La memoria de las mujeres está viva en la historia, aunque demasiado frecuentemente en sus márgenes, silenciada, invisibilizada o manipulada. Pero sus vidas nos habitan y nos visitan con su clamor profético, traspasando los limites espacio-temporales. Hace unas noches me visitó en un sueño, y me contó el suyo, Dorothy Day.
Fuente: Alandar
Por Pepa Torres
21/12/2022
Soy Dorothy Day, nací en Brooklyn en 1897, en el seno de una familia de periodistas de tradición anglicana no muy practicantes, con una educación abierta que sembró en mí, muy tempranamente, deseos de una vida en libertad y compromiso social. Mi infancia estuvo marcada por el terremoto de San Francisco. Los miles de personas que perdieron sus casas y su trabajo se quedaron en mi retina de mujer adolescente grabados para siempre. Quizás por eso en mi época universitaria y de joven periodista, ya en Illinois y más tarde en Nueva York, me uní al Partido Socialista norteamericano y me enamoré de las masas del mundo obrero y pobre que deambulaba por las calles o tomaba las plazas en las grandes manifestaciones obreras a partir del crac de 1929.
Mucho antes, en el año 1917, en plena guerra mundial, mi opción por el pacifismo me llevó a incorporarme a la Liga contra el servicio militar y a las sufragistas que se posicionaron contra la guerra. Esta fue la primera vez que fui encarcelada. Las cárceles formaron también parte de mi vida, porque frente a las leyes injustas, las guerras, la carrera armamentística y la política imperialista norteamericana, opté por la desobediencia civil y la resistencia activa. Estuve presa en más de seis ocasiones, la última cuando tenía 75 años, con César Chávez, por apoyar las movilizaciones de los trabajadores y trabajadoras temporeras, las espaldas mojadas, exigiendo sus derechos.
Viví una larga soledad porque no me fue fácil encontrar el modo de encauzar la pasión por la justicia y la libertad que, desde muy joven, bullía en mi interior. Recorrí muchos lugares y transité muchas búsquedas: el anarquismo, el sindicalismo, los ambientes intelectuales y obreros en Nueva York, Chicago, Washington, Florida, México, incluso un año en Europa. Tuve grandes amigas como Rayna Proheme, atea y socialista, con la que desde jóvenes salíamos a buscar a las mujeres que dormían en los parques para proporcionarles un techo de forma temporal en nuestras propias casas.
Me enamoré intensamente de dos hombres. El primero de ellos me desgarró el corazón y me llevó a decisiones equivocadas de las que me arrepentí toda la vida y cuya herida me costó sanar. El segundo fue Forster Buttermann, el padre de mi querida y única hija Tamar Teresa. Compartíamos ideales sociales muy importantes. Él, en concreto, desde las filas del anarquismo y el ateísmo militante.
Pero mi vida tomó un vuelco insospechado cuando, a partir del embarazo de Teresa, me sentí habitada por un misterio de gratuidad que me hizo renacer de nuevo, como si todas las piezas de mi vida empezaran a tener sentido.
Intuí entonces lo que, años después, escribiría en mi libro Sin mordazas “la presencia de la inmensidad de Dios y a la vez los atisbos del infierno sin Él”. Una experiencia reconciliadora y de sentido que me llevó, sin saber cómo, a la lectura del Evangelio, los salmos y los profetas y a orar con ellos, y a acercarme al cristianismo. Fue así como tomé la decisión de bautizar a mi hija y, más tarde, hacerlo yo misma. Fue en el año 1927. Yo tenía 30 años y esta decisión supuso la ruptura definitiva con Forster Buttermann.
En 1932, cubriendo la marcha contra el hambre en Washington, en la que miles de obreros de todo el país se movilizaron denunciando las condiciones de explotación y pobreza en las que estaban viviendo, tuve una experiencia fundante, que daría un vuelco radical a mi vida y a la de mi hija Tamar Teresa. ¿Dónde estaban los cristianos y cristianas en aquellas movilizaciones? ¿Qué hacia la Iglesia por ellos? Esas preguntas aguijoneaban mi interior una y otra vez. Al día siguiente en el Santuario de Nuestra Señora de la Concepción, donde acudí a rezar, pedí a Dios con fuerza que me ayudara a encontrar el camino para poner toda mi vida al servicio de los trabajadores y los pobres.
