martes, 14 de febrero de 2023

Ciencia y fe

Precisamente el anterior post-conferencia en audio de José Ramón Jiménez, suscitó que Alfredo nos enviase este artículo con esta nota: “Estimado Antonio: He visto la última aportación de Leandro Sequeiros / José Ramón Jiménez. Es un tema que me interesa mucho y al que dedico un capítulo en un libro que estoy terminando: “El devenir de una ilusión”. Te envío ese capítulo por si quieres colgarlo en Atrio. Te lo agradeceré, pues me gustaría tener críticas al mismo, que ahí no faltarán. Un abrazo. Alfredo”. Pues ahí queda abierto el diálogo, hoy martes, día especial de reflexión aquí. (Y desde aquí le pido, que sea él quien indroduzca unos subtítulos con el esquema que ayuden a la lectura). AD

 


Fuente:    ATRIO

Por   Alfredo Fierro

14/02/2023

 

Desde el nacimiento de la ciencia moderna tema tópico en la agenda de debates entre filósofos y teólogos es el de “ciencia y religión”. Enunciado así el tema, resulta, sin embargo, demasiado general, cuando precisamente no cabe generalizar sobre una y otra. La cuestión habría de plantearse atendiendo a la variedad de las ciencias y de las religiones, la cristiana u otras, examinando cómo se relacionan o no entre sí. En el lado de las ciencias suele pensarse en las de la naturaleza: de la física y la biología a la astrofísica y la neurociencia; pero en la ecuación han de incluirse también las antroposociales: de la paleontología y la psicología evolucionista hasta la sociología y la historia.

Algunos teólogos hablan de ciencia y religión como de “dos disciplinas” distintas y complementarias. La denominación “disciplinas”, supuestamente común a ambas, es equívoca y, en consecuencia, engañosa. Lo son ambas en cuanto prácticas disciplinadas, en cuanto conjuntos ordenados de actividades; pero la religión no es una disciplina de conocimiento. Los teólogos hablan asimismo del necesario diálogo entre ciencia y religión. También esto es equívoco mientras no se especifique quiénes dialogan. Para ese, como para cualquier diálogo, hace falta antes de nada identificar bien a las partes dialogantes. Una cosa es el diálogo entre científicos y teólogos, tan recomendable como cualquier otro diálogo. Otra es el careo de los respectivos discursos; y entonces, de nuevo, hay que precisar de qué ciencias y de qué teologías se trata.

Ha habido científicos creyentes y no solo en tiempos de Newton. También los hay en la actualidad, aunque no muchos y con una religiosidad bastante heterodoxa, como la de Newton, poco pertinente para una fe específicamente cristiana. Su existencia muestra ciertamente que el cerebro humano es capaz no sólo de tolerar, sino de admitir al mismo tiempo distintos órdenes de ideas, pero no muestra que creencias religiosas y ciencias empíricas sean objetivamente compatibles.

De suyo, ninguna ciencia está contra la religión, no hay enfrentamiento con ella, pero sí se enfrenta a las creencias que contradicen evidencias científicas. Está en general contra los dogmas en tanto en que, al contrario de estos, la ciencia nunca está quieta, inmóvil, sino en continuo cambio. Ya en eso no puede haber sino colisión entre ciencias y doctrinas –no tanto actitudes o prácticas– religiosas. La colisión inicial y mayor, antes que de contenidos concretos, viene de la propia naturaleza de unas y otras. El método científico de acercamiento a la realidad —por observación, experimentación e hi­pótesis racional— es diametralmente opuesto al proceder doctrinal religioso, que sólo esgrime argumen­tos de autoridad o de tradición o ni siquiera argumentos, nada más sentimientos o barruntos. La ciencia empieza por cuestionar  e investigar; por eso, es cambiante, en permanente curso de rectificación, de corrección. Las creencias –presuntas “verdades”– religiosas, petrificadas, además, en inamovibles dogmas son, por el contrario, en extremo conservadoras, difícilmente corregibles. Lo propio de la ciencia es buscar, a veces fracasar, pero siempre revisar, corregir, matizar, algo que el creyente atado a una ortodoxia jamás hace, pues él ya lo ha encontrado todo desde el principio y no necesita buscar más ni revisar.

