lunes, 9 de agosto de 2021

Por qué me importa si Dios existe, 1

Fuente:   Atrio

Jesús Martínez Gordo

09/08/2021

 

VIDA NUEVA publicó en junio pasado uno de sus siempre interesantes PLIEGOS a si la existencia de Dios es algo que interesa en el siglo XXI o es una cuestión que ya deja irremediablemente indiferentes a las nuevas generaciones. Su autor, Jesús Martínez Gordo, nos ha ofrecido el texto del pliego, dividido en tres artículos y acomodado a nuestro debate abierto sobre fe y no-teísmo. Vamos a publicar los tres, en días alternos, a lo largo de la semana. Y confiamos que siga enriqueciendo un debate que, tras la publicación de un importante libro, ha pasado de ATRIO a ADISTA de Roma y sobre el que en otoño habrá que sacar conclusiones, tal vez organizando alguna mesa redonda, de diálogo más que de polémica. AD.

 

     Es una pregunta que, formulada en abstracto, solo puedo responder de manera personal. Yo no soy sociólogo. Y, por ello, no puedo ofrecer una respuesta debidamente contrastada con los datos recogidos mediante encuestas o entrevistas. Por eso, solo me queda exponer lo que pienso al respecto en la esperanza de hacerlo, por lo menos, de manera razonada, y siempre en diálogo –empático y crítico– con otros pareceres.

 

“Dios”, no la Iglesia

     Según los sondeos, una buena parte de la gente ya no se sitúa en posiciones teístas, pero tampoco ateístas o agnósticas, sino en la indiferencia.

     Así parece ser, al menos, en una buena parte de la Europa occidental; pero no, en la oriental ni en el resto del mundo. Ahora bien, que se constate, entre nosotros, ese caminar hacia la indiferencia –religiosa y también atea– pero, a la vez, con búsquedas de espiritualidades y la aparición de nuevos movimientos creyentes alternativos, no merma, para nada, la importancia ni la necesidad de precisar lo que decimos cuando decimos “Dios existe” y si interesa dicha existencia.

     En primer lugar, para los ciudadanos de la Europa occidental, todavía, en su gran mayoría, creyentes, aunque muchos de ellos lo pudieran ser solo por tradición cultural. Y, en segundo lugar, para quienes nos sucedan y continúen por la senda que hemos transitado nosotros. Es importante emitir el mensaje (alto y claro), a propios y extraños, de qué es lo que decimos cuando decimos “Dios existe” y por qué nos importa o, cuando menos, por qué me importa su existencia.

     Somos muchos los creyentes que, comprometidos en la construcción de un mundo más justo y fraterno, agradecemos que se nos reconozca –como lo hizo el ateo Paolo Flores d’Arcais el año 2008, en su debate con el entonces cardenal J. Ratzinger– que, comparativamente con ellos, fuéramos “muy buena gente”, sobre todo, en la tarea, discreta y constante, de echar una mano a los más necesitados, pero que nuestras convicciones se caracterizaban por estar ayunas de consistencia racional. Entiendo, a diferencia del filósofo italiano, que también tenemos excelentes razones en las que se funda la importancia que nos merece lo que decimos cuando decimos “Dios existe”: nuestro mundo está lleno de huellas, transparencias, anticipaciones o “murmullos” (E. Hillesum) de la Vida definitiva de la que todo procede y de la Plenitud hacia la que estamos encaminados.

     Pero, por si eso no fuera suficiente, hay quien recuerda que la pérdida de credibilidad social de la Iglesia católica hace mucho más difícil creer en la existencia del Dios cristiano.

     Es evidente que sí. Sin embargo, entiendo que no es el objetivo de este encuentro, aunque dicha pérdida de credibilidad resulte, en muchos casos, un factor importante para no continuar como cristiano o para adentrarse en la increencia o en la indiferencia. Su peso es, por otro lado, incontestable en los llamados “nuevos ateos”. Muchos de ellos lo son por este tipo de argumentos, aunque no solo. Pero el objetivo es hablar de la importancia de lo que decimos cuando decimos “Dios existe”, no, de la Iglesia, sin, por ello, obviar las críticas (frecuentemente, saludables) que se escuchan de parte de los ateos; y también, de muchos cristianos y católicos. Y tampoco sin descuidar las muchas razones por las que los creyentes (y, concretamente los cristianos y católicos) lo somos en “ecclesía”, es decir, en iglesia o comunidad. Y queremos seguir siéndolo.

