Por Carlos Askunze Elizaga *
Comunidad de San Francisco de la Fraternidad Escolapia de ITAKA de Bilbao
Las Diócesis de Bilbao y Donostia cumplen 75 años y, si miramos hacia atrás, seguramente podremos identificar de manera compartida algunos hitos, estrategias o apuestas que hicieron que la presencia y, particularmente, la misión de las personas y organizaciones cristianas en la sociedad fueran más o menos acertadas o tuvieran una mayor relevancia transformadora. Ciertamente es más fácil hacer una valoración del pasado que proyectarse en el futuro. Más aún en una coyuntura como la actual en el que el propio presente nos desconcierta y el futuro se presenta incierto y lleno de interrogantes.
En todo caso, los desafíos a los que se enfrenta nuestra sociedad se presentan como llamadas ineludibles que, como personas cristianas atentas a los signos de los tiempos, debemos tener en cuenta e incorporar a nuestra espiritualidad, reflexión, vida comunitaria y misión. En tiempos de zozobra social y eclesial, es nuestra responsabilidad actualizar la llamada a seguir los pasos de Jesús en medio de la sociedad que nos toca vivir y, en ella, dar razón de nuestra esperanza, ofrecer caminos de vida y colaborar en la construcción de un mundo mejor.
Nos toca hacerlo, además, conscientes de que la presencia en nuestra sociedad de la fe cristiana y, en particular, de la Iglesia, irá perdiendo relevancia social, así como que probablemente nuestras comunidades y movimientos serán cada vez más reducidos y convocarán a un menor número de personas. Motivos más que suficientes para que repensemos también nuestras formas de presencia, organización y misión en medio de una sociedad cada vez más plural y diversa.
Sea como fuere, reconocemos que la pulsión del cristianismo sigue ofreciendo algo bien valioso en nuestros días: una propuesta de sentido, un sentido de comunidad y una comunidad que transforma. Desde esa perspectiva nos preguntamos por los retos que se nos presentan y a través de qué estrategias podemos abordarlos. Lo que sigue son unos apuntes que tratan, con modestia, de proponer algunas propuestas en esa dirección.
1. Cultivar una espiritualidad para la resistencia y la esperanza
En tiempos de incertidumbre, adversidades y desconcierto, son más necesarios que nunca aquellos soportes que nos permitan resistir y mantener la esperanza. La espiritualidad, con o sin un sentido religioso, puede ser uno de esos soportes, ya que facilita que las personas nos conectemos a nosotras mismas y a quienes nos rodean, a la realidad en la que estamos inmersas y a aquello que la trasciende. De esta manera, la espiritualidad nos ayuda a encontrar horizontes de esperanza desde lo más profundo de nuestro ser y permite construir nuevas posibilidades de futuro.
La espiritualidad pone en relación los valores éticos y/o religiosos que profesamos con las actitudes y los compromisos necesarios para construir un mundo sostenido sobre ellos. Conecta lo existente con el potencial de lo que podría ser. Nos ayuda, así, a mantener la atención sobre lo que realmente sucede, a reflexionar críticamente sobre ello y a actuar para transformarlo.
Entendida de esa manera, la espiritualidad puede colocarnos de una manera nueva ante la injusticia y el sufrimiento que nos abruma, despertar nuestra indignación y rebeldía y activar nuestras capacidades al servicio de la transformación. Puede, en definitiva, aportar la energía necesaria para mantenernos fieles a los impulsos más genuinos y humanos que se encuentran en lo más profundo de nuestro ser.
Necesitamos situar el cultivo de esa espiritualidad de la resistencia y la esperanza como una de las tareas centrales en nuestras comunidades y movimientos. Una espiritualidad que, en nuestro caso, nace de la fuente inagotable de vida del Dios de Jesús, necesaria para conectar fe y vida, identidad y misión, promesa y realidad. Una espiritualidad que nos transforme individual y colectivamente para que podamos ser herramientas para la transformación social.