Ninguna religión ha tenido tan altas pretensiones cognoscitivas como el cristianismo. Ninguna ha mantenido como obligatorio tanto volumen de doctrina, de teología. Ese volumen se mantuvo rocoso, sin fisuras, a lo largo de la Edad Media. Hubo entonces un amistoso pacto de concordia o compromiso en virtud del cual las ciencias propiamente tales –poco desarrolladas, además, en el Medievo cristiano– y la soberana teología se repartían el conocimiento respectivamente de la naturaleza y de lo sobrenatural. Ahora bien, ese pacto se rompió con la ciencia moderna y lo que era firmeza dogmática del credo cristiano vino a ser su debilidad.

La disolución del saber medieval, y con ella la destrucción de las pretensiones cognoscitivas de la religión, son resultado de la ciencia moderna. A medida que esta exhibe con mejores pruebas la validez de sus métodos en el conocimiento tanto de la naturaleza, del cosmos, de la vida, cuanto del organismo humano, de la sociedad, las formas no científicas de representación del mundo y del ser humano quedan fuera del área del saber propiamen­te dicho y retroceden a posiciones tan inseguras como la del conocimiento vulgar y, peor aún, la de la ideología.

Tras el delicado equilibrio medieval entre credo y ciencias, con el conocimiento científico siempre en progresión desde el Renacimiento, la balanza acabó inclinándose pesadamente del lado de la razón y de las ciencia, quedando suspenso en el vacío el presunto saber teológico, en adelante discutido en su pretensión de constituir conocimiento acerca de supuestas realidades superiores.

A diferencia de la plataforma ideológica medieval, donde Dios encontraba su lugar aproximadamente a igual título que las cosas del mundo, la ciencia moderna prac­tica un ateísmo metodológico, en el que no hay necesidad de la hipótesis–Dios, no hay hueco para ella. El conocimien­to empírico no es piadoso.

Episodio emblemático del choque entre ciencia y cosmovisión cristiana fue el proceso romano contra Galileo en 1633. El heliocentrismo había sido sostenido ya un siglo antes, en 1543, por Copérnico, en una obra que él no quiso publicar en vida y que fue incluida por Roma en el Indice de libros prohibidos. También Kepler (1571–1630) lo había sostenido. Pero sólo con Galileo se produce el encontronazo de la ciencia con la enseñanza eclesiástica. Quizá no sucede así por casualidad o solo por hallarse él más cercano a Roma. Principalmente con Galileo, aunque no solo con él, el método científico se hace práctica habitual del investigador de la naturaleza; se adquiere clara conciencia del proceder de la ciencia en su doble componente de observación empírica y de formalización cuantificada y exacta. Del conocimiento por aproximación, y solo cualitativo, se pasa a una ciencia con matemática precisión. Mediante las matemáticas se intenta racionalizar la observación de la naturaleza. Seguramente esto también, y no solo, o no tanto, el heliocentrismo, alcanza y hiere en la raíz a la creencia religiosa –prorrumpida a bulto, expresada vagamente– sobre lo no observable.

El heliocentrismo no parecía contradecir de plano ningún dogma; contradecía simplemente a la concepción tradicional del universo. Pero en verdad –y quienes lo condenaron se lo olieron– desmontar el geocentrismo era el modo más peligroso de amenazar el antropocentrismo, el lugar central excepcional de la humanidad en los planes creadores y salvadores de Dios.

