viernes, 13 de agosto de 2021

Por qué me importa si Dios existe, y 3

Fuente:   Atrio

Jesús Martínez Gordo

13/08/2021

  


Y por qué me importa ser teísta “jesu-cristiano”

     Pero, además de deísta por “elección continuada”, soy un teísta “jesu-cristiano” porque Jesús de Nazaret si, no era la anticipación en la historia de lo que decimos cuando decimos “Dios”, se lo merecía ser[1].

     Me toca ahora explicar las razones de semejante interés o con palabras de P. Ricoeur, de mi “adhesión incomparable” y, por ello, “absoluta” a este singular personaje en cuya existencia percibo lo que digo cuando digo Dios.

     Tal percepción –y mi adhesión incomparable y, por ello, deferente– se encuentra fundada en los “tres ochomiles” que vertebran su vida y en los que, activando mi interés por ellos, constato, de nuevo, una sorprendente unidad de humanidad y de lo que digo cuando digo Dios, a la vez consoladora y provocadora[2].

     En primer lugar, el programa proclamado en el monte de las Bienaventuranzas y en la parábola del juicio final: caricia para los pobres, hambrientos, sedientos, perseguidos, descamisados, etc., y permanente provocación para otros tantos que facilitan, consienten o son indiferentes a tales males; un programa, por cierto, que todavía tiene la virtud de movilizar lo mejor de lo que hay en mí, por poco que sea, entre otras razones, porque todavía está pendiente de realización o cumplimiento.

          Este programa, sí me sigue interesando. Y mucho. De ahí que agradezca que se me recuerde, por ejemplo, todos los domingos o, por lo menos, de vez en cuando.

     En segundo lugar, el “ochomil” del Calvario y el escándalo de su constante actualización en tantos calvarios contemporáneos y a lo largo de la historia, juntamente con los testimonios alentadores y consoladores de cientos de millones de personas y millares de instituciones “samaritanas” que han luchado (y lo siguen haciendo en la actualidad) por su erradicación al precio, incluso, de acabar achicharrados. O, que, por lo menos, se esfuerzan por evitar su existencia. O, cuando no queda más remedio, por paliar sus efectos.

     Nada que ver con lo que Francisco llama la “globalización de la indiferencia” y sí mucho que ver con el “deber de la fraternidad”. Este Dios, crucificado y samaritano, sí me interesa. Me es deferente. Y cada día más.

     Y, en tercer lugar, recurriendo a una expresión muy típica en la explicación evolucionista, el salto cualitativo, la sorpresa, la novedad o lo inaudito del monte Tabor o, lo que es lo mismo, de lo que se dice cuando se dice que existe la Vida en plenitud, es decir, la Resurrección, de la que Jesús fue su anticipación en la historia.

     Encuentro infinidad de chispazos de este “ochomil”. Los teólogos más refinados se suelen referir a ellos denominándolos, desde Melchor Cano, “lugares teológicos”. Algunos de ellos más clásicos son las diferentes celebraciones litúrgicas, la Escritura, los Concilios o los iconos. Otros, igualmente clásicos, pero más provocadores, son los pobres, “los santos de la puerta de al lado” o los murmullos de Dios en el mundo, en la vida y en la historia. Gracias a ellos disfruto mi existencia como anticipo de la Vida en plenitud (que eso es, según Jesús, lo que decimos cuando decimos que “Dios existe”: que Él es “Señor y dador de Vida”). Disfrutando de esas anticipaciones y participaciones tabóricas y cargando –gracias a ellas– las pilas, puedo echar una mano.

     Sospecho que esto que percibo como caricias o murmullos de Dios a no pocos les resulte una provocación que roza la irracionalidad. Lo acepto. En el “jesu-cristianismo” siempre ha habido un cierto e inevitable exceso o, si se prefiere, un punto de lo que me atrevo a llamar “bendita locura”: lo hay en el monte de las Bienaventuranzas con su apuesta por los parias. Lo hay, sin lugar a duda, en el Calvario y en sus provocadoras y aguijoneantes actualizaciones. Y también lo hay en el monte Tabor, en esta ocasión, como exceso de cercanía, amor y generosidad.