En la propia vida de Jesús, podemos encontrar algunas pistas valiosas para el desarrollo de esa espiritualidad: la confianza en Dios más allá de las dificultades, la fidelidad y la perseverancia en la misión, el encuentro y compromiso con las personas forasteras, empobrecidas y rechazadas, la sensibilidad ante cualquier sufrimiento humano, el anuncio esperanzado de un mundo nuevo…
Una espiritualidad que no quede encerrada en los ritos, encuentros y celebraciones propias, sino que se ofrezca como estilo de vida para otras personas, también para aquellas que no creen o tienen otras creencias y sienten la misma necesidad de encontrar energías para resistir con esperanza y seguir construyendo, a pesar de todas las dificultades, un mundo mejor.
2. Actualizar el proyecto de un cristianismo emancipador
La Buena Noticia de Jesús, es una propuesta radicalmente emancipadora. Persigue que las personas se liberen de toda forma de opresión, sea social, económica, política o religiosa. Desde esa perspectiva, la fe está indisolublemente unida a la práctica de la justicia y a la construcción de un mundo -el que Jesús sueña- donde el sentido de fraternidad y solidaridad promueva unas relaciones nuevas y liberadoras entre las personas y entre los pueblos.
En el enunciado anterior podemos encontrar una sencilla síntesis del importante aporte que los estudios de la Teología de la Liberación supusieron para la renovación de la teología y la praxis cristianas a partir de los años 60 y que, en buena medida, orientaron la participación de las personas cristinas en organizaciones y procesos de transformación social en la segunda mitad del siglo XX. Una propuesta que surge inicialmente en el contexto latinoamericano y en una coyuntura determinada que fue enriqueciéndose por otros aportes venidos desde otras geografías y en tiempos posteriores.
La centralidad de las personas y grupos empobrecidos en las opciones sociales y pastorales de la Iglesia, así como su consideración como sujetos de su propia liberación y no como meros objetos de caridad, fueron aspectos centrales de una nueva forma de analizar la realidad desde la fe, de entender los procesos sociales, políticos y económicos y de promover el compromiso cristiano.
Hoy, a pesar de que se han producido grandes y profundos cambios desde que la Teología de la Liberación naciera, se mantienen intactas sus intuiciones esenciales, porque igualmente se mantienen, aun adoptando diferentes formas, las estructuras que sostienen la desigualdad y condenan a una gran parte de la humanidad a la pobreza y a la exclusión. En esas periferias del mundo global y de nuestra sociedad local, siguen estando hoy los lugares privilegiados de encuentro con Dios y de compromiso para comunidades y movimientos cristianos. Todos esos espacios -físicos y sociales, teológicos e ideológicos- deben ocupar un lugar prioritario en el futuro de nuestra Iglesia.
En todo caso, las nuevas caras de la pobreza, la desigualdad y la injusticia, demandan actualizar el proyecto de un cristianismo emancipador en el que debemos incorporar, desde una perspectiva interseccional y multidimensional, nuevas categorías para el análisis -también teológico- y para la acción colectiva. Se trata de los enfoques y de los aportes de movimientos como el feminista, ecologista, de defensa del territorio y desmercantilización de los bienes comunes, de defensa de los derechos de las personas LGTBIQ+, de las economías alternativas y transformadoras, del antirracismo y la defensa de los derechos de las personas migrantes, de la lucha contra toda forma de autoritarismo y de crecimiento de las extremas derechas, etc.
3. Renovar la Iglesia para que se centre en lo esencial y se despoje de lo accesorio
El futuro de la Iglesia estará ligado a su capacidad de responder a los retos y las demandas que la sociedad actual, con sus luces y sombras, presenta. Como toda institución, necesita actualizarse y reinventarse para desarrollar su misión originaria en el contexto y coyunturas presentes. Desde esa perspectiva, una Iglesia renovada, centrada en lo fundamental y despojada de lo accesorio, se presenta como una propuesta para recuperar lo esencial de la fe y de su misión, así como para adaptarse a los tiempos actuales sin perder su identidad.