     Ya sé que no suele ser fácil separar la credibilidad de la Iglesia y de los cristianos de la existencia en lo que decimos cuando decimos “Dios” y de su importancia o irrelevancia; algo que no es fácil cuando la conversación se calienta. Tenemos experiencia de muchos debates en los que se deriva a lo que no correspondía. Y, casi siempre, suele ser el lado oscuro de la Iglesia, al que no siempre se contrapone el lado amable y seductor; que también lo tiene.

     Añado a estas dos primeras indicaciones introductorias una tercera: voy a abordar la cuestión de qué es lo que digo cuando digo “Dios” y de por qué me importa su existencia, comparando su contenido con los de las explicaciones alternativas más comunes que se vienen facilitando, desde hace un tiempo, por una buena parte de los ateos, agnósticos y antiteístas. Y siendo consciente de que como, también sucede en el mundo de la creencia, los matices son infinitos y cada persona tiene su propia explicación sobre el “principio y fundamento” (en este caso, en minúsculas) del mundo, de la vida y de la historia.

     Sabiendo que generalizo, tengo presentes, en concreto, dos de las cosmovisiones o explicaciones que más acogida tienen porque son muchos los ateos, agnósticos y antiteístas que se sienten, de una u otra manera, reflejados en ellas.

     En primer lugar, las materialistas (que algunos denominan determinismo físico necesitante o materialismo bruto): el mundo, la vida y las personas son lo que se explicita en las pruebas científico-empíricas, sin más consideraciones; probablemente porque muchos de ellos entienden o creen que la materia –como la finitud– es aproblemática, absoluta y satisfecha. Y, en segundo lugar, las de quienes proponen la aleatoriedad como la explicación más consistente, es decir, el mundo y la vida son el resultado sorprendente del azar y de la casualidad. Y nada más.

     Pero, como he dicho, no soy sociólogo. Por eso, insisto en que mis opiniones tienen la misma “autoridad” que la de cualquier ciudadano atento a estos asuntos: la que da la fuerza de la argumentación que, en este caso, se aporta. No más. Quedaría la del testimonio existencial, pero creo que no es esa la razón de ser de este encuentro. Por eso, continúo con la perspectiva indicada, recordando que, en esto, como en tantas otras cuestiones, he tratado de seguir a Platón cuando invita a ir a allí donde me lleve la razón en libertad.

     Y, sin más consideraciones, me adentro en el tema, reformulado en estos términos: por qué me importa la existencia de lo que digo cuando digo “Dios”. Lo abordo en tres momentos: el primero, dedicado a exponer el peso de haber nacido en una cultura católica y de su alcance en la existencia de Dios; el segundo, centrado en presentar las razones por las que soy deísta y por las que me importa serlo; el tercero, ocupado en mostrar los argumentos y motivos “incomparables” en los que descansa mi teísmo “jesu–cristiano”.

 

 

La importancia de la herencia creyente

     Lo primero que he hecho ha sido irme al diccionario de la RAE para saber qué se entiende allí por “importar”. Y me he encontrado con que significa “tener importancia, valor o interés para alguien” una persona, una cosa o, en mi caso, una existencia y una explicación, racionalmente consistente. Así entendida, mi respuesta es que sí, que me “importa la existencia de Dios”, que lo que digo cuando digo “Dios” tiene valor y me interesa. Pero, a la vez, soy consciente de que tengo que acompañar dicho interés con una explicación –de nuevo, personal y argumentada– sobre lo que entiendo por “existencia de Dios” o, si se prefiere, por “Dios” y su “existencia”.

     Adentrándome en el objetivo asignado, adelanto, recreando lo dicho por Paul Ricoeur, que me interesa porque soy un creyente católico, transformado en un “deísta”, racionalmente consistente, y, a la vez, en un “teísta jesu-cristiano”. Y soy esto último gracias a “una elección continuada” que percibo como relativa en el diálogo con otras religiones y creencias o increencias, pero que vivo como incomparable y, en este sentido, absoluta[1].

     Varios años después del fallecimiento de P. Ricoeur, encontraron entre los papeles de este pensador francés unas hojas manuscritas en las que daba razón de la importancia que tenía para él la existencia de Dios. Recreo su testimonio, apoyado en la traducción hecha por Javier Elzo, el sociólogo donostiarra.

