Jesús Martínez Gordo
(Teólogo)
Más allá de los diferenciados diagnósticos –casi siempre complementarios— que se pueden traer a colación sobre la actual situación pastoral, me interesa exponer, sobre todo, las estrategias pastorales activadas estos años para afrontar la situación descrita. Y, a la par, ir evaluando su idoneidad a partir de un proyecto de Iglesia que tenga futuro porque promueve comunidades que —a partir de restos o rescoldos parroquiales— quieren ser vivas y estables.
Adentrándome en este terreno, me encuentro con cuatro estrategias pastorales: la primera de ellas —la más generalizada durante muchos años e, incluso, en el presente— es la de que todo siga “como siempre” hasta que se autodisuelva por inanición, es decir, por falta de presbíteros o, lo que también empieza a ser bastante habitual, por ausencia de un número significativo de parroquianos. Y con tales carencias, por la falta de un proyecto diocesano que —debidamente liderado por el obispo y los presbíteros de turno y, por supuesto, dialogado y enriquecido con los bautizados y bautizadas— salga corresponsablemente al paso de las caídas en picado de parroquias a las que se está asistiendo, a veces, como las vacas ven pasar un tren… Es la estrategia que caracterizo como “entreguista”.
La segunda, es la que está llevando a una reorganización de las diócesis teniendo como buque insignia de dicha reorganización la creación y agrupación de parroquias en las llamadas “unidades pastorales”.
La tercera estrategia pastoral, frecuentemente articulada con las anteriores, es la que busca contar con los servicios de presbíteros o seminaristas —cuantos más, mejor— de fuera de la diócesis y, particularmente, extranjeros, más allá de que algunos de ellos puedan estar marcados por teologías, eclesiologías y espiritualidades, casi siempre, en las antípodas de la actualización conciliar promovida los últimos decenios o al margen de una mínima inculturación, empezando por un conocimiento básico del idioma. En esta estrategia pastoral —como en la anterior— los bautizados no ordenados ministerialmente cuentan poco o nada tanto en la fijación de las prioridades evangelizadoras como en el gobierno de la iglesia y de las parroquias, por muy sinodal y corresponsable que se autoproclame la diócesis en cuestión.
Y la cuarta —ceñida a la diócesis de Bilbao durante los dos últimos decenios del siglo XX— es la que ha estado centrada en promover, en un primer momento, los laicos con encomienda pastoral y profesionalizados para pasar, en fases posteriores, a crear las llamadas unidades pastorales y promover la figura del laico “referente pastoral”.
Pero, vayamos por partes
1.- La estrategia pastoral “entreguista”
Creo que el núcleo de la primera estrategia pastoral queda perfectamente recogido en los siguientes refranes que, aunque no se formulen explícitamente, se asumen, de hecho, como criterios de actuación:
· “El que venga por detrás, que arree”;
· “Dios proveerá”;
· “No hay bueyes para arar” y
· “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy”.
1.1.- “El que venga por detrás que arree”
Cuando se recurre al primero de los criterios, “el que venga por detrás que arree”, se está diciendo que, mientras no aparezca tal personaje, se siguen dando por buenas las decisiones de siempre y se preside la parroquia sin cambiar, por supuesto, el modelo de iglesia tradicional: clericalista y patriarcal.
Frecuentemente, se trata de una estrategia pastoral asumida —aunque, como he adelantado, no siempre formulada— por presbíteros que se han entregado con todo el corazón, con todas las fuerzas y durante años al trabajo pastoral, pero que, cuando se les ha planteado la cuestión del futuro de la parroquia o de las parroquias que presiden o —lo que también suele pasar— cuando ellos mismos se han formulado la pregunta por el futuro de tales parroquias —probablemente, ya cercanos a la jubilación o con una baja autoestima— han decidido dejar su futuro y reorganización en manos de quienes vengan detrás de ellos o de los superiores pastorales; en particular, de los obispos y sus respectivos consejos de gobierno.
Y lo han decidido sin contar con los mismos feligreses y, por supuesto, sin plantearles la posibilidad de iniciar una andadura que los conduzca a ser un rescoldo comunitario, una vez desaparezca el acompañamiento permanente de un presbítero, es decir, una vez que sea imposible seguir recibiendo el servicio prestado por él y por otros compañeros durante los últimos decenios. Este asunto —se dicen a sí mismos algunos de ellos— me llega tarde; soy mayor para estas cosas o, quizá, no estoy preparado ni me siento capaz.
