El pasado 28 de septiembre se organizó el 11º encuentro ante el CIE de Barcelona en la Zona franca organizado por Migrastudium y al cual se adhirieron unas 65 asociaciones civiles y de inspiración cristiana en la lucha antirracista, de atención a migrantes, a favor de los derechos humanos y de una cultura de paz. También se sumaron diferentes comunidades de vida cristiana e instituciones religiosas y educativas, equipos y movimientos de pastoral obrera y pastoral social de Cataluña, con la intención de acercarnos a la realidad de quienes son privados de libertad por haber entrado en el país de forma irregular.
Fuente: Alandar
13/10/2024
Los cantos, la música y las palabras de algunos migrantes leídos durante el acto, humanizan el muro, la reja y el cielo de una tarde que se va desvaneciendo en un espacio que ya no es ciudad, pero tampoco naturaleza ni campo abierto.
Impresiona el espacio donde se ha construido el Centro de internamiento de extranjeros en Barcelona: Calle E número 40, entre un laberinto de vías impersonales donde no vive nadie: zona en obras permanente obstaculizada por vallas; sucesión de naves industriales, más o menos modernizadas, para la avidez insaciable de una ciudad que pide materiales, objetos, comida, ropa… mercancía humana entre mercancías, a punto para ser expulsada, abandonada entre un muro de contenedores alineados que tapan la vista al mar y delimitan la zona del puerto y la calle A -donde los trabajadores se agolpan en las dispersas paradas de bus y metro para volver a su casa; y al otro lado, un muro de cemento de carreteras y rotondas.
Zona franca, espacio sin ley: no-lugar. Manifestación expresa y cruda de la criminalización y frialdad con que se trata a aquellos y a aquellas a quien se condena a un régimen de “prisión” cuando no tienen que cumplir ninguna condena.
La ley impone un límite de 60 días a la decisión de expulsión de extranjeros llegados irregularmente que se internan en la red de este tipo de centros en todo el estado. Se prevé construir uno nuevo en Algeciras con una capacidad para 500 personas y con un coste de 30 millones de euros. Casi un 60% de las personas ingresadas no terminan siendo expulsadas y sufren la desesperación y la angustia de un aislamiento inhumano. Privar a las personas de comunicación y movilidad afecta a su salud mental y las debilita físicamente.
En el Centro Catalán de Acogida al Refugiado saben que la policía falsifica la edad de jóvenes menores en la frontera para poderlos enviar al CIE, en lugar de que sean acogidos en los centros de protección para menores refugiados donde pueden recibir atención, formación y tienen educadores de referencia. ¿Qué hacen, pues, una media de 60 jóvenes menores en los centros de internamiento para adultos? ¿Qué aprenden los hijos e hijas de los migrantes que están en el CIE con sus padres? ¿Qué sentido tiene retener a apátridas que no han respondido bien las preguntas en comisaría y no tienen papeles para demostrar de qué país provienen? ¿Por qué permanecen ahí quienes ya hacía tiempo que trabajaban, compartían piso con compañeros, se esforzaban en integrarse y los han pillado en el metro o en la calle al pedirles los papeles?
Mientras otros estados europeos desarrollan programas de acogida humanitaria para discernir las causas de llegada de extranjeros o de personas en situación de irregularidad, en el Estado español se aplican estándares médicos para determinar la edad -que pueden ser lesivos y agresivos, especialmente para los menores- y se producen discriminaciones por nacionalidades. Los argelinos y los marroquíes, por ejemplo, rápidamente son enviados a los CIE sin que la oficina de atención al refugiado o las ONG puedan tener acceso a fiscalía. Se trata de una violencia institucional que es esencialmente punitiva y maltratadora, y que desvía hacia vías policiales y judiciales la vida de personas que no han cometido ningún crimen.
Hace años que se trabaja por una justicia restaurativa y no punitiva cuando hablamos de personas privadas de libertad en centros penitenciarios donde están cumpliendo condenas. A pesar del esfuerzo de la administración y de servicios adyacentes, he podido ver las dimensiones de los espacios comunes de los módulos de las prisiones catalanas. Las condiciones de vida en la prisión, con sobreocupación, aislamientos forzados cuando hay peleas, poco acompañamiento personalizado, además del problema de la duración de las condenas y el colapso del sistema judicial, es difícil de compensar.
Hay que reclamar, pues, el reconocimiento de los derechos del migrante y actuar en clave de justicia social hacia los migrantes sin papeles. Los programas de acogida humanitaria no tienen que ser solo para el asilo por causa de guerra, sino también para los motivos descritos en la convención de Ginebra y por ACNUR. Este esfuerzo no está reñido con el debate público que, en paralelo, haya que hacer de forma argumentada y con respeto, sobre las medidas políticas en los países de origen para que las personas no tengan que abandonar su tierra, ni con las políticas de acogida, de ayuda, de derechos y deberes, de proceso para conseguir la ciudadanía, que no podemos dejar de diseñar y aplicar. Lo que es absurdo es dejar a la vía policial y judicial la problemática personal, social y laboral de quienes mantenemos sin. Que en nombre de la “seguridad” y la necesidad de armas ante la escalada bélica internacional, no dejemos de denunciar la criminalización de la pobreza y la criminalización de quienes migran para mejorar las condiciones de donde se ven forzados a irse.
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