Fuente: Cristianisme i Justicia
Por Juan David Tibaduiza Gallegos
23/10/2025
En el próximo mes de diciembre se cumplirán 514 años del sermón del dominico fray Antón de Montesino. Fue una voz profética en un desierto que clamaba contra la «tiránica injusticia» a la que eran sometidos los indígenas de La Española en las encomiendas[1]. Pronto, su sermón se hizo eco en toda la isla. Pero el domingo siguiente fue mucho más radical: criticaba las leyes que permitían la esclavitud y la servidumbre, afirmaba la primacía de la ley natural sobre las leyes particulares y negaba cualquier diferencia racial ante los ojos de Dios que sustentara el sometimiento. Muchos encomenderos se enrabiaron ante semejante osadía y optaron por pedir al mismísimo Fernando el Católico la expulsión de los dominicos. Fue un asunto que llevó a Montesinos ante el rey, derivando en la formulación de las Leyes de Indias, consideradas por algunos como la antesala de los Derechos Humanos.
Fray Bartolomé de las Casas era, en ese entonces, un encomendero más, con su propio repartimiento indígena en La Concepción, y servía de adoctrinero en la isla. Eso pudo ser motivo para que evitara mojarse en la controversia que desató el sermón y se le llegase a negar la absolución. Sin embargo, no cabe duda de que algo en él se había movido. Él era bien consciente de la situación de los indígenas en la isla. Los conocía bien. Se dice que en su evangelización hablaba con ellos, señalando los puntos comunes que encontraba entre su religión y la cristiana. Hoy se diría que había empatizado con ellos al punto de generar un vínculo. Grave cosa. La generación de empatía y vínculos no es otra cosa que la sensibilización por la situación del otro.
Quienes nos consideramos más empiristas que racionalistas en el ámbito ético, creemos que, en efecto, es en el plano del sentimiento en el que se mueve la moral de la persona. En el caso de De las Casas, el haber tocado la realidad indígena le había hecho entender que no eran simples bípedos sin plumas con pulgar oponible. Eran humanos. En definitiva, su círculo de empatía se había expandido. Los indígenas no eran simples salvajes, impúdicos, caníbales, que ofrecían a los niños en sacrificio a los dioses. Eran tan humanos como él. Entre otras cosas, porque no hay ninguna evidencia que diga que entre los taínos —los indígenas que habitaban La Española— tuvieran entre sus rituales ese tipo de atrocidades (cabe anotar que esta diversidad ritual entre los muy diversos pueblos originarios de América sigue siendo pasada por alto o ignorada por los actuales paladines del revisionismo histórico).
Es menester aclarar que ya en 1537, el papa Pablo III había escrito la bula Sublimis Deus en la que declaraba:
el enemigo del género humano que siempre se opone a las buenas obras para que perezcan, inventó un método hasta ahora inaudito para impedir que la Palabra de Dios fuera predicada a las gentes a fin de que se salven y excitó a algunos de sus satélites, que deseando saciar su codicia, se atreven a afirmar que los Indios occidentales y meridionales y otras gentes que en estos tiempos han llegado a nuestro conocimientos —con el pretexto de que ignoran la fe católica— deben ser dirigidos a nuestra obediencia como si fueran animales y los reducen a servidumbre urgiéndolos con tantas aflicciones como las que usan con las bestias […] los mismos indios que como verdaderos hombres que son, no sólo son capaces de recibir la fe cristiana, sino que según se nos ha informado corren con prontitud hacia la misma.
El Papa ya había zanjado el debate acerca de si los indígenas eran humanos o no. Tenían alma y, diríamos hoy, una dignidad equiparable a la de cualquier ser humano independientemente de su procedencia. Fray Bartolomé lo único que hizo fue darle un desarrollo justo a lo que el pontífice ya había resuelto.
