domingo, 5 de febrero de 2023

El perfil mayoritariamente involutivo del episcopado español (II)

Fuente:    Religión Digital

Por   Jesús Mtz Gordo

05/02/2023


Episcopado español

Y puesto a desarrollar la tarea de argumentar por qué el episcopado español es mayoritariamente involutivo y restauracionista, la primera apuesta que urge poner en su sitio es —tomando prestada la expresión de Hans Urs von Balthasar— la teología “papolátrica” que —propiciada por la curia vaticana durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI y no desautorizada en el de Pablo VI— tiene una enorme importancia en el perfil eclesial y social de la gran mayoría del episcopado español. Y, con ellos, en el de no pocos cristianos y colectivos de nuestros días.

 

La raíz "papolátrica" de la involución

Es cierto que el Papa Montini tuvo que articular la necesidad de renovar la Iglesia con su responsabilidad por guardar la comunión. El cuidado de este equilibrio —tan inestable como frágil— explica (aunque no siempre justifique) la atención que prestó a los sectores más reacios a los cambios que se estaban proponiendo. Tal es el contexto en el que entender la “Nota explicativa previa” a la “Lumen Gentium”, adjuntada por “mandato de la autoridad superior”, como la guía de comprensión de dicha Constitución en todo lo referido a la colegialidad episcopal.

De acuerdo con esta “Nota explicativa previa”, el Papa puede actuar “según su propio criterio” (“propia discretio”) y “como le parezca” (“ad placitum”). Ya en su día K. Rahner indicó que eran afirmaciones poco felices y que nunca hasta entonces se había procedido a una tesis sobre el primado de ese tono. Es cierto, matizaba el teólogo alemán, que el texto de la “Nota explicativa” se autocorrige cuando apela al “bien de la Iglesia” como explicación de este modo de proceder, pero es innegable que abre las puertas a una comprensión de la colegialidad en las antípodas de lo explícitamente aprobado y de lo que forma parte del cuerpo constituyente de la Iglesia. En definitiva, va mucho más lejos de lo aprobado en el Vaticano I con el dogma de la infalibilidad papal (1870).

Ya, en su día, fueron bastantes los padres conciliares que se percataron de que tal incorporación no sólo obedecía a la voluntad papal de acallar a la minoría, sino también al temor (en buena parte, compartido por el mismo Pablo VI) de que la doctrina sobre la colegialidad acabara diluyendo el modo como los papas habían venido ejerciendo hasta entonces su responsabilidad primacial. Lo probaba, por ejemplo, que firmara los documentos conciliares como “obispo de la Iglesia” y no “de Roma” o la reserva de las cuestiones referidas a la contracepción y al celibato sacerdotal, asuntos que recibirán un tratamiento personal en sendas encíclicas: “Sacerdotalis coelibatus” (1967) y “Humanae vitae” (1968), una vez clausurado el Vaticano II (1962-1965).

Desde un punto de vista estrictamente jurídico, esta “Nota explicativa previa” no forma parte del cuerpo doctrinal de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, al no haber sido aprobada por los padres conciliares ni estar explícitamente ratificada por el “Obispo de la Iglesia”, es decir, por el Papa, como el resto de los documentos conciliares. Sin embargo, y a pesar de ello, es un texto que va a propiciar la lectura involutiva y preconciliar que —incubada en la concesión de Pablo VI a la minoría conciliar— alcanza su cenit durante el largo pontificado de Juan Pablo II y en el de Benedicto XVI.

A los redactores de la “Nota explicativa” les inquieta que se atribuyan al papado poderes reales, pero que no los pueda ejercer libremente. Para salir al paso de tal riesgo recurren a la teoría —inadecuadamente aplicada— del doble sujeto de poder supremo en la Iglesia: el poder del Papa tiene la misma finalidad y alcance que el de todo el colegio (Papa incluido). Es un cuadro calcado de la categoría secular del poder monárquico absoluto.

