Por Jesús Martínez Gordo (teólogo)
En la eucaristía Jesús se hace presente en dos realidades de nuestro mundo (el pan y el vino). Al hacerlo, anticipa -a quienes comen el pan y beben el vino- la Vida en plenitud (por el pan) a la que estamos convocados y la Alegría (por el vino) de la que esperamos disfrutar sin fin. Quienes comemos el pan de la Vida y bebemos el cáliz de la Alegría lo hacemos porque reconocemos la presencia sacramental del Nazareno en la eucaristía.
A diferencia de dicha presencia sacramental, la identificación de Jesús con los pobres es singular y única, por libre decisión suya. Y este es un punto capital que conviene tener siempre muy presente, en particular, cuando -como así sucede- nos encontramos con espiritualidades que buscan relacionarse y encontrarse con Jesús solo en el pan y en el vino eucarísticos y, para nada, en su “carne” que son los últimos o los crucificados de nuestros días.
Los cristianos -al menos, los católicos- no podemos olvidar la máxima clásica de que Dios no está atado única y exclusivamente a los sacramentos; que es libre para identificarse, como se constata en los evangelios, con los pobres. De este encuentro y de la relación personal con Dios en los “otros Cristos” que son los crucificados de todos los tiempos y de nuestros días hay un arsenal de testimonios a lo largo de toda la historia.
Es importante, entre otros testimonios, la leyenda de San Martín de Tours (316-397) que, precisamente por ser muy conocida, muestra no solo la identificación de Jesús con los pobres de carne y hueso, sino también la acogida de dicha identificación en las comunidades cristianas de su tiempo y en las de la posteridad: siendo soldado, se encontró, en pleno invierno, con un mendigo semidesnudo. No teniendo nada para darle, cogió la espada y cortó su capa por la mitad entregándole una de las partes. Esa noche se le presentó el Nazareno en sueños, vestido con la media capa que había entregado al indigente, diciéndole: “Martín, hoy me has cubierto con tu manto”.
Y también tenemos el consejo de San Vicente de Paul (1581-1660) a las Hijas de la caridad, invitándolas -en sintonía con lo mejor del Evangelio y de la tradición latina- a “dejar a Dios”, es decir, la oración e, incluso, la eucaristía, “por Dios”, esto es, por atenderle en los pobres.
En la Iglesia latina, sin negar la importancia de la liturgia, la eucaristía, los iconos y la oración en el silencio, éstas son relevantes si son acogidas y vividas como sacramentos que impulsan y mantienen en el abrazo con Él en los pobres y en la tarea de transformar las estructuras que provocan su dolor y escarnio.
He aquí, el corazón de la fiesta del “Corpus Christi”, más allá de otras devociones tales como, por ejemplo, la adoración al Santísimo o las horas santas, que no pueden despistarnos de que la eucaristía es alimento para que todos podamos tener una vida digna. Y, a la vez, bebida que alegra el corazón y mueve a la esperanza porque las hacemos posibles a las personas con las que vivimos y con las que nos encontramos en nuestro camino. Participar en la eucaristía no es compatible con absolutizar tradiciones espirituales que despisten del encuentro con Dios en la carne de los “otros Cristos” que son los pobres que piden a la entrada de la iglesia, los migrantes o los masacrados de nuestros días no solo en Palestina y en Ucrania, sino también en tantas guerras que, aunque no aparezcan en las pantallas de nuestras televisiones, siguen existiendo.
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