Propuso con audacia y fidelidad a la tradición una reflexión sobre nuevas formas ministeriales
Fuente: Religión Digital
Por Emilia Robles
10/08/2025
Con profundo agradecimiento por su vida y legado, recordamos en la Iglesia a Mons. Fritz Lobinger, obispo emérito de Aliwal (Sudáfrica), quien partió a la Casa del Padre el domingo 3 de agosto de 2025 en una residencia sacerdotal en Pretoria, a los 96 años de edad. Su paso por la historia eclesial ha dejado una huella imborrable (aunque no tan extensamente conocida como sería de desear), sobre todo por su incansable búsqueda de formas pastorales encarnadas, atentas al pueblo, y por su compromiso con una Iglesia de comunidades vivas y corresponsables.
Lobinger era de origen alemán. Nació el 22 de enero de 1929 en Passau, Alemania. Su padre, Hermann Lobinger, trabajaba como maestro, mientras que su madre, Martha Lobinger, era ama de casa. Ambos fueron personas de una fe sólida, sin una conexión directa con la vida eclesiástica. El entorno familiar de Fritz estuvo marcado por un ambiente de educación y valores cristianos, lo que pudo influir en su vocación sacerdotal.
Fue ordenado sacerdote en Regensburg, 1955. Un año después viaja a Sudáfrica para trabajar como misionero de Fidei Donum. Doctor en misionología por la Universidad de Munster, fue cofundador del Instituto Pastoral de Lumko de la Conferencia Episcopal de Sudáfrica. Obispo de la diócesis de Aliwal (1988-2004), en el 2008 se retiró al monasterio Mariannhill de Sudáfrica (Durban) desde donde siguió escribiendo y participando en encuentros internacionales, hasta que la enfermedad y su avanzada edad lo llevaron a esta residencia de sacerdotes en Pretoria, donde falleció, tras pasar 70 años de su vida en Sudáfrica.
En ese contexto sudafricano adoptado como terreno de misión, desarrolló una visión pastoral centrada en las pequeñas comunidades eclesiales como células vivas de la Iglesia. En ellas impulsó la práctica de la Biblia compartida, una metodología que permitía a la comunidad leer, escuchar y discernir reunida la Palabra de Dios, reconociendo la voz del Espíritu en la vida concreta de las personas. Esta experiencia se convirtió en uno de los pilares de su propuesta pastoral: una Iglesia donde la participación, la escucha y el discernimiento comunitario son el camino ordinario de evangelización. Para ayudar en la dinamización comunitaria se formó en la metodología de educación popular del pedagogo brasileño Paulo Freire, visitando Brasil en varias ocasiones.
Profundamente atento a las necesidades reales de las comunidades, en especial en contextos donde la Eucaristía dominical no podía celebrarse por falta de presbíteros, Lobinger propuso con audacia y fidelidad a la tradición una reflexión sobre nuevas formas ministeriales. Su sugerencia de ordenar a “equipos de ancianos” —líderes reconocidos por sus comunidades, casados y con vida estable— surgía no como una solución funcional, sino como una propuesta teológica y pastoral con raíces profundas en la vida del pueblo de Dios y en la gran tradición de las comunidades paulinas.
El verano pasado en una visita a la editorial Herder me enteré con tristeza de que sus dos libros publicados en 2011 están hoy descatalogados. Sin embargo, de todos es bien conocido que no lo está la problemática que aborda en ellos. Y no afecta solo a Brasil (como ya le expresaba D. Erwin Kraütler al papa Francisco) y a África, por cuyas comunidades se preocupaba el obispo Fritz Lobinger. Hace pocos días, según me relataban unos familiares afectados, dos pequeños pueblos de Palencia se encontraban en la imposibilidad de celebrar todos los domingos la eucaristía, por la falta de presbíteros. Se les ofrecía desde el obispado que fueran unas religiosas a atenderles (por supuesto sin posibilidad de que celebraran la eucaristía, sólo la Palabra), a lo que muchos se negaban por considerarlo un “parche” que no soluciona el verdadero problema.