El Vaticano I no había definido el primado del Papa como una monarquía; y menos todavía como una monarquía absoluta, a pesar de que dicho imaginario estuviera presente en los manuales romanos de teología y de derecho canónico en el inicio del siglo XX. Estar de acuerdo con esta proposición implica -según H. Legrand- compartir que el gobierno colegial no es más que una de las dos formas posibles de ejercicio del poder supremo en la Iglesia; que la participación del episcopado en el gobierno eclesial queda pendiente de una libre decisión del Papa y que sólo existe el gobierno del sucesor de Pedro, quien, de manera discrecional, (es el término que emplea la “Nota”) puede adoptar la forma personal o colegial.

Es una interpretación que sobrepasa lo aprobado por el Vaticano I ya que en el “proemium” de la definición sobre la infalibilidad de 1870 se señala como finalidad del primado el servicio del episcopado y no el gobierno cotidiano de toda la iglesia. Es así como la “Nota explicativa” lleva la doctrina de la colegialidad a un callejón sin salida ya que ésta no consiste —como sostiene J. Ratzinger en su diagnóstico del postconcilio— en quitar al monarca y poner en su lugar un parlamento, sino en reconocer —como hace el Vaticano II— el valor que tienen las iglesias locales en una Iglesia sinodal y, a la vez, colegial; y también corresponsable.

Así pues, la lectura del Vaticano II a partir de esta “Nota explicativa previa” desvirtúa la colegialidad episcopal y el mismo episcopado, imposibilitando su comprensión como un concierto entre pares, es decir, entre sucesores de los apóstoles, en el que hay un director de orquesta; una imagen, probablemente más feliz que la de la relación entre la cabeza y los miembros.

 

Los "olvidos" del Código de Derecho Canónico (1983)

El Código de Derecho Canónico es importante porque media la eclesiología doctrinalmente profesada y la concretamente operativizada. De ahí la conveniencia de analizar cómo recibe la conciliar articulación entre primado, colegialidad y sinodalidad y en qué grado la solapa al privilegiar la “Nota explicativa previa” a la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”.

Hay, cuando menos, tres importantes datos que disparan las alarmas.

En primer lugar, el ministerio petrino no es presentado como un servicio a la unidad y a la comunión de la Iglesia, sino como la autoridad suprema, investida de un poder de jurisdicción sobre toda la cristiandad. Los redactores del nuevo Código de Derecho Canónico, al fijar el primado en estos términos, recuperan la formulación del código anterior (canon 196), activan su interpretación maximalista y aparcan las equilibradas aportaciones conciliares entre el primado petrino y la colegialidad episcopal.

Como resultado de ello, los lazos de comunión estructurada que hay —cierto que desde la diferencia— entre el papa y los obispos quedan diluidos en favor de un fortísimo subrayado de la dependencia que vincula a los sucesores de los apóstoles con el obispo de Roma. El gobierno eclesial pasa a ser, de nuevo, más unipersonal y autoritativo que colegial, con el riesgo, ya adelantado en su día por Hans Urs von Balthasar, de propiciar una teología, una espiritualidad, un magisterio y un gobierno “papolátricos”.

En segundo lugar, es cierto que el nuevo Código de Derecho Canónico establece, institucional y eclesiológicamente, la identidad y misión de los laicos, de los sacerdotes, del papa, del colegio episcopal, del sínodo de los obispos, del colegio de cardenales, de la curia romana y de los nuncios, pero también lo es que se olvida de establecer qué es una iglesia local en la comunión católica (“communio Ecclesiarum”) y cuáles son sus derechos y obligaciones. Al dejar de lado esta importante cuestión, propicia una relectura muy limitada de lo que es la “comunión eclesial” y la “iglesia local” o “particular”.

Los redactores del nuevo Código de Derecho Canónico ignoran que “la diócesis es una porción del pueblo de Dios que se confía a un Obispo (…) en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica” (CD 11). Y no tienen en cuenta, igualmente, lo que proclama la Constitución Dogmática sobre la Iglesia cuando afirma que “los Obispos son, individual y colectivamente, el principio y fundamento visible de unidad en sus iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única. Por eso, cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad” (LG 23).

