sábado, 2 de noviembre de 2024

Mujeres, abandonad toda esperanza

Desde finales del s. XVIII, la mujer inició un recorrido en el orden civil, social y político que la llevaría al reconocimiento, por fin, de la plena igualdad con el varón. ¿Cómo explicar que la Iglesia pudiese permanecer sorda y ajena a esta revolución? ¿Acaso tal ideal en la Iglesia era tanto como ‘pedir peras al olmo’?

Fuente:    Mallorca Diario

Por   Gregorio Delgado del Río

02/11/2024



Para mí, como para otros muchos, el Concilio Vaticano II representó una auténtica decepción al no querer afrontar el sacerdocio de la mujer. Sirvió de muy poco, a estos efectos, la interpelación y denuncia del cardenal Léon-Joseph Suenens, Primado de Bélgica, ante los dos mil padres conciliares, todos varones: “¿Dónde está aquí la mitad de la humanidad?” Todo, por desgracia, iba a continuar por los mismos derroteros. Es más, se echaría mano del magisterio y así imponer una visión que, sin embargo, sigue siendo contestada.

En efecto, los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI (cfr. Küng, Siete papas, Trotta, 2018), en su muy intensa política restauracionista, impulsarían explícitamente una doctrina contraria al sacerdocio de la mujer (cfr. Delgado, La despedida de un traidor, 2023). El todo poderoso ‘clericalismo’ vaticano, todavía sin neutralizar no obstante su carácter antievangélico, vería cualquier gesto externo favorecedor de la posición de la mujer en la Iglesia como ‘una tremenda ruptura en una tradición bimillenaria, fundada por el propio Cristo” (Henri Tincq). ¡Fundamentalismo interpretativo sin sentido y sin futuro

Los esfuerzos de Pablo VI (CDF, decl. Inter insigniores, 15.10.19769) y Joseph Ratzinger (OR 10.04.1977, 9-10) no fueron suficientes. Muchos interpretaron tal doctrina como “discutible” e, incluso, se le “atribuye un valor meramente disciplinar”. ¿Qué hacer? ¿Cuál sería la respuesta de Juan Pablo II?

Respondió, como era presumible, con un acto tajante, que, incluso, buscaba atar las manos de sus sucesores (Henri Tincq): “… con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, (…), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia(Carta Ordinatio sacerdotalis, 22.05. 1994, n 4). ¿Cuestión resuelta?

No les fue, sin embargo, bastante. Y quisieron remachar la declaración del Papa polaco. El Prefecto de CDF, el ya cardenal Ratzinger, se sintió obligado a realizar (OR, ed. esp., 10.06.1994) una explicación y fundamentación teológica de la doctrina proclamada -a mi entender, un ejercicio de auténtica ideología eclesiástica-. Es más, todo ello, incluso lo complementó con una respuesta de la propia CDF a la duda sobre si la doctrina fijada por Juan Pablo II “se ha entender como perteneciente al depósito de la fe”. El 28 de octubre de 1995, la CDF respondió con un sonoro SÍ.

Es obvio que Francisco no ignoraba nada de lo anterior. Sin embargo, en la hoja de ruta de su recién estrenado ministerio petrino, despertó y alentó nuevas esperanzas: “Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente” (Evangelii Gaudium, n. 104). ¡Plenamente de acuerdo! Pero, ¿Qué ocurrió después?

Lo presumible. A pesar de ser el Papa que mayor impulso ha dado a acciones concretas a favor de la mujer, no ha tenido otra opción, ante el omnipresente sistema romano, que la de explicitar que la concesión del orden sacerdotal a la mujer no es posible: “Juan Pablo II fue claro al respecto, y cerró la puerta y yo no voy a volver atrás en esto. Fue un asunto tratado con seriedad y no un caprichoso” (Decl. Agencia Reuters, 20.06.2018). Tuvo que eludir la cuestión y abrazar lo menos comprometido: Dar marcha atrás. ¡Tremenda decepción! ¡Incomprensible en estos tiempos! ¡La Iglesia ahora está perdiendo también a la mujer!