Es tan solo un botón de muestra el que cito (por la anécdota tan reciente que viene a cuento). No es un hecho aislado. Todos sabemos que es un problema extendido de forma creciente en nuestro país, el de la falta de curas. Están trayendo de otros países (en los que también hay carencias) presbíteros que quieren venir -por diversas razones- al Primer Mundo. Y muchos presbíteros, de aquí o de allá, tienen que atender a diversas parroquias, mientras que se van cerrando algunas de ellas. Un problema sobre otro de base que lo agrava: el papel de sujeto sagrado del sacerdote, del varón que tiene que hacer, dirigir y controlar todo, al que se impone desde fuera a la comunidad, al que se sitúa por encima de la comunidad, el que generalmente no vive con ella; y al que, desgraciadamente, con frecuencia, se ha ido convirtiendo en un funcionario, administrador de sacramentos.
Revertir esto no es fácil, sobre todo cuando no se revisan y analiza la verdadera problemática de fondo, que como bien sabía el obispo Fritz Lobinger no era sólo la falta de presbíteros y su deficiente distribución en el mundo, sino la falta de conciencia en las comunidades de su papel protagonista en la celebración de la Memoria de Jesús. Este grave déficit, que no permite que surjan los carismas y dones que el Espíritu deposita en su Iglesia y que se traduzca en una Iglesia toda ella ministerial, ha sido alimentado durante siglos por una Iglesia que se ha hecho clericalista y que se ha afianzado en un único modelo de presbítero. El presbítero varón, célibe, formado durante largo tiempo en los seminarios.
No siempre fue así. Como decía este gran misionero y este gran obispo que fue Fritz Lobinger y al que acompañaron en sus tareas en África hasta sus dos respectivos fallecimientos en 2006 y 2011 otros dos sacerdotes y obispos alemanes compañeros suyos; “el presbiterado, a lo largo de la historia de la Iglesia, ha cambiado y puede volver a cambiar”.
Y nos remitía siempre al ejemplo de las primeras comunidades paulinas, donde ninguna comunidad se quedaba impedida de celebrar la Eucaristía, por falta de una agente externo, pues eran autoministrables, ellas reconocían estos dones del Espíritu en su interior y nombraban a sus propios ministros. Pero no ha sido solo en la antigüedad, otras iglesias cristianas, que participan de nuestra primera gran tradición han seguido desarrollando formas ministeriales plurales que han supuesto nuevos retos. Para reflexionar sobre ellas y los desafíos y contradicciones asociadas a estos desarrollos e implementaciones, Lobinger visitó frecuentemente y dialogó con comunidades de iglesias hermanas, principalmente anglicanas y metodistas.
Lobinger era también muy consciente y corresponsable con las necesidades de diálogo y gobernabilidad en el interior de la Iglesia, de la cohesión en la propia comunidad y en las diócesis y de la necesaria comunión con Roma, por lo que abogaba por procesos lentos, pero continuos, que implicaran a las diócesis en una reflexión compartida y en una resolución de los conflictos que podrían ir surgiendo en la implementación de nuevas formas ministeriales.
Tras este camino compartido, Roma podría dar su aprobación a experiencias locales que supusieran la ordenación de equipos de una nueva modalidad de presbíteros comunitarios, surgidos de las propias comunidades, alimentados con una formación específica inculturada en ellas y compatible en sus tiempos con las obligaciones de quien tiene una familia y un trabajo. Estos nuevos presbíteros comunitarios, que trabajarían siempre en equipo, evitando nuevas tentaciones de otras formas de clericalismo, no competirían con el modelo más conocido por nosotros de presbíteros célibes formados en seminarios, sino que colaborarían con ellos.
A su vez, para los célibes, Lobinger proponía que no vivieran solos, sino que lo hicieran en equipos y que se cultivaran en ellos (aparte de la fidelidad a su opción celibataria) los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, evitando así otras lacras del sacerdocio célibe como la soledad, la sobrecarga de funciones o la falta de espacios donde cultivar la espiritualidad y la oración compartida.
El contacto con este obispo, el conocimiento de su obra y de su trayectoria, ya, en sí mismo fue un ejemplo de ejercicio de la sinodalidad en la Iglesia. En el año 2006 participé en Brasil en un curso de obispos y teólog@s en Embú das Artes. Una de las grandes preocupaciones de los obispos allí presentes (principalmente de Brasil, pero también estaban de otros países como Mexico, Uruguay…) era esta dificultad de la celebración dominical de la eucaristía en las comunidades que limitaba gravemente la Misión de la Iglesia. Este reto era acompañado por reflexiones teológicas que analizaban la problemática con el método del VER JUZGAR Y ACTUAR.