Descartado el geocentrismo, el cosmos no gira en torno a la humanidad, puesto que no gira el Sol en torno a la Tierra, así como tampoco las estrellas, las galaxias. Ahora bien, desde el momento en que nuestro planeta no constituye el centro del universo, ¿cómo pensar que Dios haya escogido precisamente este astro insignificante para llevar a cabo, primero, la creación del hombre, luego una historia salvífica y, en colmo, en plenitud de los tiempos, la encarnación de su Hijo unigénito? Toda la historia bíblica con su cadena de mitos se tambalea improbable y la cristología del Nuevo Testamento aparece propia de una cosmología arcaica y provinciana, sólo galáctica en las dimensiones de lo que ignora. El mito de Cristo Jesús se hace inverosímil en un planeta y un sistema solar que, cuanto mejor se va conociendo el universo, pasa a la periferia de un cosmos en expansión y sin centro. ¿Cómo creer que un Cristo cósmico o un Verbo–Hijo de Dios haya venido a encarnarse en una raza humana residente en el suburbio de un planeta de un sistema solar en un rincón de las galaxias?

Quizá ni siquiera Galileo fue del todo consciente de las graves consecuencias del heliocentrismo para el credo cristológico: no tuvo conciencia de las contradicciones entre sus creencias todavía cristianas y su ciencia o, mucho menos, el futuro de la ciencia que él impulsaba. Puede, en cambio, que de ello fueran más conscientes los jueces romanos que le condenaron, entre ellos, el muy prestigioso Roberto Belarmino, luego canonizado, ya anciano en 1633, pero con la cabeza despejada para comprender mejor lo que se hallaba en juego.

Desde Copérnico y Galileo, los humanos sabemos que no ocupamos el centro del sistema solar, ni mucho menos del universo. La Tierra es un planeta entre otros del sistema en torno a una estrella entre muchísimas otras. La investigación del cosmos, además, no se ha quedado en eso, que hoy conoce cualquier ciudadano. Tampoco el Sol o la Vía Láctea es centro.  La humanidad queda desplazada, arrinconada en los espacios infinitos. Con ello también queda descolocado el gran relato bíblico de una historia de salvación con el ser humano en el glorioso rango de privilegiado objeto de la atención de Dios.

Resulta difícil imaginar a un Cristo, hijo del Dios único, viniendo ex profeso a un planeta de una estrella menor en la periferia de una galaxia con millones de estrellas entre millones de galaxias. Se hace increíble un Cristo centro del cosmos. La eliminación del geocentrismo lo es a la vez del cristocentrismo. El cielo estrellado testimonia la bien exigua presencia humana en un cosmos que hace inverosímil cualquier providencia divina, que se ocupe lo más mínimo de lo que aquí suceda.

La historia de las hostiles relaciones entre las ciencias y las creencias cristianas no concluye en el proceso a Galileo. Desde luego, la astrofísica newtoniana no llega a afectar a fondo a las creencias. El propio Newton (1642–1727), fue no solo teísta, sino incluso teólogo a su modo –heterodoxo, por negar la Trinidad–; escribió de teología casi tanto como de física e incluyó la mano rectora o correctora de Dios en alguna de sus hipótesis de astronomía, una inclusión innecesaria para Laplace  (1749–1827) en su Tratado de mecánica celeste.

Un siglo después de Newton había cambiado del todo el panorama. Es conocida la anécdota de Laplace en conversación con Napoleón. Cuando el Bonaparte le comenta: “Me dicen que habéis escrito un grueso libro sobre el sistema del universo y que nunca mencionáis siquiera a su Creador”, Laplace responde: “Señor, yo no tengo necesidad de esa hipótesis”. Se abandona la hipótesis–Dios cuando se sabe, con conocimiento de ciencia, que todo ocurre en el universo como si Dios no existiera. Se deja de tener necesidad de un Creador para dar razón del origen y de las leyes del cosmos.

