· La propiedad de ser la opción no marcada de un fenómeno gramatical no se decide a priori: es decir, no nos sentamos los hablantes un día y decidimos en asamblea que el presente o el masculino iban a ser las formas no marcadas. Al contrario, se hace a posteriori a la luz de lo que los hablantes hacen
Fuente: El Diario
30 de julio de 2021
El lenguaje inclusivo es uno de los temas lingüísticos que más interés suscitan en la sociedad desde hace algunos años. Ya sea a cuenta de alguna declaración política o la polémica de turno en redes sociales, no hay mes sin que el lenguaje inclusivo (desdoblamientos, género en -e, etc.) esté en el candelero. Aquí van un puñado de claves seguramente parciales y que están lejos de ser exhaustivas pero que quizá puedan ayudar a matizar algunas de las cuestiones puramente lingüísticas que surgen cuando se habla del fenómeno.
''El masculino es el género neutro en español''
No exactamente. El español tiene dos géneros gramaticales: el masculino (el botón) y el femenino (la grúa). No existe un género neutro como tal en oposición al femenino y al masculino, como sí existe en alemán o en latín. Esa función ''por defecto'' que vemos desempeñar al masculino para referirnos a grupos mixtos (los españoles) no es un género neutro, sino que es lo que en Lingüística se llama ''no marcado'' y que no solo afecta el género gramatical. El ser el no marcado es la capacidad de, dadas varias alternativas gramaticales en oposición, poder aparecer en el lugar de las demás sin que nos chirríe. Por ejemplo, en los tiempos verbales, el presente es la opción no marcada respecto al futuro y al pasado. Podemos decir ''La Revolución Francesa estalla en 1789'', una oración en la que el verbo está en presente, aun cuando se hace referencia a un acontecimiento pasado.
La propiedad de ser la opción no marcada de un fenómeno gramatical no se decide a priori: es decir, no nos sentamos los hablantes un día y decidimos en asamblea que el presente o el masculino iban a ser las formas no marcadas. Al contrario, la noción de que una cierta forma (el presente en el caso de los verbos, el masculino en el caso de la flexión gramatical) desempeña la función no marcada es una descripción lingüística que se hace a posteriori a la luz de lo que los hablantes hacen. El no marcado será aquella forma que, en comparación con sus hermanas, aparece más, en más contextos y tiende a ser morfológicamente más corta. El meollo no reside en lo que los hablantes creen que dicen, sino en observar lo que realmente dicen.
Y a la luz de lo que los hablantes dicen mayoritariamente, el masculino es el género no marcado en castellano. Por eso es la forma en masculino la que nos encontramos cuando se establecen concordancias entre sustantivos de género distinto (''Las manzanas y los albaricoques estaban podridos''), como forma por defecto para referirnos al colectivo (''He hablado con los vecinos'') o cuando el género es indeterminado (''El que avisa no es traidor''). Todo esto son las funciones propias del género no marcado (que en nuestro caso, resulta ser el masculino).
Sí, existen los desdoblamientos de género (todos y todas): son muletillas habituales en el lenguaje político y forman parte de la retórica del discurso público. Pero se pueden entender sin problema como elementos de cortesía, como parte de la jerga política o como guiños que dan a entender que un determinado orador es uno de los nuestros (como lo puede ser alzar el puño). Nada fuera de lo esperable en las liturgias del lenguaje público y, desde luego, nada que desestabilice la lengua o por lo que haya que preocuparse.
''El masculino genérico invisibiliza a las mujeres''
Es difícil contestar a esto. El masculino es el género no marcado en castellano, pero podría haberlo sido el femenino. Existen, de hecho, lenguas con distinción gramatical entre masculino y femenino que tienen el femenino como género no marcado. Eso sí, son escasísimas. Aun así, no parece que las comunidades cuyas lenguas tengan el femenino como no marcado sean necesariamente matriarcales o más igualitarias. Establecer una relación inequívoca entre que el masculino sea el género no marcado y el machismo estructural es tentador, pero resbaladizo. Podemos tener la convicción íntima de que es demasiada casualidad que justo el masculino sea el género no marcado cuando vivimos en un mundo que toma al varón como ser humano por defecto. La duda es razonable, pero que algo nos cuadre no quiere decir que se corresponda con la realidad, o que podamos respaldarlo. Al fin y al cabo, no pensaríamos que alguien que usa el presente histórico en ''La Revolución Francesa estalla en 1789'' lo hace porque en su cabeza lo está viviendo como si ocurriera ahora o que eso indica nuestra aproximación presentista hacia el pasado. Intentar atribuir a la gramática la capacidad inequívoca y directa para determinar nuestra concepción de la realidad es un tema espinoso del que es difícil salir indemne. Necesitamos evidencia más allá del ''a-mí-me-lo-parece-pues-a-mí-no'', pero en lo que al género gramatical respecta, los resultados experimentales han sido contradictorios.