     Me importa este Dios con su “exceso”; entre otra razones, porque me permitiría vivir –si me tocara, como decía Pere Casaldáliga– “de fracaso en fracaso, hasta la Esperanza final”. De momento, disfruto, aunque sea de vez en cuando, de tales anticipaciones tabóricas con su punto de “bendita locura”. Se entiende que este Dios también me sea deferente; y mucho. Como igualmente lo es no solo para las llamadas nuevas espiritualidades, sino también para las místicas o espiritualidades ateas, desde la que formuló Plotino en las “Enéadas” hasta las de nuestros días.

     Pero la exposición sobre la importancia de mi adhesión “incomparable” al “relativo absoluto” que es el teísmo “jesu-cristiano” quedaría muy sesgada si no recordara que entre los cristianos hay una enorme pluralidad de rutas o itinerarios entre estos tres “ocho miles”, desconocida por muchos o no debidamente atendida.

     En unos, se presta una particular atención al programa, al anuncio y a la denuncia del monte de las Bienaventuranzas, pero se hace sin dejar de andar por los otros dos “ochomiles”. Esta clase de “circulación” es la propia de lo “católico”, de lo que es según el “todo”, es decir, de lo que es articulación y conjunción.

     En otras trayectorias existenciales, se es más sensible a los calvarios contemporáneos, pero sin dejar de disfrutar también de los tabores y mirándose, aunque sea de vez en cuando, en el programa de las Bienaventuranzas. Esta ruta es, igualmente, “católica”.

     Y, en otros itinerarios, se está más atento a los tabores, es decir, a la unión con lo que decimos cuando decimos “Dios existe”, a partir de sus transparencias en la mismidad, tan cuidadas y reivindicadas por las llamadas nuevas espiritualidades. O en la “hesychia” o paz interior, en el caso de los contemplativos –ya sean en los eremitorios, cenobios y conventos, pero también en la vida ordinaria. O en el “aguijón” de los pobres con los que se identifica Jesús de Nazaret. E, igualmente, en las llamadas “hierofanías” (la manifestación de lo sagrado en lo profano), tan importantes en la experiencia mística o espiritual no solo de los creyentes, sino también de increyentes tales, entre otros, como G. Bataille, L. Wittgenstein o J. – C. Bologne, además de A. Comte-Sponville. Lo normal es que quienes tienen su residencia primera en los tabores, paseen también por los montes del Calvario y de las Bienaventuranzas, aunque no sea con la insistencia y duración propia de los anteriores recorridos espirituales y teológicos. Cuando ello sucede, nos encontramos con otro recorrido igualmente “católico”.

     Pero tengo que indicar que me importa ser un teísta “jesu-cristiano” porque sin JesuCristo –y, obviamente, sin el “jesu-cristianismo”– no es comprensible nuestro mundo, ni el pasado ni el presente. Y, sospecho que tampoco el que está porvenir, si queremos que sea humano, al menos, tal y como es perceptible en los tres “ochomiles”. Además, confieso que también me gusta sentirme acompañado por gente de estos diferentes perfiles; tan ricos, diversos y fundamentales para el progreso de nuestro mundo y de la humanidad; y para el mío, en concreto, como “teísta jesu-cristiano”. Estas personas me son muy deferentes, aunque no compartan (y menos en todos sus extremos) este discurso. Me importan, en particular, las que son cuidadosas y están atentas a los riesgos, entre otros, de la indiferencia a la “carne” de lo que digo cuando digo “Dios existe”, del palabrerío programático, del masoquismo o de un autocomplaciente consumismo religioso.

     Por eso, no puedo acabar este apartado sin referirme a la existencia de rutas fallidas, entre otras razones, por pretender afincarse (y estancarse) –de manera pretendidamente definitiva– en uno de los “ochomiles”, renunciando o no queriendo saber nada de la circularidad que hay entre ellos; al menos, para los “teístas jesu-cristianos”.