Es claro que hoy en día el mal llamado revisionismo historiográfico de moda (con su marcada tendencia ideológica) ha venido a crear una leyenda negra del fraile. Quienes nos atrevemos a decir que Fray Bartolomé fue, en cierta medida, uno de los grandes precursores de una modernidad expansiva y universal que dio como resultado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no somos más que unos cómplices de la leyenda negra contra España. No puedo yo afirmar que muchas de las estadísticas y datos que aportaba el fraile fueran verídicas. Hay argumentos contundentes que los contradicen. Sin embargo, no por eso hay que despreciar y mucho menos negar la situación indigna y cruel a la que se sometió a muchos pueblos indígenas en las Américas. Si se formularon leyes y controversias en la época colonial que salieron en su defensa, no sería porque estaban viviendo en un proceso de asimilación de la cultura hispana pacífico y de color de rosa, como dice la canción del TikTok. Fue porque hubo muchos que levantaron la voz contra las injusticias y atrocidades que se estaban cometiendo. Y, por ello, tampoco puede negarse la aportación de Fray Bartolomé al progreso moral de la humanidad.
No quisiera yo igualarme aquí a estos dominicos valientes y honorables. No les debo llegar ni a la suela de los zapatos. Sin embargo, sí que quiero manifestar mi indignación, porque siglos después, hacen falta voces proféticas que griten ante la injusticia (sin ser nada de eso yo). Me explico: el pasado 28 de septiembre, Alberto Núñez Feijóo lanzó, junto con su partido, la «Declaración de la Región de Murcia». Con ese título prometía darnos un hito político en la historia de España. En efecto, lo ha hecho: la mercantilización absoluta de la vida del migrante hecha política oficial de un partido; el afirmar a modo de propuesta política el que haya personas de segunda categoría residiendo en España, categoría que depende su productividad.
El discurso de Feijóo empieza hablando de un supuesto equilibrio, de una supuesta moderación: su propuesta migratoria no está en el extremo de Vox, pero tampoco en el del PSOE. Es un justo medio. ¡Ay de Aristóteles si levantara la cabeza! Si supieran estos iluminados que «justo medio» no quiere decir buscar siempre la equidistancia, sino buscar lo que es justo, es decir, lo que es digno de los hombres (y mujeres, claro). ¿En qué consiste la propuesta? Muy sencillo: bajo el título «contribuir tiene que ser condición para permanecer», el PP asume como propia la lógica que condiciona la dignidad de una persona a su productividad. Su derecho a la migración queda condicionado por su capacidad de dinamizar la economía. De algún modo se puede decir que su valor ante la sociedad española ya no radica en su misma condición humana sino en su justa adecuación al mercado. Vidas mercantilizadas, absorbidas por esas lógicas que debilitan la noción misma de la persona.
Según recoge El País, la artífice de este nuevo plan migratorio, Alma Ezcurra, ha declarado: «Formación, experiencia, idioma, edad, capacidad de cubrir ocupaciones en escasez y los vínculos previos con el país» son los condicionantes para determinar la «idoneidad» de un migrante para enraizarse en España. Además, Feijóo anunció una suerte de sistema de puntos por los que los migrantes podrán asegurar su estadía en España. ¿Cómo será eso? ¿Será como el carné de conducir? ¿Cómo una oposición? ¿Por cada visita a la oficina de empleo, medio punto? No lo sé.
Lo cierto es que en todo esto se nota un desconocimiento y, lo que es peor, una indolencia hacia la situación de los migrantes en España. Aquí vuelvo a la primera persona: yo mismo he vivido la migración en mis carnes. Desarraigarse es muy difícil. Es perder de vista a quienes más te han amado y a quienes amas. Es salir de toda tu red de cuidados para entrar a buscar una nueva. Es sentir, con cada año que pasas, que ya no eres de aquí ni de allá (como dice la canción de Facundo Cabral). Es ver que, al buscar un piso (la mayoría de las veces una habitación, en realidad), te cierren las puertas al escuchar tu acento: «el propietario no alquila a extranjeros, lo siento» se vuelve una frase común de los agentes inmobiliarios.