Sin embargo, la Iglesia a lo largo de la historia no siempre ha demostrado esa capacidad para adaptarse a los cambios sociales e incorporar a su tradición aquellos elementos de avance en ámbitos como la igualdad entre mujeres y hombres, la asunción de principios de participación y gestión democrática, la acogida de la pluralidad y diversidad en materia cultural o de orientación e identidad sexual, etc.
Es necesario acometer reformas en profundidad que hagan de la Iglesia una comunidad de iguales centrada en aquello que es su esencia: el seguimiento de Jesús y el anuncio y construcción de una tierra nueva. En tiempos de pérdida de relevancia, de desvinculación social y de dificultades para sostenerse con cada vez menos personas, es una tarea urgente redescubrir lo esencial y reformar aquellas estructuras e instrumentos que destilan incoherencia evangélica.
Es difícil que el mensajes y testimonio cristianos calen en una sociedad que mira con recelo y con mucha distancia los pronunciamientos y el funcionamiento de una institución alejada de sus principales problemas o que se empeña en no asumir los avances y reivindicaciones básicas que, aun con dificultades, se van haciendo costumbre en la vida social y política. Además, esa incoherencia eclesial dificulta enormemente el trabajo de personas y organizaciones que, orientadas desde su fe, trabajan inmersas en las dinámicas y mediaciones sociales en las que se lucha por la ampliación de derechos en ámbitos como los señalados.
Por todo ello, hemos de considerar el camino de la sinodalidad recientemente abierto como una oportunidad para acometer aquellas reformas que, con libertad y de forma fraterna, debamos acometer para -entre otras cosas- responder a la vocación de ser semilla imbricada, inculturada y actualizada en medio de la sociedad.
4. Cooperar entre diferentes, dentro y fuera de la Iglesia
Por fortuna en la Iglesia, también en aquella parte de ella que comparte aspiraciones renovadoras y orienta su misión a espacios y herramientas de transformación social, existe una amplia diversidad de identidades y de tipo de organizaciones: comunidades laicales, movimientos apostólicos, institutos religiosos, entidades de acción social… Un amplio abanico de formas de ser Iglesia y de estar en la sociedad que sin duda es fuente de riqueza vocacional.
Pero en estos tiempos de decrecimiento eclesial, cabe preguntarse si, aun respetando y acogiendo la pluralidad de identidades, no debiéramos ser capaces de generar nuevos espacios de colaboración y trabajo en común. Es cierto que debiéramos hacerlo aun en tiempos de bonanza, pero en estos que nos toca vivir resulta casi una obligación para posibilitar que la presencia y misión cristianas pueda tener un mayor eco y relevancia.
Es cierto que, en algunas estructuras diocesanas, en algunos barrios y pueblos y entre algunas congregaciones religiosas -particularmente femeninas- comienzan a crearse espacios de cooperación en la misión e incluso de creación de nuevas expresiones comunitarias. Sin embargo, resultan todavía experiencias incipientes que, en todo caso, debiéramos analizar y extraer aprendizajes para potenciar el surgimiento de nuevas. Uno de esos aprendizajes es que cuando participamos de esos espacios comunes encontramos una mayor sintonía que la esperada inicialmente y que, de las diferentes formas de compartir la vida, celebrar la fe y desarrollar la misión tenemos mucho que aprender, puesto que encierran un potencial enriquecedor y renovador para nuestras propias identidades.
En sociedades cada vez más diversas y plurales como la nuestra, también debemos encontrar nuevas formas de encuentro y diálogo entre diferentes tradiciones religiosas y con quienes no profesan ninguna fe, pero comparten buena parte de los valores que nos movilizan en tareas de transformación social. La cooperación, en tiempos de clima social de rechazo al diferente, así como de atomización de grupos e iniciativas, se convierte no solamente en una necesidad para sumar voluntades para el cambio, sino en un signo de reconocimiento de la diversidad y de fraternidad social.