Suele ser bastante habitual que la enormidad del trabajo realizado y el respeto ganado entre la feligresía por estos presbíteros dificulte la misma formulación de la pregunta por parte de los feligreses. Probablemente, porque hay miedo a dar la impresión de que se le quiera echar o a que piense que empieza a sobrar o por otros motivos y razones personales a los que la feligresía —y con ella, los responsables eclesiales— suelen ser particularmente sensibles.
Creo que no está de más plantearse —unos y otros— si este tipo de consideraciones —y la estrategia pastoral en que cuaja— son de recibo en unas diócesis y parroquias que pretendan seguir vivas y con futuro. Es una pregunta que se debe articular —sin colisionar— con el respeto y el agradecimiento debido a un presbítero —en particular, si es benemérito— con la determinación de no hipotecar el futuro de unas parroquias en las que, a pesar de estar en caída libre, hay un grupo de personas —pequeño o grande— que quieren que la comunidad a la que pertenecen cuente con un porvenir distinto del tristemente previsible y del habido mientras no faltaban sacerdotes ordenados.
En honor a la verdad también hay que decir que existen presbíteros que acogen con interés —cuando se les plantea— la cuestión del futuro de sus respectivas parroquias, una vez se jubilen y que, incluso, se la formulan ellos mismos y que, en consecuencia, la trasladan a las comunidades que acompañan. Pero también es cierto que son los menos. Tales excepciones no ocultan que la gran mayoría de ellos —que, con toda probabilidad, van a ser los últimos en presidir dichas parroquias— no se plantean la cuestión ni la trasladan a las personas que forman parte de la parroquia. Y, con ellos, los obispos que no están por la labor de mover algo; muy probablemente porque piensan que resulta demasiado trabajoso y desgasta en exceso.
El precio es bien conocido: la llegada, en el mejor de los casos, de un nuevo presbítero al que se le encomienda atender dicha parroquia, incorporada, o en proceso de incorporación, a un conjunto de otras parroquias vecinas. Y con su llegada, la evidencia, para presbítero y feligreses, de que el colectivo parroquial ya no puede estar atendido como lo hacía su predecesor.
No suele ser infrecuente que el nuevo cura —a quien, muy probablemente, se le ha asignado esta parroquia con otras más— solicite la ayuda de unas personas que, en el mejor de los casos, puedan presidir la celebración de la palabra dos o tres domingos al mes y repartir la eucaristía. Tampoco suele ser infrecuente que tales personas —no mentalizadas ni preparadas para tener responsabilidad alguna que vaya más allá de ayudar, pero no liderar o ser corresponsables, en la celebración litúrgica, en la catequesis o en la práctica de la caridad— se sientan incapaces, se retraigan y sigan dejando en manos del nuevo cura —previsiblemente sobrecargado de tareas, casi siempre, sacramentales y administrativas— el futuro de la parroquia a la que pertenecen.
1.2.- “Dios proveerá”
Pero, además de este refrán –“¡El que venga por detrás que arree!”— no es infrecuente escuchar, entre algunos de los más piadosos feligreses o, incluso, entre los mismos responsables eclesiales que “¡Dios proveerá!”.
Sin cuestionar, en general, la buena fe y voluntad de quien pueda recurrir a tal dicho bíblico, la realidad es que cuando, en estos y en otros asuntos, se recurre a la Providencia, se ignora, en el mejor de los casos, que Dios se abaja normalmente a lo que nosotros decidamos, vayamos haciendo o dejando de hacer, sin esperar al quien “venga por detrás”, es decir, a lo que decida el presbítero que suceda al actual; en el caso de que pueda sucederle.
E, igualmente, se ignora que no se puede echar sobre las espaldas de la Providencia —es decir, de Dios— nuestra indolencia, falta de coraje o —con una expresión muy querida por el Papa Francisco— nuestra carencia —sea parcial o total— de conversión pastoral. Hay recursos escriturísticos que, al ser empleados para tapar —como así sucede en este caso— alguna deficiencia personal o colectiva, no son de recibo.
Y más, si con ellas se pretenden justificar un proceso de degradación parroquial y de progresiva disolución de un posible resto comunitario por desidia o falta de coraje o, en lo que afecta a esta situación, para justificar una dejadez que suele contar con unas personas que, acostumbradas a obedecer, no son informadas— aunque sean conscientes— de lo que se avecina y a las que tampoco se las abre el camino —lo que es peor— para ser acompañadas e iniciarse a ser protagonistas de su propio futuro, es decir, a discernir seriamente si es posible ir dando pasos para ser un resto comunitario. Y si lo es, a empezar a darlos para llegar a ser, cuanto antes una comunidad viva y con futuro o, lo que es lo mismo, estable.