Ahora me parece obligado hacerse esta pregunta: ¿por qué, al final, el Sínodo de la sinodalidad, que tantas energías ha consumido a lo largo de varios años, y que tan claramente se ha manifestado en relación a la posición de la mujer en la Iglesia, ha resultado, precisamente, una experiencia ‘fallida’ (Martínez Gordo, RD) a este respecto y que ‘defrauda’, al decir de J. Manuel Vidal, RD? ¿Hemos de dar por perdida la causa? ¿Hemos de conformarnos con recordar a las mujeres el verso de Dante a la entrada del infierno: ‘abandonad toda esperanza’? Personalmente, me resisto a resignarme y a ‘acostumbrarme’ a ciertas inmovilidades e inmutabilidades, olvidando que la propia Iglesia se hizo en movimiento y en cambio constante. No me resigno al silencio cómplice en una Iglesia en la que ella misma (sus lideres más significados) no cree que pueda cambiar “porque son como son, son como Dios los hizo, y eso, obviamente, eso es intocable, irrenunciable, incuestionable” (J. María Vigil, RD). No me acostumbro a la sumisión ni la obediencia absolutas, pues prefiero ejercer la libertad de los hijos de Dios.

Estamos ante una cuestión de gran calado si se quiere caminar con paso firme y seguro en la reforma indispensable de la Iglesia. Muchos fieles ya tomaron su decisión: abandonar. Eso sí, en silencio, sin hacer ruido. ¿Por qué no abordar un planteamiento más profundo y más radical, más fundamentado, que contemple todas las cuestiones teológicas subyacentes? ¿Por qué no se abre un debate serio en la Iglesia en torno a aspectos de su historia, de su modelo organizativo, de la revelación y del magisterio? ¿Por qué, muy en particular, no se abordan problemas de enorme trascendencia como el funesto ‘clericalismo’ imperante o ‘el desalojo del ejercicio y justificación del modelo de un poder unipersonal, absolutista y monárquico que sigue imperando’ (Martínez Gordo, RD) en todos los órdenes? ¿Por qué, en definitiva, no se arriesga en ‘la apuesta -clara y firme- en favor de una reorganización codecisiva, descentralizada y policéntrica en todo aquello que es opinable, que, por cierto, es mucho; bastante más de lo que se cree" (Ibidem)?

Es muy triste verificar cómo en la Iglesia se marginan realidades innegables: “El origen del cristianismo está lleno de movimientos sociales religiosos, influjos aleatorios, reacciones, corrientes ideológicas, aportaciones plurales, combinaciones, influencias contextuales…” (J. María Vigil, RD). Todo un ‘itinerario incesante de transformaciones históricas’ (Ibidem). ¿Por qué negar que el ejercicio histórico del magisterio haya podido estar al servicio o en función de una idea unificadora que apocaba la libertad de los hijos de Dios (pluralismo)? ¿Por qué negar una posible práctica magisterial, tan grata al sistema romano en vigor, a la que se aludía en la nota que circuló en el aula conciliar (Küng, Siete papas, 124) y que contenía este proverbio latino: ‘El Senado no se equivoca; y si se equivoca, no corrige su error, para que no se note que se ha equivocado’?

Llegado a este punto, me veo obligado a recordar la experiencia habida con Pablo VI en el tema del control de la natalidad (Enc. Humanae Vitae): “…lo que preocupaba al papa (cfr. Küng, Siete papas, 125) no es la píldora,… sino el prestigio del magisterio de la Iglesia (…) la infalibilidad del papa, la continuidad, la autoridad, la inerrancia, o sea, la inmunidad al error del magisterio papal, garantizada para determinados casos, según la doctrina romana, por el Espíritu Santo”. ¿Por qué Francisco no pudo encontrarse ante un dilema similar? ¿Cómo volver atrás? ¿Dónde quedaría el prestigio del magisterio de Juan Pablo II? Parece más que razonable arbitrar, ya es hora, una profundización en su sentido último, lo que es tanto como contemplar la oportunidad de su ejercicio concreto. No me parece admisible su uso para limitar desarrollos doctrinales que conllevan defensas ideológicas y no evangélicas.

Ambas situaciones (control de natalidad y posición de la mujer en la Iglesia) exigen, por un muy débil que sea el margen de coherencia de la autoridad primacial correspondiente, no tener la callada por respuesta sino, precisamente, ‘ofrecer una respuesta teológicamente convincente’ (Ibidem).

 

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