El Jubileo de la Juventud y el riesgo del engaño colectivo
Fuente: Adista
Por Rocco Femia
08/04/2025
El siguiente artículo está tomado de la página de Facebook de Rocco Femia, periodista, productor de música y teatro en Francia y fundador de la revista Radici, quien lo publicó ayer, 3 de agosto.
Más de un millón de jóvenes acudieron a la interminable llanura de Tor Vergata para recibir al Papa León XIV. Una multitud enorme, un entusiasmo genuino, una logística impecable, una energía que parece desafiar el desencanto de nuestro tiempo. Y, sin embargo, permítanme decirles, esta vez también me queda una vieja duda: ¿qué queda realmente?
He vivido muchas Jornadas Mundiales de la Juventud. Recuerdo la inolvidable de Buenos Aires con Juan Pablo II, después de la primera celebrada en Roma. Yo también era joven, fue hace mucho tiempo, y tenía fe en que la Iglesia podía, con estos encuentros, cambiar la historia. Llevar a Cristo a los corazones de las nuevas generaciones. Ver, sentir, esperar. Pero hoy, como cristiano más inquieto y periodista menos ingenuo, me pregunto con fuerza: ¿qué impulsa realmente estos grandes acontecimientos? ¿Qué queda una semana después, un mes después, un año después?
Seguimos aquí, en una Iglesia que reúne a millones de jóvenes durante unos días, pero que lucha por generar caminos de vida verdadera. Una Iglesia que sabe llenar espacios abiertos, pero no siempre enciende comunidades capaces de acoger, escuchar y transformar juntas. Una Iglesia que habla de paz, pero no conmueve a gobiernos que hacen la guerra. Una Iglesia que conmueve, pero rara vez convierte. Porque no es por llenar parroquias que medimos la fuerza del Evangelio, sino por su capacidad de generar vidas subversivas, valientes y auténticas. Y en esto, la brecha entre el entusiasmo colectivo y la transformación diaria sigue siendo demasiado grande.
Estos jóvenes que gritan "¡Aquí estamos!" con la fuerza de su edad y su fe, ¿quiénes son realmente? ¿Representan la mentalidad de su tiempo o son una minoría santurrona, bienintencionada, pero ineficaz? ¿Pueden realmente cambiar la lógica violenta, consumista e hipócrita de nuestro mundo? Y sobre todo: ¿en qué medida estos acontecimientos responden a la sed del Evangelio y en qué medida se limitan a replicar sus formas, lemas y aparatos?
No pretendo ser injusto. Hay un corazón que late con generosidad, exploración y belleza. Se nota en las canciones, los abrazos, las lágrimas. Pero este corazón termina aplastado entre dos ilusiones: por un lado, la idea de que simplemente "estar ahí" basta para cambiar; por otro, la idea de que la maquinaria organizativa basta para transformar.
No, eso no es suficiente.
De hecho, el riesgo es que todo esto sea —perdón por la irreverencia— un Woodstock católico. Una orgía colectiva de emoción religiosa, que dejará un vacío mayor del que pretendía llenar.
Y en todo esto, un Papa canónico y ordenado, que llama a la obediencia en lugar de a la revolución evangélica, no logra abrir verdaderamente nuevos caminos. Habla, pero no sorprende. Bendice, pero no inquieta. Está presente, pero parece ausente de la pregunta más radical del Evangelio: "¿De verdad quieres cambiar?". Incluso cuando responde a las preguntas de los jóvenes —sobre la verdadera amistad, la valentía de elegir, el camino concreto para encontrar a Cristo—, sus palabras, aunque sinceras y a veces conmovedoras, permanecen encerradas en la liturgia de lo esperado. No se tambalean. No se quiebran. No se quiebran. Como si el instinto de proteger la forma prevaleciera sobre la necesidad de cambiar de rumbo.
Quizás me equivoque, pero prefiero compartir con vosotros lo que siento.
Y luego debo decir que, entre ese millón de jóvenes, también reconocí muchos rostros familiares. Chicos y chicas que viven en mundos acogedores, donde no falta de nada: hijos de nuestro Occidente opulento, más adeptos a los filtros de Instagram que al Evangelio, más dispuestos a documentar las emociones que a vivirlas plenamente. Jóvenes criados entre la comodidad y las imágenes, donde el significado a menudo se sustituye por lo efímero, la profundidad por la apariencia. Y entonces me pregunto: ¿qué queda, al día siguiente, de esta oleada de esperanza? ¿Qué sucede cuando regresan a sus habitaciones ordenadas, a las pantallas interminables, a los "me gusta" instantáneos? ¿Seguirá encendida esa luz que parecía real?
Entre esas voces, escuché dos que no puedo olvidar. La primera es la de Pilar, una joven sudamericana que habló con fuerza, sin retórica. Dijo que la Iglesia, si quisiera, podría denunciar claramente las injusticias de los poderes económicos y políticos que oprimen a los más vulnerables de sus países. No tiene nada que perder, añadió, y mucho que ganar. Pero a menudo se mantiene cautelosa, si no silenciosa, como si aún temiera perder algo: el consenso, el equilibrio, los privilegios. La suya era una voz que exigía justicia, no solo misericordia.
Un poco más lejos, una joven romana habló en la vigilia de anoche con sorprendente naturalidad. Hija de una familia adinerada, criada en escuelas de élite y tras viajar por Europa, habló con desenfado de su camino de fe. Sin embargo, en su mirada, en el tono sereno con el que hablaba de Dios, se percibía una profunda distancia respecto a la difícil situación de los excluidos. La imagen de ricos y pobres, protegidos y precarios, volvía a la mente. Y en esa brecha nunca completamente colmada, quizás, se esté gestando hoy la verdadera revolución evangélica —o su fracaso—.
Quizás sea hora de dejar de esperar, una y otra vez, a un Papa que cambie la historia. Lo hemos anhelado con sinceridad. Incluso hemos soñado con un nombre, José, capaz de socavar los mecanismos automáticos del poder y devolverle al Evangelio su poder subversivo. Ese sueño persiste, pero no se ha hecho realidad. Y quizás ahora sea nuestro turno. No será un discurso que cambie el mundo. Ni una manifestación, ni una misa multitudinaria, ni una bendición pronunciada desde lo alto. El cambio, si llega, nacerá de vidas rotas y fieles, de relaciones desarmadas, de una fe que no busca el protagonismo, sino que se ensucia las manos a diario. Surgirá de quienes dejen de esperar señales extraordinarias y comiencen a vivir el Evangelio como una insurrección diaria contra el miedo, contra el odio, contra el egoísmo.
No hay nada más revolucionario.
Y no hace falta nada más.
*Foto recortada de Derek Redmond y Paul Campbell de Wikimedia Commons, imagen original y licencia.
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