Al día siguiente llamó al timbre de mi casa el que luego sería mi gran hermano y compañero, Peter Maurin, proponiéndome fundar el periódico y movimiento Catholic Worker. Había leído mis artículos y creía que me podía interesar. Él era mucho mayor pero el proyecto me sedujo desde el inicio. Ambos compartimos la admiración por Kropotkin, San Francisco de Asís y la utopía del Evangelio. Nos dolía la distancia de la Iglesia y del mundo obrero y sus iniciativas meramente asistencialistas. Fundamos Catholic Worker convencidos de que era necesario llevar las implicaciones sociales del Evangelio a la calle y de que los bienes de este mundo no podían ser acaparados por nadie, sino que había que compartirlos. Por eso siempre estuvimos contra toda forma de acumulación de la riqueza y nos acusaron en numerosas ocasiones de comunistas.
Nuestro sueño con el movimiento Catholic Worker era -y sigue siendo- promover una revolución no solo económica y social, sino una revolución espiritual, una revolución del corazón, centrada en la comunidad, la dignidad de las personas y el bien común. Una revolución verde, y no violenta, que pasa por la creación de una red de casas de hospitalidad y granjas comunitarias comprometidas con la pobreza voluntaria, la justicia social y la hospitalidad con las personas marginadas, paradas, precarizadas y excluidas.
Junto a esta red de hospitalidad, el periódico Catholic Worker fue fundamental como herramienta de concienciación del mundo obrero y excluido desde la perspectiva de la justicia social y la solidaridad. El primer número se publicó en 1933. Otro pilar clave del movimiento fueron los grupos de acción directa. A través de ellos denunciamos la injusticia y la violencia estructural. Hoy siguen manteniendo una gran fuerza y vitalidad profunda. Sus objetivos son educar, inspirar y activar a los católicos para actuar por la justicia y construir comunidades inclusivas e implicadas en la lucha contra el racismo y la opresión. Actualmente, están muy comprometidos con el movimiento Las vidas negras importan (Black Lives Matter), con las luchas de migrantes o el cierre de Guantánamo.
Con mi hija y otros compañeros me recorrí el país entero allá donde cualquier pequeño grupo de personas quería impulsar el movimiento. Nunca renuncié a mi vocación de periodista, pues para mí escribir es como respirar. La larga soledad es mi obra autobiográfica. Años más tarde escribí Panes y peces, donde narro la historia del movimiento a partir de hechos cotidianos. También podéis encontrar muchos de mis artículos en Sin mordazas, o mi itinerario de búsqueda creyente en Mi conversión, o mis reflexiones sobre una de las mujeres cuya espiritualidad me resulta enormemente sugerente, Teresa de Lisieux, en un libro que lleva su nombre: Thérèse.
Cuando me convertí al cristianismo lo hice también a la Iglesia. En sus contradicciones descubro también las mías, pero eso no me quitó libertad para cuestionar su colaboracionismo y silencio ante las guerras, los ejércitos y la injusticia o la violencia estructural también al interior de ella misma. No me escandalizan las contradicciones pues conozco bien las mías y las de mi propia historia, como cuando escribí, desnudando mi corazón, que la masa de arrogantes cristianos burgueses que negaba a Cristo en sus pobres hizo volverme al comunismo. Fueron los comunistas y mi colaboración con ellos los que hicieron volverme a Dios.
Pero ha sido sin duda el amor humano el que me ha ayudado a entender el amor divino, el amor desinteresado, encendido que nos permite vislumbrar el amor de Dios hacia las personas. El amor es lo mejor que podemos conocer en esta vida, pero debemos conservarlo y cuidarlo. No se trata solo de un sentimiento cálido y gratificante.
Hemos de pasar por temporadas de quietud y silencio, de desgana y de tregua y crecer también en el sufrimiento, la paciencia y la compasión.
Desde que pusimos en marcha las comunidades de hospitalidad siempre he sentido que Dios está con nosotros en nuestras cocinas, en nuestras mesas, en las colas del pan, en nuestras granjas, que es Él quien calienta sus manos en el fuego junto a nosotros y busca en nuestras casas comida y refugio,
Gran parte de mi intensa vida fue una larga soledad, la de vivir sin Dios y sin comunidad, pero todo cambió radicalmente cuando empecé a compartir la vida codo a codo con quienes tenían hambre y sed de justicia y creían en la revolución del corazón. Allí descubrí que la encarnación no es un hecho del pasado, la encarnación es ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.