1.3.- “No hay bueyes para arar”
Tampoco faltan quienes, refugiándose en la debilidad y depauperación progresiva de las comunidades que presiden, justifican el “dejarse llevar” en el que están inmersos, apelando a que ya “no hay bueyes” para una posible renovación de la parroquia o de las parroquias que presiden ni, por tanto, de la iglesia diocesana, sea cual sea la propuesta que se proponga. Dejemos que las cosas funcionen como se ha venido haciendo hasta ahora y hasta cuando sea posible y luego… “Dios dirá”.
Es evidente que quienes justifican tal “estrategia entreguista” por este motivo son personas sumidas —en un porcentaje desmedidamente alto, y aunque se revista de “realismo”— en la desesperanza y el descorazonamiento y, por ello, incapaces para renovar las actuales parroquias, acompañando lo que en ellas pueda haber o quedar de resto o rescoldo comunitario.
Pero es muy posible que no sea solo por eso. También es posible que obedezca a una falta de liderazgo diocesano con alguna garantía de futuro o que el que exista no les inspire confianza alguna. Una buena parte del episcopado español no se caracteriza, precisamente, por su coraje pastoral.
Pero tampoco hay que descartar que se recurra a tal justificación “entreguista” por carecer del coraje evangélico —la llamada “parresía”— para liderar (en el caso de los obispos y presbíteros) o implicarse (en el caso de los laicos o laicas) en un proyecto con un mínimo de ambición pastoral y, por ello, con futuro.
Si ello sucediera, es muy probable, que se estaría haciendo verdad el dicho, atribuido a un obispo empeñado en poner a su diócesis en sintonía conciliar, finalizado el Vaticano II (1962-1965): “me sobran 200 curas y necesito 20”.
Sean estas u otras las razones de esta actitud y de la estrategia pastoral resultante, es indudable que el obispo o las personas interesadas en superarla —curas y laicos, además del obispo en cuestión— tendrían —como Jack Swigert, el astronauta del Apolo XIII— “un problema”: cómo afrontar este entreguismo sin descuidar, por ello, la necesidad —y, muy probablemente, la posibilidad, todavía real— de salir al paso de la caída en picado —cercana o lejana— de las actuales parroquias, tratando de salvar los rescoldos o restos que —a pesar de todo— puedan existir.
1.4.- “Virgencita, Virgencita que me quede como estoy”
Finalmente, no faltan quienes, además de conscientes de que ya “no hay bueyes” para renovar las actuales parroquias, hacen suya la petición que Juan de Arguijo pone en los “cuentos” (1617) en boca de D. Diego Tello a la Virgen sevillana de la Consolación: “Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy”, es decir, que se quede como está la realidad pastoral que se me ha encomendado o que, como mucho, su deterioro sea mínimo y, a poder ser, imperceptible.Con esta expresión me refiero a las personas que, conscientes de los tiempos que corren, parecen estar sosteniendo que basta con que la caída en picado de las parroquias no se acelere y, en el mejor de los casos, es más que suficiente si se logra ralentizar su desplome. No faltan presbíteros que, sin dejar de estar atrapados en el entreguismo que se recoge en esta oración de petición —convertida en dicho— llegan a formular y proponer, por ejemplo, planes teóricos de formación del laicado para cuando desaparezca la figura del presbítero del territorio o de la zona pastoral de la que son responsables. No deja de ser una iniciativa que —dilatoria, las más de las veces, por su formato meramente teórico y nada corresponsable— es inútil para hacer frente al futuro liquidacionista que aguarda a las parroquias en caída libre.
Es probable que ésta sea la respuesta de bastantes personas que han trabajado duramente por implementar una iglesia conciliar. Y que lo han realizado con la mejor voluntad y entrega del mundo. Pero es muy posible que lo hayan hecho en el marco de un modelo de iglesia marcadamente clericalista, es decir, en sintonía con un modelo de presbítero unipersonal y monárquico, promovido por la curia vaticana, sobre todo, a partir de la II Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos de 1971, cierto que dedicada a “la justicia en el mundo” pero también al “sacerdocio ministerial”.
Quizá, por ello, no hayan sido conscientes —en la más benévola de las interpretaciones— del modelo unipersonal, absolutista y monárquico del ministerio ordenado (y de Iglesia) que anidaba en tal involutiva recepción del Vaticano II. Ni tampoco de la vinculación existente entre sus traslados o jubilaciones pastorales y el final —a corto o medio plazo— de las parroquias acompañadas por ellos durante unos años
Pero, de nuevo, eso tampoco es todo. También es posible que nos topemos con presbíteros a los que se les han confiado parroquias que tienen escasa o nula vitalidad. Y que, vista la avanzada edad de muchos de sus miembros y su poca o nula energía, han decidido dejar tales parroquias a su suerte, aduciendo para ello la gran cantidad de tareas a las que tienen que atender.