En el ámbito interreligioso es importante que seamos capaces de conocer más y mejor a las diferentes tradiciones y comunidades religiosas que convivimos en la sociedad, a dialogar con ellas, a compartir espacios de celebración y expresión, a desarrollar iniciativas compartidas de acción social… Siempre desde la base, desde la cercanía, desde el territorio compartido en barrios y pueblos. Sin duda, en la medida de que seamos capaces de abrir esos espacios relacionales, encontraremos muchos puntos comunes que compartir, pero, además, se enriquecerán las propias espiritualidades.
En el caso de quienes no profesan religión alguna, nos encontramos con tradiciones humanistas, culturales y políticas con las que tenemos mucho que dialogar y compartir desde los principios y valores que permitan construir horizontes de esperanza y emancipación en todos los sectores y ámbitos de nuestra sociedad y del mundo. Si en el pasado, por ejemplo, se produjeron fructíferos y enriquecedores encuentros entre cristianismo y marxismo, cabe preguntarse hoy por la posibilidad de promover esos diálogos aparentemente improbables entre cristianismo y feminismo, ecologismo, antirracismo y con cualquiera de las viejas o nuevas tradiciones, escuelas o movimientos que enriquecen el necesario y todavía frágil espacio común cultural y político necesario para el cambio social. Como creyentes que comparten esas mismas preocupaciones y esos mismos horizontes, debiéramos promover esos diálogos y esos espacios de trabajo compartido, con modestia y con honestidad, tratando de sumar perspectivas, también la cristiana, que puedan alumbrar nuevos relatos y nuevas prácticas transformadoras.
5. Promover vidas comprometidas en la cotidianidad social
Como el evangélico pequeño grano de mostaza, las personas seguidoras de Jesús estamos llamadas principalmente a hacer de nuestra vida -toda nuestra vida- testimonio y anuncio de que el nuevo mundo que soñó Jesús puede ser alumbrado. Y en ese sentido, y como suele decirse, es importante escuchar las palabras de las personas cristianas, pero lo es mucho más observar sus comportamientos.
Es cierto que las organizaciones -propias o ajenas- contribuyen de manera decisiva y son imprescindibles para promover transformaciones, así como que toda persona cristiana debiera comprometerse en tareas de voluntariado y/o militancia en ellas. Pero también lo es que la cotidianeidad de la convivencia familiar o social, del ámbito laboral, de las relaciones y vínculos sociales, de las tareas domésticas y de cuidados, del consumo y el uso del dinero, de las relaciones de vecindad y de barrio, del ocio y las actividades lúdicas… se convierte en una poderosa y necesaria herramienta transformadora.
La vida cotidiana, los espacios y tareas en las que más tiempo pasamos, las pequeñas o grandes decisiones que cada día tomamos… reflejan estilos y propuestas de vida que pueden tener una gran relevancia y convertirse en un importante testimonio para otras personas. No tenemos mayor altavoz del mensaje de Jesús que la vida que construimos y gastamos día a día: “mira como aman, como venden sus propiedades y lo comparten todo, como no hay necesidades en su comunidad, como rezan y celebran, como…”.
A menudo organizamos nuestras vidas en compartimentos estancos, separamos espacios y tiempos en los que nos presentamos o comportamos de forma diferente: el compromiso voluntario que dedicamos poco tiene que ver con nuestro desempeño laboral, el tiempo espiritual y comunitario se desliga de otros ámbitos relacionales, cómo gastamos y utilizamos el dinero no siempre refleja el modo de vida con el que decimos comprometernos, compartimos mucho fuera de nuestro hogar pero de puertas adentro no distribuimos equitativamente las tareas domésticas y de cuidado…
Obviamente nos rodean las tendencias de individualización, de consumo desmedido o de compartimentación de las diferentes esferas sociales y privadas de la vida de las que no siempre es fácil escapar. Así mismo, como humanos que somos, no siempre somos lo coherentes que pudiéramos o debiéramos ser de acuerdo con el exigente programa de vida que Jesús nos ofrece. La revisión de vida en los espacios comunitarios puede ser una herramienta adecuada para ser conscientes de esas incoherencias y para ir dando pasos en su superación.