Desde Proconcil, como red comprometida con el desarrollo de la sinodalidad, seguimos en estos contactos y reflexiones compartidas. Y fue en el año 2009 cuando el entonces obispo de Jales en Brasil, D. Demetrio Valentini, me puso en relación con la obra de este obispo alemán, incardinado en Sudáfrica. Una vez que la conocí, tomé contacto directo con el autor y me comprometí en su traducción y en una edición especial en castellano de dos de sus libros, los últimos que había escrito: “Equipos de ministros ordenados”, escrito en colaboración con el teólogo brasileño y profesor universitario Antonio José de Almeida y “El Altar Vacío”, un libro ilustrado para reflexionar de manera comunitaria sobre el problema que presenta como síntomas la falta de curas y la pasividad de muchas comunidades y que se traduce en la imposibilidad de celebrar la eucaristía dominical. En este último, para la edición en castellano, procuramos una reflexión teológica de Juan Antonio Estrada que sirviera de introducción y soporte a la reflexión comunitaria que se quería provocar.
Los libros fueron publicados y presentados en 2011 en Madrid. Unas semanas antes de su presentación pública, se los envié (entre otras personas) al entonces cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio. Me respondió en una misiva de su puño y letra, compartiendo su común preocupación por la problemática y su comprensión positiva de la propuesta del obispo alemán, cuya viabilidad veía, siempre que fuera acompañada de procesos adecuados de explicación y diálogo en la Iglesia.
Años más tarde, siendo ya papa, Francisco le habló de la propuesta de Lobinger reconociendo su hondura (y la de los diáconos casados de San Cristóbal de las Casas) al obispo Erwin Kraütler, cuando este le expresaba en una entrevista en el año 2014 la problemática en muchas comunidades de su región en Brasil. Y le reclamó el Papa que los obispos le hicieran propuestas valientes en este sentido.
Un detalle bello y significativo de la cercanía y la sencillez de Lobinger que tuve oportunidad de experimentar es que - tras la publicación de sus libros en el año 2011- me escribió para decirme que venía en verano a Alemania a visitar a un hermano y que si podría pasar dos semanas en casa y conocerme tanto a mi y a la propuesta de Proconcil, cuanto a la editorial Herder, así como al teólogo Estrada que había hecho una introducción teológica a uno de sus dos libros publicados en castellano.
Un poco sorprendida por la propuesta le pregunté si quería que le buscara alguna casa de espiritualidad o similar para residir y me dijo que no, que, si me parecía bien, quería venir a casa y estar en familia. Y así lo hicimos. Compartimos techo y comida en familia, conoció a algunos de nuestros amigos, viajamos juntos a Sevilla y a otros lugares y sellamos una relación de amistad, más allá de la colaboración en proyectos comunes.
Me gustaría resaltar que Lobinger no solo pensó en soluciones pastorales, sino que sembró semillas de una Iglesia sinodal, donde el discernimiento común, la corresponsabilidad y el protagonismo del pueblo fiel son expresiones de una auténtica comunión. Su diálogo constante con las iglesias hermanas y su apertura a las experiencias eclesiales de Asia, América Latina y Oceanía enriquecieron sus propuestas, haciéndolas profundamente católicas en el sentido pleno del término: abiertas, inclusivas, enraizadas en la vida.
Hoy, mientras el camino sinodal continúa desafiando a la Iglesia a encontrar nuevos lenguajes y formas para la misión, el testimonio de Mons. Lobinger resuena como una invitación a no tener miedo, a confiar en el Espíritu que habla en las comunidades, y a construir juntos una Iglesia más cercana, participativa y esperanzada. Por ello, creo que, agradecidos por su vida y en compromiso con su legado, debemos seguir estudiando como recuperar y dar a conocer sus reflexiones y propuestas.
Que descanse en la paz del Dios de la Vida, a quien sirvió toda su vida con creatividad, audacia y ternura pastoral.
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