Hay, finalmente, un tercer punto particularmente, penoso: cada obispo y todo el cuerpo episcopal queda sometido a la autoridad de la Santa Sede, a pesar de que según el Vaticano II, los sucesores de los apóstoles son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos” (LG 27). No deja de ser sorprendente que el Código de Derecho Canónico silencie este punto capital y que reserve para el papa, además de los títulos de “jefe del colegio de los obispos” y “pastor de toda la Iglesia”, el de “vicario de Cristo (Cf. CIC 313).

La sombra de la “Nota explicativa previa” a la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” empieza a ser larga. Tan larga que marca la redacción del Código de Derecho Canónico de 1983, reinterpretando y corrigiendo —involutivamente, por supuesto— la doctrina conciliar sobre la colegialidad episcopal.

Como es de prever, esta concepción del primado de Pedro requiere de obispos que la compartan y que estén dispuestos a proceder en las diócesis que se les encomienden en conformidad con ella, es decir, de manera no solo autoritativa, sino, si así lo vieran necesario, autoritaria. En definitiva, reproduciendo el preconciliar e involutivo modelo de autoridad y ejercicio del poder en la Iglesia.

Quizá, por ello, no extraña, desgraciadamente, que una buena parte de los obispos españoles actuales (por tanto, no todos) compartan y estén dispuestos a defender esta preconciliar e involutiva concepción papolátrica del primado de Pedro y de la autoridad. Y tampoco a hacerla suya, ejerciendo su ministerio episcopal, de manera parecida a la “papolátrica”, en sus respectivas diócesis.

Pero tampoco me extraña que éste, el del reparto del poder episcopal, sea uno de los temas estrella en el Camino Sinodal alemán. Se ha agotado el tiempo, se dice por aquellos lares, para el modelo medieval y unipersonal de ejercer el poder en la Iglesia. Urge superarlo separando su vertiente ejecutiva, de la legislativa y judicial. Lo que tenemos delante no es un asunto menor, sino una cuestión sistémica, fundamento del denostado clericalismo que todos denunciamos pero que muy pocos parecen estar dispuestos a interrumpir en sus raíces. Y estas son la concepción y el ejercicio absolutista de la autoridad, tanto papal como episcopal. Y con ella, en no menor medida, de la presbiteral.

Se abre un debate que se prolongará guste o no durante una buena parte del presente siglo, al menos hasta que se alcance una solución aceptable o se acabe convocando un concilio ecuménico. Si esto último aconteciera en estos momentos, nos encontraríamos, nuevamente, con un episcopado español con el pie cambiado, a no ser que se empiecen a nombrar, de manera inmediata, obispos con un perfil, menos “papolátrico”, más colegial y, sobre todo, corresponsable

Pero, hasta que ello sea posible algún día, al menos podemos dejar de comprender a los obispos como delegados del Papa y, además de exigir la intervención del pueblo de Dios en su elección o nombramiento, mostrar las razones teológicas que nos asisten para cambiar el juramento que, actualmente vigente, tienen que prestar quienes sean nominados para integrarse en la lista de los sucesores de los apóstoles.

 

Los obispos, delegados del Papa, no de Cristo

Antes de ahora, he sostenido que una de las decisiones postconciliares en la que se puede apreciar con toda claridad este proyecto involutivo y preconciliar de la Iglesia, del papado y del episcopado es el juramento de fidelidad que, en aplicación del canon 380, se exige a los obispos. Tal y como se ordena en este precepto, “antes de tomar posesión canónica de su oficio, el que ha sido promovido al episcopado debe hacer la profesión de fe y prestar el juramento de fidelidad a la Sede Apostólica, según la fórmula aprobada por la misma Sede Apostólica”.

Y la fórmula de tal juramento de fidelidad, vigente desde 1972, y posteriormente objeto de algunas pequeñas modificaciones, es del siguiente tenor:

“Seré siempre fiel y obediente a la Santa Iglesia Apostólica Romana y al Sumo Pontífice, Sucesor del Bienaventurado Apóstol Pedro en el primado y Vicario de Cristo, y a sus legítimos Sucesores. Y no sólo los trataré con el mayor honor, sino que, en la medida de mis posibilidades, velaré por que se los respete debidamente y mantenga alejados de cualquier ofensa.