     Acabo de reseñar algunos de los fundamentalismos religiosos o extrapolaciones (a los que habría que añadir otros laicos y ateos) que, hasta no hace mucho, eran denominados herejías por no guardar el equilibrio mínimo o por ser propuestas en las que solo hay sitio o para los tabores o para los calvarios o para el programa; sin circulación de ninguna clase. Creo que uno de los más preocupantes es, en nuestro primer y satisfecho mundo, el del estancamiento tabórico, tanto entre los creyentes como entre los increyentes. Pero esto ya es materia para otra ocasión.

 

Tres conclusiones…

     La primera, para recordar que soy ateo de muchos imaginarios. Y lo soy porque creo que un cierto ateísmo es necesario por referencia al imaginario de Dios, por lo menos, “jesu-cristiano” y “uni-trinitario” como expresión de su alteridad, novedad, sorpresa y provocación. No está de más recordar, por ejemplo, el debate al respecto sobre el sometimiento de lo que decimos cuando decimos Dios al principio de la necesidad lógica o de la no contradicción (en la propuesta de G. W. F Hegel) o a la constatación y acogida de su descolocante libertad en el Triduo Pascual (en el caso del llamado segundo F. Schelling) que, aunque exceda las posibilidades de esta aportación, entiendo que es una de las claves explicativas de un tipo de increencia que me atrevo a llamar intelectualmente prometeica y que, por idealista, es irrespetuosa con los datos, es decir, con la manera como Dios se manifiesta en Jesús tanto el viernes y el sábado santo como el domingo de resurrección.

     La segunda, para enfatizar que soy un deísta y teísta jesu-cristiano movido, como he indicado al principio, por la razón en libertad a partir de los datos o pruebas científico-empíricas. He asumido semejante punto de partida porque es el que nos vincula y al que podemos recurrir ya que todos estamos referidos a él, aunque no sea el único. También están, por ejemplo, la experiencia de la relación o la mística y el testimonio o la implicación personal.

     Por eso, apoyado en esa razón en libertad, no comparto el primado que algunos conceden a la nada, al vacío, al silencio y a la oscuridad, esto es, al nihilismo en sus diferenciadas variantes. Sin embargo, me importan e interesan estas explicaciones alternativas porque también forman parte de lo que digo cuando digo que existe el Dios “jesu-cristiano”: son aportaciones en las que veo reflejado el grito de abandono del viernes santo y el silencio del sábado santo. Tengo, en este sentido, una gran empatía con el llamado “realismo trágico” cuando recuerda –frente al materialismo bruto– que mantenemos una relación con la nada, el silencio y el vacío en términos de angustia o lucha, de ética –como cuidado y residencia– y de maravilla. Nada que ver con la supuesta aproblematicidad, absolutez y satisfacción de la materia o de la finitud. Pero éste, también es un asunto que requiere ser tratado con más detenimiento; algo que excede la presente aportación.

     Y, la tercera, para confesar que tampoco comparto el materialismo bruto o el determinismo físico necesitante porque contradice la existencia, a la vez, de materia y leyes; porque erige la descripción en explicación (esto es así porque sí. Y porque es así, se instala en la ociosidad intelectual no pudiendo evitar, muchas veces y por paradójico que pueda resultar, un cierto toque de soberbia o superioridad racional, la propia de quien va de sobrado por la vida) y, sobre todo, porque genera o apadrina ideologías que no me parecen humanas ni solidarias. Ni tampoco comparto, por supuesto, la aleatoriedad autosuficiente, una manera. políticamente correcta, de no reconocer la ignorancia y presentarla envuelta en celofán.

 

… y un sintético cierre

     En definitiva, me importan las explicaciones deístas y teístas y, concretamente, la “jesu-cristiana” porque, hoy por hoy, son las que percibo racionalmente más consistentes, además de “interesantes” o importantes para la causa de una humanidad más justa y fraterna. Por eso, las he constituido, junto con unos cuantos miles de millones de ciudadanos, en “mi destino por elección continuada”.

 

NOTAS:

[1] Cf. J. MARTINEZ GORDO, “Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad con carne”, Editorial HOAC, 2021, Madrid.

[2] En el mundo solo existen catorce picos que superan los ocho mil metros de altura sobre el nivel del mar. Estas excepcionales cumbres son popularmente llamadas, por los montañeros y alpinistas, los “ochomiles”.

 

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