lunes, 4 de agosto de 2025

La memoria olvidada de los esclavistas vascos

Durante siglos, una parte de la riqueza vasca se levantó sobre la explotación de personas esclavizadas. En Gipuzkoa, tenemos varios ejemplos de cómo ese legado sigue presente

Fuente:   Diario Vasco

Por   Ana Galdós Monfort

San Sebastián

29/07/2025

 

En el mes de mayo de 1853, atracó en el puerto de La Habana una fragata. De ella descendieron doscientos sesenta y cuatro chinos con rostros cansados y cuerpos debilitados. Llevaban más de cuatro meses metidos en ese barco. Habían salido de Xiamen, circunnavegaron Singapur, cruzaron el océano Índico, atravesaron el cabo de Buena Esperanza, navegaron el Atlántico y llegaron a Cuba. Ninguno de ellos había hecho antes un trayecto tan largo, pesado y peligroso.

A medida que los asiáticos descendieron del barco, un oficial registró su llegada. Cuando terminó el listado, comprobó que el número de chinos que había desembarcado era menor del que le habían dicho que llegaría. Según los números, faltaban ochenta y cinco personas. Enseguida, el capitán del barco explicó que durante la travesía se había propagado el cólera. En un espacio tan pequeño, con tanta gente y sin poder establecer una medida de seguridad entre enfermos y sanos, la epidemia se coló rápidamente en las bodegas y cubiertas de la fragata. En consecuencia, cuatro miembros de la tripulación y ochenta y cinco pasajeros murieron. Sus cuerpos fueron arrojados al mar.

Nada más pisar tierra, los operarios condujeron a los supervivientes a unos barracones. Les dijeron que allí permanecerían hasta comprobar que ninguno de ellos presentaba síntomas de enfermedad. Eso significaba que pasarían varias semanas más encerrados. El viaje todavía no había terminado.

Tras varias semanas, los oficiales abrieron las puertas de los barracones. Luego repartieron ropa y sombreros de paja a las personas que se hacinaban dentro. Más tarde, sacaron a los chinos de allí y los entregaron a los dueños de las plantaciones de azúcar que habían pagado por ellos.

A partir de ese momento, esas doscientas sesenta y cuatro personas tendrían la obligación de trabajar entre doce y dieciséis horas cada día de la semana. A lo largo de su jornada deberían desbrozar la tierra, sembrar la caña, segarla con machetes, cargarla en carros, transportarla al taller de procesamiento y molerla. Todo ello bajo un sol abrasador; por eso les habían dado un sombrero de paja.

 

Mano de obra esclavizada

Aquel barco con pasajeros chinos no fue el primero ni el último en atracar en Cuba. Por dar una cifra, tan solo en 1853, se esperaba la llegada de seis mil chinos a bordo. Según los historiadores, entre 1847 y 1874, más de 140.000 asiáticos fueron desplazados a América. Ninguno de ellos embarcó por voluntad propia.

Los historiadores también han calculado que, durante la travesía, moría entre el 15% y el 30% de los pasajeros. De hecho, en aquella fragata de 1853 falleció el 24%, uno de los porcentajes más altos. Endulzar los desayunos de los europeos tenía su porcentaje de mortandad.

En realidad, los trabajadores chinos se habían sumado a la mano esclava de origen africano. Desde que a mediados del siglo XIX se prohibió el tráfico de personas esclavizadas, los europeos buscaron otra forma de conseguir más trabajadores forzados para emplearlos en las plantaciones y grandes construcciones. Aunque la esclavitud seguía vigente, los grandes hacendados ya no podían traer de África más personas. Así que, mientras Francia y Gran Bretaña introducían en sus colonias a indios, España se dedicó a transportar chinos a las suyas. Eran los llamados culíes.

Bajo la promesa de contratos laborales de ocho años, las autoridades y compañías comerciales organizaron un sistema de tráfico de personas desde China. El mismo cónsul español en Xiamen informó de «que de cada cien chinos últimamente embarcados para La Habana noventa han sido cazados como bestias feroces y llevados violentamente a bordo de los buques». Las cacerías estaban a la orden del día.