Las ciencias de la naturaleza descartan cualquier entidad sobrenatural: la de los milagros, la de una resurrección corporal o la de una creación* divina del universo. Desde Lyell (1797–1875) se sabe que nuestro planeta no ha sido siempre así: que se ha formado, transformado. Desde Darwin (1809–1882)  rige la concepción evolucionista de los seres vivos, que alcanza, según la paleoantropología, al propio Homo, que ha dejado de ser un animal de excepción al margen de las leyes biológicas. La astrofísica señala un Big Bang en los inicios del cosmos y luego una evolución expansiva de miles de millones de años hasta el momento actual.  Eso pone cabeza abajo no solo la tradicional visión estática de la naturaleza, sino cualquier idea y discusión acerca de Dios y de la religión. Buena parte de los Diálogos sobre la religión natural de David Hume, tan ilustrativos de planteamientos filosóficos a mediados del siglo XVIII, llenos de agudeza en las diferentes posiciones allí sostenidas por los dialogantes bajo el supuesto de un universo estático, carecerá de sentido en poco más de un siglo. Lo que se sabe por ciencia, y a ciencia cierta, de la cosmogénesis, muestra que en el universo todo ocurre como si no hubiera un Dios personal, innecesario, desde luego, para entender la realidad cósmica y la humana.

Desde Laplace y Darwin, si hay un Dios es un “Dios ocioso”, que no actúa en el mundo. A esa divinidad, desde luego, nada puede refutarla, mientras que a cualquier otra que no sea ociosa, tiende a refutarla por un lado la ciencia y por otro el horror del Mal.

Para científicos que han especulado acerca de Dios este es una gran equis sobre la última barrera de los conocimientos. A medida que la ciencia avanza la barrera retrocede. De la barrera acá todo se explica sin él; de la barrera allá ni con él ni sin él se explica. Dios está de más (idea de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, capítulo 8).

En el enfoque evolucionista universal hay engranaje y continuidad de lo cósmico a lo planetario, de lo físico a lo biológico y de esto a lo antropológico. En todos sus momentos y modalidades la evolución, tanto del cosmos y de la vida como del Homo, se compadece mal con la creencia en un Dios creador o simple relojero y encargado del buen funcionamiento del universo.

En otra línea investigadora, la que desde la anatomía renacentista ha progresado hasta la moderna neurociencia, se ha ido disipando paulatinamente el alma como entidad presuntamente diferente del cuerpo.  La neurociencia ve el “espíritu”, la mente, la conciencia, como una propiedad y función de un organismo, de un cerebro de alta complejidad. Con la disipación del alma o del espíritu se evapora asimismo la creencia en lo sobrenatural y lo sagrado.

Ciencias, en fin, las hay también antroposociales. Desde ellas, en particular desde la sociología, se han propuesto teorías sobre la naturaleza y origen de la religión. Algunos de los mayores y más influyentes estudiosos de comienzos del siglo XX[1] han consagrado a eso alguna obra relevante. Lo que de sus indagaciones se desprende no son tanto certidumbres contrarias a las creencias religiosas, cuanto señalamiento de los factores humanos, harto humanos, de donde emanan los conglomerados llamados religiones. Son estudios no infalibles, obviamente, y susceptibles de crítica, pero que, desde luego, desmontan no pocas pretensiones del credo cristiano, en especial su presunto origen en una revelación sobrenatural.

No hace falta asignarle a la ciencia el monopolio de la racionalidad –que no lo tiene– para la siguiente doble constatación: 1) Las ciencias de la naturaleza cuestionan importantes contenidos de la creencia religiosa en Dios o dioses, en la creación del mundo, en lo sobrenatural. 2) Las antroposociales cuestionan la religión misma como hecho antropológico singular; la rebajan al nivel de un hecho humano entre otros.

Ante el acoso de la ciencia, desde el lado religioso ha habido dos reacciones por otra parte compatibles entre sí: una es retirarle a la fe cualquier valor de conocimiento, hacerla consistir en sentimiento; la otra es intentar argumentar que la ciencia no llega a refutar la existencia del Dios creador.



[1] William James, Las variedades de la experiencia religiosa (1902); Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) y otros estudios de sociología de religiones como confucianismo y taoísmo; Émile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa (1912); Sigmund Freud, desde Totem y tabú (1913) hasta El porvenir de una ilusión (1927) y Moisés y la religión monoteísta (ensayos de 1934 a 1938).

 

 

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