáticas o la violencia política y bélica, la supremacía militar y de la industria armamentística… Y, de modo especial, el impacto del calentamiento global y sus derivadas económicas.
Estos puntos calientes fijan los frentes de conflicto y marcan hoy las nuevas estrategias en torno a la cuales se reconfiguran las alianzas y las luchas de los global players (jugadores globales) financieros, industriales, energéticos y tecnológicos. En torno a esos puntos calientes están en juego muchas cuestiones, entre ellas, la vida de millones de seres humanos e, incluso, la supervivencia de la humanidad. Pero desde el punto de vista del sistema capitalista, lo más importante en juego es el proceso de acumulación y apropiación privada de capital. Y lo que está claro es que, para quienes defienden ese punto de vista, el marco que caracterizó las fases anteriores del neoliberalismo (destructivo y desregulador, primero, y progresista, después) se ha visto superado por una doble estrategia: la remodelación de los Estados competitivos en Estados coercitivos autoritarios y la remodelación de la esfera pública (sociedad civil) con una orientación nacional-conservadora, racista y autoritaria. El neoliberalismo ha abonado el terreno para un populismo antidemocrático, etnonacionalista, racista y plutocrático que promueve el proteccionismo y la fusión de poder empresarial, financiero y gubernamental. Se podría decir que ha engendrado lo que desde la propia perspectiva neoliberal es un Frankenstein: creando, por un lado, las condiciones de frustración socioeconómica, inestabilidad, pérdida de horizontes vitales por la precariedad y desintegración social que han propiciado el surgimiento de masas que se sienten engañadas y son fácilmente manipulables y, por otro, facilitando una concentración de poder industrial, financiero y tecnológico que permite a algunos actores saltarse las regulaciones y los marcos institucionales que, en alguna medida, domesticaban al capitalismo y lo defendían frente a sí mismo y a sus tendencias autodestructivas. La fase neoliberal ha naturalizado unos rendimientos del capital que superaban con mucho el crecimiento económico. Seguir sosteniendo estos rendimientos ya solo es posible estableciendo un régimen plutocrático y de extracción autoritaria de valor mediante una economía de pillaje.
A pesar de todas las contradicciones entre los sentimientos liberales, las aspiraciones autoritarias y el radicalismo del mercado capitalista que encarna el nuevo giro populista y plutocrático, la aventura de Trump y Musk lleva la firma de la actual constelación de crisis. En ella se dan cita diferentes facciones que han formado un nuevo compromiso (de clase). Parece que neoliberales, libertarios y fascistas coinciden en el valor añadido de la destrucción, ya sea de las políticas públicas de protección social o de cualquier otro signo, así como del entramado institucional encargado de implementarlas, ya sea de las políticas de lucha contra el cambio climático o cualquier forma de multilateralismo comercial, financiero, judicial o diplomático.
La disrupción se ha convertido en una estrategia tanto de provocación o agudización de las crisis, como de reorganización autoritaria de las mismas. Ya no se busca ningún tipo de compromiso entre facciones de las clases dominantes y subalternas con perspectiva de futuro, sino que se apuesta por un presente marcado por la destrucción de la sociedad y el medio ambiente, en el que las bandas se reparten entre sí el botín de esa destrucción. El Estado es un instrumento en manos de esas facciones del capital fósil, el capital riesgo y el capital tecnológico que lo patrimonializan en su propio beneficio. La alianza de las empresas tecnológicas y los fondos de capital riesgo viene de lejos. Pero la demanda de energía asociada a previsible expansión de la inteligencia artificial ha dado renovado protagonismo a las facciones del capital fósil que se han sumado a la «fiesta». Una vez que los intereses de explotación del capital a largo plazo se han vuelto más imprevisibles, se trata de asegurar los beneficios a corto plazo de las políticas disruptivas. El nuevo acuerdo entre los actores de la disrupción no es otro que el de la destrucción. Ante las previsibles consecuencias a corto plazo de esta destrucción, las fabulas tecnológicas de la colonización de marte, las ciudades flotantes o la fusión de los seres humanos con la inteligencia artificial e internet suenan a alucinaciones mitologías.
Está por ver si este giro dará algún resultado de cara a afrontar los puntos calientes que se han señalado más arriba. O si no nos veremos muy pronto confrontados de nuevo con una «crisis de la solución autoritaria a la crisis» –del neoliberalismo–. Es de temer que quizás sea demasiado tarde para revertir los efectos de las políticas de destrucción. Con todo, es importante intentar entender qué lleva a partes importantes de las poblaciones afectadas por esas crisis a sumarse a la movilización autoritaria.
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