''El masculino por defecto es machista porque su origen lo es / El masculino por defecto no es machista porque su origen no lo es''
En ocasiones se quiere eximir al masculino genérico de la sombra de duda machista que se cierne sobre él arguyendo un supuesto origen no patriarcal que se remontaría al protoindoeuropeo, la lengua que se estima que debió de existir en Europa hace 5.000 años y de la que derivarían lenguas como el latín, el griego o el sánscrito (es decir, el protoindoeuropeo sería la lengua abuela del castellano). Quienes sostienen este argumento defienden que la oposición gramatical masculino/femenino surgió entonces y no tuvo un origen invisibilizador ni machista. El problema de este argumento es que, por un lado, estaríamos fiando el supuesto (no) machismo de las lenguas actuales a cómo funcionaba la morfología en una lengua de hace 5.000 años que nunca ha sido atestiguada documentalmente (lo que conocemos del protoindoeuropeo son reconstrucciones postuladas a través de la comparación entre sus lenguas hijas).
Pero, sobre todo, el problema de este argumento es que las hipotéticas motivaciones o circunstancias que rodearon el surgimiento de la oposición gramatical masculino/femenino son irrelevantes a la hora de determinar si el uso del masculino genérico tiene hoy un efecto invisibilizador. Y es que he ahí el que probablemente sea el quid de la cuestión: los elementos lingüísticos no tienen un valor inherente y absoluto, sino que, como el dinero o el prestigio, su valor es relativo al significado que le atribuya la comunidad de hablantes. No podemos coger el morfema de género, ponerlo al microscopio y determinar con rotundidad si el morfema contiene trazas de patriarcado o no. Las palabras no significan según el significado primigenio que tenían en origen, sino según el significado que le atribuye el conjunto de hablantes de una comunidad en un momento dado. Es irrelevante si el masculino por defecto nació hace 5.000 años como un elemento patriarcal o no: si los hablantes de hoy entienden el masculino como excluyente (es decir, los hablantes dejan de percibir que el masculino engloba a todo el mundo), entonces será invisibilizador, al margen del significado o intención que tuviera en origen. El argumento de que el significado auténtico de las palabras es el que tenían en origen y que los usos posteriores son degeneraciones apócrifas es falaz. Para saber si cierto rasgo gramatical tiene un valor invisibilizador no hay que buscar en su origen, sino en las cabezas de los hablantes.
''¿Médicos y enfermeras? ¿Médicos y enfermeros? ¿Médicas y enfermeras?''
De acuerdo, el masculino es el género no marcado en castellano. ¿Entonces por qué se usa el femenino para referirse a colectivos mayoritariamente femeninos? Tan ''no marcado'' no será el masculino cuando se oye abrumadoramente hablar de ''las enfermeras'' o ''las amas de casa''. Es cierto: es posible que en estos casos el femenino se explique porque en nuestra cabeza se nos esté cruzando la idea prototípica que tenemos de quién suele ser la persona que trabaja en enfermería o en las tareas domésticas (mujeres), y eso nos lleve a utilizarlos en femenino. ¿Por qué estamos tan seguros entonces de que el masculino genérico se explica estrictamente por mecanismos gramaticales, mientras que los femeninos genéricos hay que achacarlos al prototipo semántico que tenemos de ciertas categorías? ¿Acaso esto no abre la puerta a explicar que masculinos genéricos como ''los políticos'', ''los corruptos'' o ''los ciudadanos'' en realidad podrían responder no a que el masculino sea el no marcado, sino que a que la idea prototípica que tenemos de estas categorías son hombres? Esta es una duda razonable (para la que servidora no tiene respuesta). La idea de que el masculino es el no marcado sigue siendo válida, en tanto en cuanto es el que usamos para establecer concordancias entre géneros distintos (''Pepe y María viven juntos''). Pero en estos casos la cuestión es espinosa.