¿No conoce el señor Feijóo la dificultad que tiene que pasar cualquier migrante para conseguir un empleo digno? ¿No saben sus copartidarios de esos verdaderos mafiosos que se aprovechan de la situación irregular y de la necesidad de muchos para llevar a los migrantes a trabajar en jornadas ilegales en el campo? ¿Conoce la señora Ezcurra la situación de cientos de jóvenes (llamados despectivamente MENAs) que, tras cumplir la mayoría de edad, se encuentran en la calle sin saber a dónde ir, sin nadie que lo oriente? ¿Ha acudido algún barón del PP a alguna oficina de Cáritas a escuchar las terribles historias de menores nadando por horas en el estrecho de Gibraltar huyendo de una situación inconsolable? A lo mejor le hace falta más superficie de contacto con nosotros, los migrantes, para empatizar más con nuestra situación. Me ofrezco voluntario para entablar ese vínculo.
No puedo negar que yo he tenido mucha suerte. La nacionalidad y la convalidación de mi título universitario salieron rápido. He conseguido un trabajo estupendo y he seguido formándome. He dado con una comunidad maravillosa, llena de gente con una bondad increíble que han logrado acogerme como si hubiera nacido aquí. Una bondad y una solidaridad que, por demás, está inscrita en el verdadero carácter español, pese a que ahora un grupo extremista haya optado por sembrar en la población la semilla del miedo que conduce al odio y al desprecio del diferente.
En todo caso, mi suerte no es la de la mayoría de los que vienen. Incluso yo, con toda esta avalancha de bendiciones, muchas veces me siento en el lugar de tener que demostrar que estoy a la altura de un lugareño. He tenido que escuchar cómo se refieren a los «panchitos» como si fuéramos lerdos, lentos, poco avisados, macarras: «ya sabes cómo son los de p’allá».
He aquí otro punto dentro de la «equidistante» propuesta del PP: quienes tengamos más vínculos culturales con España estaremos mejor posicionados en su sistema de puntos. ¿No es esto algo como una estratificación del valor del migrante? Al parecer, los latinos estaríamos un puesto por arriba de los magrebíes, senegaleses, etc. A lo mejor por eso he tenido más «suerte». ¿Es esto digno de un ser humano?
Es muy grave que un partido mayoritario llegue a condicionar el valor de la persona a su capacidad productiva. La persona así sometida se encontrará, pues, con un trabajo que le aliena y no le dignifica. Y esto es así, porque su dignidad ha sido alineada con su productividad.
Bástenos recordar la declaración Dignitas Infinita que publicó Doctrina de la Fe en 2024: «Una dignidad infinita, que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana, más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre» (1). La Iglesia ya se ha dado cuenta del problema que nos aqueja en este mundo dominado por la mercancía y el capital: la dignidad humana está en riesgo. La fuerza laboral de la persona parece ser su único sustento. La persona se ha perdido.
Me resulta más doloroso aún que esta «Declaración de Murcia» saliera justo el domingo en el que la liturgia de la Iglesia nos proponía la parábola de Lázaro y el rico epulón como evangelio del día. Vale la pena que hagamos una reflexión quienes nos consideramos cristianos: ¿quién es Lázaro hoy? ¿Y quién es el rico epulón que desde su comodidad y bienestar no hace sino tirarle migajas al pobre Lázaro?
Quiero cerrar este artículo con las palabras del mismo Montesinos en su sermón, que hoy cobran un valor especial:
¿Éstos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos?
[Imagen de Caballero1967, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons]
[1] La encomienda fue una institución implementada por los conquistadores españoles durante la colonización en América. Consistía en la entrega de un grupo de indígenas a un español, el encomendero, para que este los protegiera, educara y evangelizara a cambio de trabajo.

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