Felisa Elizondo
Oct.-Nov. 2024
Noviembre es el tiempo otoñal en que se alargan noches y lunas como dijo el poeta que dedicó versos a la Noche de Todos los Santos. Fue antes de que el fenómeno “Halloween” desplazara –y no sólo en el lenguaje– sino con sus disfraces esa fiesta. En estas fechas, cierta dosis de nostalgia y la inquietud por lo precario de nuestra existencia asomen a nuestro ánimo.
Ahora bien, aceptar la “definición” –nada superficial– de que el ser humano es “el que sabe que se muere" no es lo contrario de ansiar un amor "más fuerte que la muerte", un sentido que llegue a trascender ese final inevitable y que se haga verdad una promesa de resurrección.
En el entramado del vivir
De mil modos se nos ha advertido que no es posible vivir de veras sin esa tensión de futuro que atraviesa nuestra existencia y que es legítimo esperar ser agraciados con un futuro sin atardecer. Por eso, en tiempo de otoño y precisamente a comienzos de noviembre, se dan juntas la inevitable melancolía que llega con los recuerdos y el apelar a la esperanza. Un periodista conocido recordaba días atrás esta conjunción de nostalgia y anhelo que revive en el claroscuro de estas fechas: “Cuando el verano va mostrando su agotamiento y los arañazos del tiempo nos sirven en días una nueva estación, uno, no sé si por edad o por esa nostalgia del pasado que nos acompaña de siempre, recita de nuevo a Jorge Manrique cuando escribió que “y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos” [...] El árbol centenario continuará dando castañas todos los otoños. El río, como la vida, llegará inexorablemente al mar y la tarde dará paso a la noche y en la oscuridad solo la esperanza de otra vida nos sirve de bálsamo y de consuelo en esos insomnios negros que todos hemos sufrido. Los soplos de los años, la vida que pasa...” (B. Rubido).
Ya en una conferencia de 1945 con su acostumbrado tono grave, G. Bernanos, que probó en su propia peripecia que la esperanza es “un viaje en la noche y el paraíso está detrás de los muros”, denunciaba que la mayor desgracia de la sociedad que le tocó vivir era que se organizaba como si pudiera prescindir de la esperanza y del amor, en espera de que la técnica, los economistas y los legisladores aseguraran “una justicia sin amor y una seguridad sin esperanza”.
Esta pretensión dura en nuestro mundo secular que, según diagnósticos serios, parece no necesitar de otros materiales para construir el futuro, aunque no logre superar la incertidumbre y deje desatendidos deseos muy profundos. Un estilo de vida en el que las expectativas se cifran en un mayor consumo y un pensamiento que ha abandonado los “grandes relatos” se desentienden de otras aperturas. Un atenerse sólo al presente que renuncia a “sueños despiertos” corre el riesgo de olvidar que esperar es una dimensión constitutiva del existir humano, necesariamente proyectado hacia el futuro. En este sentido se ha dicho que “vivir es esperar” o que hay un vínculo profundo y enigmático entre el ser humano y el esperar.
En ayuda de esta tensión hondamente humana viene el anuncio de un don que llega desde más allá de nuestras fuerzas y las alienta y acrecienta: el “Dios de la esperanza”. De ahí que en estos días y allí donde dura una tradición que se expresa en la liturgia y en costumbres heredadas, la advertencia severa de que el tiempo pasa y la memoria conmovida de los que siguen presentes en nuestras vidas, se asocian inseparablemente a una invocación de Aquel que funda nuestro esperar más alto.
Sucede que, en el cristianismo, la aceptación realista del tener que morir no equivale a olvidar que la vida, a pesar de que ahora se muestra en su precariedad, es un don radical y definitivo. Y la aceptación, siempre costosa, no deja atrás la confianza en que el “Dios de la vida” nos asistirá también al otro lado del trance. Una frase, que el latín ha conservado en su concisión, asegura que “la vida se cambia, no se pierde” y nos recuerda que también a nosotros nos alcanza la Promesa: "Una luz sin ocaso –dice una antífona– iluminará a tus santos, Señor, y la eternidad los esclarecerá".
La esperanza no es fácil en “tiempo de otoño”
Sabemos que los antiguos estoicos la despreciaron como ilusión engañosa y llegaron a formular como deseable un –imposible– vivir “sin miedo y sin esperanza”. Doblemente difícil resulta hablar de la esperanza que se apoya en la fe en tiempos en que semejante lenguaje puede sonar pronto a escapismo. Hace unos decenios, Madeleine Delbrêl se dolía de la incapacidad de “sonar la bella música [...] que sepa a gracia y regusto de eternidad” en las calles de un municipio proletarizado como Ivry- sur- Marne.
Sabemos por experiencia que este esperar creyente en momentos de dificultad no es algo obvio. Hasta el punto de que cierto desencanto y hasta algún” desesperar” parecen tramos obligados en el recorrido.
La esperanza reclama superar su posible desgaste, advierte la tradición judía, que no la identifica con el trazado de metas inalcanzables o imaginadas a medida del deseo. Según una exégesis ajustada del término hebreo, supone el trabajo de “liberar en sí mismo la palabra original de bendición sobre las fuerzas creativas”. Esperar –comenta C. Chalier– es discernir en el corazón de lo trágico y, en medio de la tentación de desesperar, aquello que nos puede sustraer a su amenaza. Es resistir a la idea de que la necesidad ciega rige los acontecimientos. La esperanza no es una compensación sino algo así como una “reparación” del presente y, sobre todo, atestigua una apertura de la finitud hacia lo que la excede. Es avanzar hacia lo que no se ve ni siquiera se llega a prever, pero que ya ahora mismo nos afecta.