En este apartado, cabe mencionar particularmente el trabajo como lugar privilegiado para el servicio. El trabajo, en sus diferentes facetas (productivo, reproductivo, voluntario) es un espacio de desarrollo de la vocación cristiana. Debemos ser especialmente cuidadosos con el trabajo remunerado, para que, más allá de ofrecer un sustento económico justo y suficiente, sea realmente un servicio para el bien común en sus objetivos y en su desarrollo, así como que no contribuya al mantenimiento de injusticias sociales, ambientales o económicas.
6. Potenciar comunidades cristianas al servicio del bien común
Las diferentes instituciones, comunidades y movimientos eclesiales son organizaciones donde, de diversas maneras, se comparte fe, vida y misión. Se trata de espacios en los que, entre otras cosas, las personas encuentran un sentido y un propósito para su vida, donde se cultiva una espiritualidad resiliente, se construyen proyectos de forma colectiva y se promueven relaciones de acompañamiento y apoyo mutuo. Además, ponen sus energías al servicio de una misión que, de una manera u otra, con mayor o menor impacto, persigue la transformación de la sociedad, así como construir nuevas relaciones humanas basadas en la fraternidad y la equidad.
Son, por tanto, espacios muy valiosos para el desarrollo personal y comunitario, verdaderos laboratorios de vida e instrumentos al servicio del cambio social. Por ello es tan importante que los cuidemos, que los actualicemos y renovemos en aquello que sea necesario y, especialmente, que los ofrezcamos a otras personas para que tengan la posibilidad de disfrutar de las oportunidades que quienes las formamos nos hemos encontrado. Es importante valorar y dar visibilidad a esas realidades comunitarias como espacios que, en medio del ambiente social mayoritario, suponen unos oasis para la vida buena.
En medio del individualismo, la desconexión relacional, el utilitarismo o la mercantilización de cada vez más esferas de la vida, estas organizaciones ofrecen un relato y una experiencia de vida alternativa y se convierten en herramientas de verdadera transformación cultural, donde lo común (hacia su interior, pero también hacia la sociedad) ocupa un lugar central.
Es cierto que su capacidad de convocatoria cada vez es más limitada y encuentra muchas dificultades para hacerse camino en medio de la sociedad. En todo caso, debiéramos seguir trabajando con el convencimiento de que su oferta es algo positivo para las personas y para el bien común. Por ello es necesario reforzar y renovar las propuestas educativas y pastorales, encontrar nuevos canales de comunicación y de transmisión, utilizar nuevos lenguajes que, al contrario de los que a menudo utilizamos, sean permeables a las necesidades y demandas sociales de nuestro tiempo.
Por otro lado, es probable que, en medio de la sociedad plural y diversa en la que vivimos, debamos hacer un esfuerzo por replantear quiénes son los sujetos de las organizaciones cristianas. Quizá sea necesario abrir estos espacios y poder acoger de diferentes maneras a personas que no tengan el perfil cultural, social e incluso religioso, que acostumbramos a considerar. No quiere decir que haya que perder la centralidad ni la profundidad de lo que vivimos como grupos de personas seguidoras de Jesús, pero tal vez se puedan promover diferentes formas de conectar, de estar y de vivir en estos mismos espacios aun de forma diversa. Lo comentado anteriormente sobre los espacios de encuentro interreligioso y con otras personas no creyentes que comparten valores y propuestas similares pueden ofrecer algunas pistas en esta dirección.
Finalmente, es necesario señalar que el conjunto de organizaciones a las que nos referimos cuenta con muchos recursos que pueden ser movilizados al servicio de las necesidades y demandas actuales relacionadas con la inclusión social o la acogida a personas migrantes. Los edificios y propiedades muchas veces en desuso pueden convertirse en recursos habitacionales o en espacios para el desarrollo de proyectos económicos alternativos. De hecho, algunas congregaciones religiosas y estructuras diocesanas han empezado ya a desarrollar este tipo de proyectos. Dar una nueva vida a estos recursos desde la perspectiva del bien común es uno de los mejores aportes que se pueden hacer a la transformación social.