Será mi preocupación promover y defender los derechos y la autoridad de los Romanos Pontífices; así como las prerrogativas de sus legados y procuradores. Informaré al Romano Pontífice con sinceridad de cualquier cosa que pueda constituir un ataque contra ellos por parte de cualquiera.

Procuraré cumplir con todo empeño, de acuerdo con el espíritu y la letra de los sagrados cánones, los deberes apostólicos que me han sido confiados de enseñar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con el Vicario de Cristo y con los miembros del Colegio Episcopal.

Pondré diligente atención en mantener puro e intacto el depósito de la fe y en transmitirlo de modo auténtico, acogeré fraternalmente a los que yerran en la fe y haré todo lo posible para que vuelvan a la plenitud de la verdad católica.

Prometo que participaré o responderé, salvo impedimento, si me llaman a los Concilios y otras actividades colegiadas de los Obispos.

Administraré diligentemente, de acuerdo con las normas de los sagrados cánones, los bienes temporales pertenecientes a la Iglesia que se me encomienden, cuidando diligentemente de que no se pierdan o dañen de ninguna manera.

Haré mías las disposiciones del Concilio Vaticano II y de los demás decretos canónicos sobre la institución y el ámbito de acción de las Conferencias Episcopales, así como de los consejos presbiterales y pastorales, y promoveré gustosamente el uso ordenado de sus tareas.

Finalmente, en los tiempos establecidos, haré, personalmente o por medio de otros, en conformidad con lo establecido por el derecho, la visita “ad limina apostolorum”, daré cuenta de mi oficio pastoral e informaré fielmente sobre la situación del clero y del pueblo a mí confiado; además, aceptaré respetuosamente lo que se me ordene y lo pondré en práctica con el máximo empeño”.

El trato del modelo de obispo resultante con el Papa —y, lo que es más sorprendente, con la curia vaticana— no es el propio de un sucesor de los apóstoles, sino, análogo al de un vicario con su obispo ya que según el canon 480, “el vicario general y el vicario episcopal deben informar al obispo diocesano sobre los asuntos más importantes por resolver o ya resueltos, y nunca actuarán contra la voluntad e intenciones del obispo diocesano”. Se abre o se refuerza, como se puede apreciar, un tiempo en el que el sucesor de Pedro empieza a ser concebido como el “obispo del mundo”, reduciendo a los demás sucesores de los apóstoles a vicarios o delegados suyos; una involución que coloca, de nuevo, a la Iglesia en la mentalidad y forma de gobierno propiamente preconciliares.

A diferencia de este tipo de Iglesia, en el aprobado por el Vaticano II, los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos”. Justamente, por ello, han de gobernar sus respectivas iglesias locales con la autoridad de Cristo “que ejercen personalmente” en su nombre, es decir, de manera “propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en última instancia (“ultimatim”) por la suprema autoridad de la Iglesia” (LG 27).

Por ello, la Iglesia es comunión de iglesias particulares, presidida, en la unidad de fe y en la comunión, por el sucesor de Pedro. Y en tal comunión reside la soberanía eclesial. Esta eclesiología está pendiente de desarrollo teológico y jurídico; y, por tanto, de ser estrenada. No tiene nada que ver con la obsesión por el poder y la jurisdicción del obispo de Roma, como si fuera el obispo del mundo, que se ha venido promoviendo y desarrollando estos últimos años y que hace de la inmensa mayoría de los obispos delegados del Papa, nunca —como proclama el Vaticano II,— “vicarios de Cristo”. Y, por supuesto, tampoco tiene que ver con la teología que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, recurría al imaginario matrimonial para señalar cómo era la relación de todos los obispos con sus respectivas diócesis.

Es evidente que la universalidad de la Iglesia no pasa por la supeditación de los obispos a la curia, sino por visualizar con mucha más claridad la relación sacramental que existe entre el Papa (sucesor de Pedro) y el colegio de los obispos (sucesores de los apóstoles), así como por representar el vínculo de todos ellos con sus respectivas iglesias locales y de todas estas con las restantes.

Nada que ver con el carrerismo que, como “fruta madura” de la lectura involutiva reseñada, sigue dándose, desgraciadamente, en nuestros días; también entre los obispos españoles.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.