En este sentido, los hablantes se encuentran ante una encrucijada gramatical fascinante cuando hablan de ''médic_s y enfermer_s'': (1) decir ''médicos y enfermeras'', entendiendo que ese femenino genérico surge de nuestra idea prototípica de quién trabaja en enfermería (¿pero acaso no es abrumadoramente femenina también la medicina?), (2) preferir ''médicos y enfermeros'', usando el masculino como no marcado para todos (aunque, a vista de pájaro, los hablantes parecen no estar tirando por esta opción, así que tan no marcado no será el masculino) o (3) tirar por ''médicas y enfermeras'' (tirando de femenino genérico y admitiendo que aunque la idea prototípica que tenemos en la cabeza de médicos es más bien la del señor doctor, lo cierto es que la medicina es una rama abrumadoramente femenina y el prototipo se nos ha quedado desfasado).
Los hablantes alternan en estos casos entre distintas opciones, lo que parece indicar que como comunidad de hablantes no hemos encontrado una solución satisfactoria y estable para este embrollo.
''Todes''
Por si fuera poco, en los últimos años ha ido cobrando fuerza la terminación -e, un neomorfema que se ha venido utilizando por un lado como posible genérico que evita la marca de femenino o masculino (todes) o como morfema para aquellas personas que no se identifican como hombre o mujer (guape). Hace poco vimos a la ministra Irene Montero usarlo en un acto de partido. La RAE ha rechazado tajantemente el reconocimiento del género en -e, que considera ''ajeno'' al español, a pesar de que no es difícil verlo usado en determinadas situaciones comunicativas y en algunos colectivos.
Es cierto que el morfema en -e tiene un uso restringido y que para la mayoría de hablantes es desconocido o novedoso. Pero si la labor de las gramáticas es dar cuenta del español que se usa, ''todes'' no dejar de ser un uso más, por muy de nicho o incipiente que sea. Si hay una parte de hablantes que lo usa o lo reconoce, entonces ajeno al español no es.
Lo interesante del ''todes'' radica en que no solo se está proponiendo un morfema novedoso, sino que introduce un nuevo valor en oposición al masculino y femenino. Es decir, la morfología del castellano distingue masculino y femenino, y esta distinción es encarnada por diversos pares de morfemas (-o/-a, or/riz, -és/esa, etc.). La propuesta del género en -e no solo propone un nuevo morfema, sino que introduce todo un valor morfológico nuevo que sí tendría un valor neutro en oposición al masculino y femenino. No es moco de pavo. Está por ver cuál es la deriva de este género en -e, que por ahora es minoritario y vive al margen de la morfología mainstream. Podríamos pensar que los hablantes no podemos sacarnos de la chistera un nuevo valor morfológico en oposición a los que ya existen, acuñar un morfema nuevo y aspirar a que se asiente y arraigue. Esos procesos pueden ser exitosos en lo que atañe al vocabulario, pero la creación de morfemas suele ir por otros derroteros, habitualmente más lentos y que funcionan al margen de la voluntad consciente del hablante. No parece muy realista pensar que podemos inventarnos a voluntad un tiempo verbal nuevo o una forma de número en oposición al singular o al plural y creer que pueda prosperar. Pero precisamente por eso este fenómeno es interesante desde el punto de vista lingüístico. Puesto que la necesidad gramatical existe para determinados hablantes, el morfema en -e es una solución creativa que responde a esa necesidad y cuya deriva puede darnos respuesta a una pregunta lingüística de gran enjundia: ¿pueden los hablantes modificar aspectos fundamentales de su gramática (no del léxico) de forma voluntaria y consciente? ¿Pueden estas creaciones prosperar?
En realidad, todo esto es irrelevante
En realidad, todas estas disquisiciones son irrelevantes para los hablantes. Las personas no deciden cómo hablan por lo que un puñado de académicos o especialistas tengan que decir sobre sus usos lingüísticos. Los hablantes hablan, y detrás venimos los lingüistas a dar cuenta e intentar explicar los fenómenos que observamos. Y así es como debe ser. Los movimientos feministas de los últimos años han traído consigo una revisión del mundo en muchas dimensiones, y la lengua no se ha quedado fuera de este cuestionamiento social. Los lingüistas observamos con interés cómo se dirimen estos aspectos de la gramática en disputa. Seguiremos informando.
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