Debido a la dureza física del trabajo que se les exigía en Cuba, las compañías comerciales preferían hombres entre 14 y 40 años, por lo que apenas reclutaban mujeres. Una vez en La Habana, los dueños de las plantaciones compraban a los comerciantes un número determinado de chinos. Después cada dueño se los llevaba, los hacinaba en barracones, les daba de comer carne, plátanos y boniatos, y les proporcionaba dos mudas de ropa, una camisa, un sombrero de paja y una manta. Todo un acto de generosidad.

Entre las compañías comerciales que se dedicaron a la captura y transporte de culíes chinos destacó una: Matía, Menchacatorre y Compañía. Esta agencia consignó la mayor parte de los barcos que salieron de Xiamen hacia Cuba, entre ellos la fragata donde murieron ochenta y cinco personas a consecuencia del cólera. Su director y mayor accionista fue José Matía, un hombre que se lucró y se enriqueció gracias al tráfico de personas.

Con los años, en 1891, el Ayuntamiento de Donostia decidió otorgar el nombre de Matía a una calle. De esta forma, las autoridades agradecían al alavés que en su testamento hubiera dejado dinero para la fundación de un asilo para ancianos pobres en la ciudad. En lo que no repararon fue en el origen del dinero que sirvió para levantar el asilo. En ocasiones, la filantropía esconde las huellas de fortunas construidas sobre la explotación y sufrimiento de otras personas.

 

La Guipuzcoana, una fábrica construida con capital esclavista

A finales de 1856, en Andoain, unos obreros comenzaron a desbrozar un terreno a las orillas del Oria. Poco después clavaron estacas de madera siguiendo el plano que el perito les había indicado. Más tarde llegaron las carretas cargadas con material de construcción y los albañiles, canteros y carpinteros levantaron los primeros muros. Un año más tarde, en la fachada principal, los operarios colocaron un rótulo con el nombre del edificio: La Guipuzcoana. Fábrica de hilados, tejidos y estampados de algodón.

La Algodonera Guipuzcoana, conocida también con este nombre, revolucionó Andoain. En ella operaban quinientas personas, de las cuales trescientas eran mujeres. Unas trabajaban en el cardado, otras en el hilado y algunas en el estampado. Los talleres albergaban la maquinaria necesaria para transformar el algodón en hilo y después en tejido. Además, contaba con almacenes, cocheras y una vivienda para el administrador. Desde la perspectiva del siglo XIX, era una fábrica moderna.

Tanto para construir el edificio como para dotarlo de maquinaria, hubo que invertir mucho dinero. El principal accionista y propietario fue Julián de Zulueta, un alavés que vio en Andoain el lugar perfecto para levantar la fábrica y equiparla con la maquinaria más moderna.

Zulueta era un hombre rico. En Cuba, donde vivía, tenía plantaciones, fábricas, barcos, bienes inmobiliarios y personas esclavizadas. Zulueta también fue un conocido traficante negrero. En opinión de los historiadores, entre 1837 y 1863, sus expediciones deportaron al menos a 16.844 personas africanas. Asimismo, financió el tráfico de culíes chinos a Cuba. Para ello, contrató a la compañía comercial Matía, Menchacatorre y Compañía, con quien organizó expediciones destinadas a la captura, transporte y venta de trabajadores chinos bajo contratos forzados.

Las fortunas de Julián Zulueta y José Matía, amasadas sobre la trata de personas, les permitieron construir infraestructuras industriales y sociales respectivamente. No obstante, estos dos nombres son solo un pequeño ejemplo de cómo la economía vasca se vio enriquecida gracias a la trata de personas africanas y asiáticas.

Sin embargo, existen muchos más casos que han quedado ocultos en la memoria colectiva. El proyecto de investigación España Esclavista, encabezado por el historiador Martín Rodrigo y Alharilla, trabaja precisamente en recuperar esa historia silenciada, localizando y documentando con rigor estos lugares en un mapa de la memoria. Un recurso imprescindible para comprender cómo la riqueza construida sobre la explotación de seres humanos sigue presente en nuestro entorno cotidiano.

 

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