Si algo de esto sucediera, hay que recordar no solo la nula pasión evangelizadora que preside el entreguismo de esta estrategia pastoral, sino, también, su cortedad y, en el extremo, ceguera al condenar a una muerte estúpida a los “restos” que pudieran existir: probablemente porque no solo se estaría liquidando un eventual modelo de iglesia tradicionalista —y, posiblemente, absolutista y monárquico—, sino también la misma Iglesia.
1.5.- Urge un nuevo modelo de presbítero y de obispo
Se recurra a una u otra de las expresiones recogidas en estas líneas, el resultado de las estrategias pastorales que intentan reflejar es el ya adelantado y bien conocido: las parroquias en crisis o en caída libre y los restos o rescoldos de cristianos que forman parte de ellas tienen los días contados para entrar en un proceso de liquidación y acabar siendo, por ello, un residuo. Lo desgraciadamente normal es que acaben disueltos —por la escasez de recursos presbiterales, es decir, a la fuerza— en un constructo pastoral que, numéricamente más grande, les resulta lejano, extraño y ajeno. Tales constructos pastorales suelen ser, normalmente, las llamadas unidades pastorales.
Si algo de esto sucediera en otro tipo de instituciones, organizaciones o en una empresa —he oído decir más de una vez— los responsables y consentidores de tal estrategia —o, mejor dicho, de esta irresponsable dejación, es decir, los obispos, los diferentes vicarios episcopales, los presbíteros e, incluso, los mismos laicos y laicas directamente concernidos— se habrían tenido que ir —en el mejor de los casos— al paro y, normalmente, no les habría quedado otra salida que buscarse la vida de una manera totalmente nueva.
Sin llegar a tales extremos, es evidente que los responsables eclesiales tienen que desmarcarse radicalmente de la estrategia entreguista que he intentado reseñar —tanto en los términos recordados o en otros parecidos— e iniciar —siguiendo el ejemplo itinerante, apostólico y evangelizador de San Pablo— un nuevo modo de ejercer su ministerio, sin esperar, para ello, a que se derrumbe todo o la mayor parte del entramado parroquial que ya se encuentra en caída libre.
Entiendo que la apuesta por los nuevos modelos de presbítero y obispo resultantes no es una propuesta que esté de más, al menos en las iglesias de la Europa occidental. Sin embargo, no es previsible que, al menos a corto y medio plazo, asistamos a la aparición de dicho —y necesario— nuevo modelo de presbítero y obispo apostando, concretamente, por los restos parroquiales o los rescoldos comunitarios allí donde todavía puedan existir. Sospecho que la gran mayoría de los presbíteros y obispos seguirán ocupados en gestionar y reorganizar en “unidades pastorales” la gran cantidad de parroquias en caída libre que todavía puedan existir. Y con tal gestión y reorganización, no tardaremos en asistir a la irrupción de un modelo de ministerio ordenado (presbítero y obispo) cada día más asimilable a lo que se entiende como un gestor inmobiliario que a un pastor con entrañas.
El adelanto de esta previsión —entiendo que lamentable— no invalida, para nada, la necesidad de abordar el asunto del nuevo modelo de ministerio ordenado —itinerante, apostólico y evangelizador— en otro capítulo, dedicado a algunas cuestiones teológicas que provoca el discernimiento en el que me he adentrado, presidido por la exposición de las diferentes estrategias pastorales para afrontar la crisis actual de las parroquias.
Guste o no, esta primera estrategia pastoral es “entreguista”, se recurra a algunas de las expresiones reseñadas o a otras semejantes. Y lo es porque son propias de unos tiempos que ya no volverán o porque, en su defecto, resultan de entender que, mientras haya un número mínimo de presbíteros —aunque su edad media ronde o esté por encima de los 70 años o extranjeros importados de otras diócesis que los necesitan tanto o más que nosotros— no hay que mover ficha ni anticiparse a la disolución o a la debacle que es razonablemente previsible, ya sea a corto o medio plazo.
P. S. Remito —a quienes puedan pensar que estas líneas sumen aún más en el descorazonamiento y la desesperanza— a lo ya adelantado al respecto en https://baf-fcb.blogspot.com/2024/10/ante-parroquias-en-caida-libre-la.html
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