     A la luz de esas hojas manuscritas, me auto-comprendo como “creyente católico” por razón de mi nacimiento y, más ampliamente, por la herencia cultural en la que me han educado. Arranco de este dato teniendo delante a quienes me puedan objetar que, si hubiera nacido en China, habría habido muy pocas probabilidades de que hubiera sido cristiano católico. La verdad es que siempre que se me ha objetado esto, vendría a indicar el reformador P. Ricoeur, he solido responder que, por supuesto; pero que cuando se argumenta de esa manera, quien formula la objeción ha de saber que ya no está hablando de mí, sino de otra persona: sencillamente, porque “yo no puedo escoger, ni mis antepasados, ni mis contemporáneos”; ni tampoco la cultura o la religión, en este caso, católica. Está fuera de toda duda que en mis orígenes creyentes hay –si miro la situación desde el exterior– esta incontestable constatación: “yo soy así, por nacimiento y por herencia”. He nacido y he crecido en la fe cristiana de tradición católica.

     Pero también tengo que decir que he asumido esta herencia, por cierto, permanentemente confrontada, en el plano del estudio, a todas las tradiciones adversas o compatibles. Y que la he asumido convirtiéndola “en destino por una elección continuada”, que entiendo razonada y argumentada. Es de esta “elección continuada” de la que “estoy obligado a rendir cuentas (…) por argumentos plausibles, esto es, dignos de ser argüidos en una discusión con protagonistas de buena fe, que están en la misma situación que yo”, en la medida en que se saben igualmente “incapaces de formular razonablemente las raíces de sus convicciones”, sean del tipo que sean.

     Por ejemplo, ¿cuántos de los muchos –y apasionados– hinchas con los que cuenta el Athletic de Bilbao, lo serían si hubieran nacido en Barcelona, en Madrid, en Múnich o en Buenos Aires? La suya es una elección que, fruto de haber nacido donde se ha nacido (normalmente, en Bizkaia o, incluso, en el País Vasco y hasta fuera), se ha ido convirtiendo en un destino gracias a una elección continuada. Y lo que digo de los hinchas del Athletic de Bilbao vale para la inmensa mayoría de los seguidores de casi todos los clubs del mundo.

     Pero, prosigue P. Ricoeur, ¿qué quiero decir cuando sostengo que es un hecho convertido en un “destino por una elección continuada”? Pues, en primer lugar, que no tiene nada que ver con “una coacción, una carga insoportable o una desgracia”, sino con la situación que presenta una convicción a la que me adhiero y en la que me mantengo: en el cristianismo percibo y experimento la relación con una “incomparable” persona (Jesús de Nazareth) en la que el Infinito, el Altísimo se transparenta y se entrega como amor. No tengo ningún problema en que se catalogue tal relación, a la vez, como relativa y absoluta.

     “Relativa” desde el punto de vista de la sociología de las religiones. “La modalidad del cristianismo a la que yo me adhiero se distingue como una religión entre otras dentro (…) de la pluralidad característica de todos los fenómenos humanos”, en este caso, religiosos. Pero también relativo desde el punto de vista del diálogo con la increencia en sus diferentes modalidades ya que lo que digo cuando digo Dios es propuesto de manera argumentada y, por ello, consistente; nunca se impone. Como tampoco la increyente.

     Quien las escucha, queda invitado a evaluar dicha consistencia, pudiendo decidir aceptarla o rechazarla por las razones y motivos que estime más oportunos y convincentes. Por ejemplo, yo puedo exponer argumentadamente las bondades del yogur griego o del vino de la rioja alavesa, pero sé que mi convicción, por muy fundada que esté, no es ni la primera ni la definitiva palabra. Ésta la tiene mi interlocutor libremente y, si le parece, sopesando las razones que aporto u otras: puede suceder que mis argumentos sean muy sólidos, pero mucho más definitiva es su alergia a la leche o su rechazo del tanino o, simplemente, que le guste otra clase de yogur o el vino de la ribera del Arlanza… Pero no, por eso, dejará de ser “razonable” o carecerá de consistencia argumentativa la bondad del yogur griego o la excelencia del vino de la rioja alavesa. Éste es el sentido de la relatividad en el diálogo interconviccional entre creyentes e increyentes.

     Y, cerrando mi recreación de lo aportado por P. Ricoeur, vivo la existencia de este destino creyente como “absoluto”, es decir, como “incomparable”, sin dejar de estar marcado, a la vez, por su origen cultural, pero también por la percepción de sus transparencias en el cosmos, en la vida y en la historia y, por supuesto, en Jesús de Nazaret.

 

NOTAS:

[1] Paul Ricoeur, “Vivant jusqu´ à la mort”, suivi de Fragments. Editions du Seuil, Paris, Mars 2007. De Fragment nº 1, páginas 99 – 103, (traducción de Javier Elzo): “Mi cristianismo: un azar transformado en destino por una elección continuada”.

 

 

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