Esta esperanza laboriosa se funda sobre una promesa que se refiere al futuro y al sentido de la historia, pero abre la perspectiva escatológica de un mundo que no hemos visto. En la tradición hebrea –resume– esperar es “conservar la confianza en la promesa de que seremos levantados de la última caída” (Présence de l’éspoir).
Asimismo, G. Lohfink, que gastó sus años sobre las “palabras auténticas” de la Escritura, ha dejado a modo de confesión esta nota en la contraportada de uno de sus últimos títulos: “Llevar a cabo la reflexión y puesta a punto de este libro me ha hecho patente cuán liberadora es la fe cristiana en la resurrección de los muertos. Quien se reafirma en esta fe puede vivir sin preocupación en el “hoy” bíblico, porque cada hora de su vida tiene peso y esperanza. Y puede invertir energía en la construcción de una sociedad justa, puesto que el mundo de la resurrección es la figura definitiva otorgada por Dios de ese mismo mundo por el cual estamos luchando aquí en esta historia “.
En la presentación reciente de una Teología de la esperanza otro autor reconoce sin ambages que precisamente en nuestro tiempo de ilusiones perdidas cuando las crisis se acumulan y las perspectivas se nublan, tenemos más necesidad de la esperanza, que no se confunde con una ilusión fácil que desresponsabiliza, sino que anima y da vigor a existencias resilientes: “Cuando las posibilidades se retraen, la esperanza resulta crucial y, como el ser humano que es en el fondo un resistente y ha de superar umbrales y afrontar duelos, la esperanza le permite mantenerse en pie y velar en la noche hasta que asome la aurora [...]. Una fe esperanzada es vital en situaciones sin salida en las que no es fácil hablar de salvación” (E. Durand).
Se trata de voces que merecen crédito cuando estamos tentados de ceder sin resistir al recorte de horizontes y a olvidos penosos que, como hemos oído denunciar, se vienen dando desde hace unos cuantos decenios.
Comunión y esperanza
En estos días, allí donde dura una tradición que se expresa en la liturgia y en costumbres heredadas, la advertencia severa de que el tiempo pasa y el recuerdo de los que estuvieron y siguen presentes en nuestras vidas, traen consigo una llamada a renovar la audacia y la humildad de esperar con la que Pablo llama la “feliz esperanza”.
Porque, en el cristianismo, la aceptación realista del tener que morir no equivale a dejar de lado lo radical y definitivo de la vida, a pesar de que aquí y ahora se muestre en su precariedad. Pero esa aceptación, siempre costosa, no se aleja de la fe en que el Dios de la vida nos asistirá también al otro lado del trance. Con una frase atrevida: “la vida se cambia, no se pierde”, se nos recuerda que también a nosotros nos alcanza aquella la promesa: "Una luz sin ocaso –dice una antífona– iluminará a tus santos, Señor, y la eternidad los esclarecerá".
En ayuda de la esperanza vienen textos “mayores” que llegan desde los profetas bíblicos y cruzan el Nuevo Testamento. Basta recordar la fuerza y calidad poética de Isaías, por citar uno de los nombres que aparece en las lecturas litúrgicas del Adviento. Justamente en este tiempo, en momentos en que el ánimo puede propender a la melancolía, la iglesia evoca la deslumbrante visión del Apocalipsis: "una muchedumbre que nadie podría contar, de todos los pueblos, de pie delante del trono". Y en el centro de la celebración de los Santos se proclame una página del Evangelio que puede leerse muy bien como una invitación a esperar a pesar de lo trabajoso de la esperanza. Porque esa página anuncia la participación en la alegría y del Reino: "Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos, dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra, dichosos los que lloran porque ellos serán consolados… ".
Las bienaventuranzas –las recogidas en los Evangelios y otras más en lugares varios del Nuevo Testamento– son un canto a la esperanza porque se refieren a amigos de Dios y profetas que han conocido, como nosotros, el dolor, la alegría, el pecado y el perdón. Que han compartido el pan y dado agua a los sedientos y que, a pesar de los fracasos y las desilusiones, no han dejado de confiar en que más allá de las fatigas “Dios enjugará toda lágrima de los ojos".
De ellos hacemos memoria y con ellos vivimos la "comunión de los santos": una realidad que se traduce en "un inmenso intercambio de intercesión, de amistad y de testimonio" (J.-P. Jossua).
Así, en el recuerdo de hombres y mujeres en los que se han cumplido las bienaventuranzas y han llegado a la Bienaventuranza, viene en apoyo de nuestra espera. Es una memoria esperanzada que alienta, más allá de los paisajes del otoño, nuestro caminar solidario hacia la Luz y la Vida que no muere.
Felisa Elizondo
Oct.-Nov. 2024
Yo soy, dice Dios,
el Señor de las tres virtudes.
La fe es una esposa fiel,
la caridad es una madre ardiente,
pero la esperanza es una niña.
La fe es aquella que se mantiene firme
por los siglos de los siglos.
La caridad es aquella que se da
por los siglos de los siglos.
Pero mi pequeña esperanza es aquella
que da los buenos días al pobre y al huérfano [...]
La fe se eleva como un árbol frondoso,
y bajo su sombra la caridad, mi hija,
abriga todas las angustias del mundo.
Pero mi pequeña esperanza es esta nueva savia
que anuncia el camino de la primavera.
Yo soy, dice Dios,
el Señor de las tres virtudes.
Charles Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud
“Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí,
entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones.
Nadie vive solo. Nadie se salva solo.
Ninguno peca solo. Nadie se salva solo [...]
Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros;
Sólo así es realmente esperanza también para mi”
Benedicto XVI, Spe salvi, 48
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