7. Participar en las mediaciones que la sociedad ofrece para el cambio social
Además de promover estilos de vida comprometidos y de construir organizaciones propias al servicio del bien común, es necesario seguir alentando la presencia de las personas cristianas en la vida pública a través de aquellas mediaciones con las que la propia sociedad civil se organiza.
La Doctrina Social de la Iglesia reconoce la importancia de la participación de personas creyentes y no creyentes en organizaciones que promueven la transformación de la sociedad. Se trata de que las personas, en este caso animadas por su vocación cristiana, contribuyan con su trabajo y su militancia a desarrollar las causas que las organizaciones sociales promueven. También de dar un testimonio, con prudencia y modestia, pero no vergonzante, del sentido cristiano que les mueve a organizarse con otras personas en ámbitos sociales, culturales o políticos.
Es necesario, desde esa perspectiva, seguir animando a las personas creyentes a participar activamente en aquellas mediaciones sociales que contribuyen a transformar la sociedad, tanto en aquellas más clásicas como partidos políticos y sindicatos como en los llamados nuevos (y no tan nuevos) movimientos sociales. Además, esta participación puede contribuir a que las reivindicaciones sociales y las propuestas alternativas también permeen al interior de nuestra Iglesia, enriqueciendo y actualizando su propia comprensión social y teológica.
En este ámbito es precisos reconocer y valorar la participación en movimientos como el feminista o el ecologista, que en estos momentos plantean propuestas fundamentales de cambio social desde la perspectiva del cuidado y del paradigma de la sostenibilidad de la vida. O el de la solidaridad internacional y la justicia global que trata de que en la nueva agenda geopolítica los pueblos del sur global no queden marginados ni expoliados.
El aumento de los conflictos bélicos, el rearme de los estados, el incremento del gasto público de defensa y el creciente negocio de la industria de las armas, también plantea la urgencia de fortalecer los movimientos pacifistas y antimilitaristas. En este caso, además, se trata de un tema que siempre ha despertado la sensibilidad de la comunidad cristiana y tal vez sea un momento adecuado para recuperarla y fortalecerla.
La desigualdad creciente y los rostros de las nuevas pobrezas en nuestra sociedad plantean retos importantes a los movimientos y organizaciones que promueven la inclusión y la lucha contra la exclusión social y que también han ocupado históricamente a muchas personas creyentes. Al igual que, particularmente en la coyuntura actual, en el desarrollo de organizaciones antirracistas y de acogida a personas migradas o en los nuevos movimientos relacionados con la vivienda o las redes de apoyo mutuo en los ámbitos sociales y laborales más precarizados, como en el de las trabajadoras del hogar.
Junto a los citados, y en tiempos de un capitalismo neoliberal desbocado, es importante promover la participación en iniciativas económicas alternativas que, de la mano de la economía social y solidaria, están promoviendo la banca y las finanzas éticas, las empresas sociales y cooperativas, el comercio justo y el mercado de proximidad, la agroecología y la defensa del territorio o las cooperativas de vivienda en cesión de uso. Son alternativas que están despertando una creciente simpatía social y que requieren de la participación de muchas personas y organizaciones.
Lugares y causas no faltan para el desarrollo del compromiso, el voluntariado o la militancia de las personas cristianas. En tiempos en los que a menudo se acusa la desmovilización social, la fatiga en el sostenimiento de las organizaciones sociales o la falta de relevos generacionales, debe ser una prioridad para la comunidad cristiana promover y fortalecer esos espacios alternativos de la sociedad civil que conectan con los valores más genuinos de la justicia ecosocial y la solidaridad local y global.
* Publicado con el título “Sozialki eraldatzailea izateko bokazioa duen Eliza batentzako erronkak” en la revista Hemen aleak nº1 (junio de 2025), pág. 7-18, IDTP-Instituto Diocesano de Teología y Pasto-ral, Bilbao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.