Jesús Martínez Gordo
(Teólogo)
Marzo 2022
La Constitución Apostólica, “Praedicate Evangelium” es un magnífico trabajo, propio de un artista —o de un equipo de artistas—, atentos a los trazos finos. Nada que ver con la brocha gorda. Esta primera impresión no es sorprendente, habida cuenta de los nueve años que ha llevado su redacción y, supongo, que infinidad de retoques y enmiendas, algunas de las cuales son perceptibles en el cruce de lenguajes que atraviesa, de principio a fin, el texto: el teológico, el eclesiológico, el espiritual, el pastoral y, sobre todo, a partir del tercer capítulo, el jurídico y organizativo. Quien la lea se va a encontrar con un texto muy bien pensado y mejor redactado del que, exagerando, se podría decir que no falta ni sobra una coma.
Es, además, un documento, que aconsejo examinar despacio, sobre todo, los capítulos primero (el Preámbulo) y segundo (dedicado a los Principios y Criterios). Ya en el número con el que se inicia el Preámbulo emergen algunas verdades que, evidentes, no han sido muy usuales hasta el presente en bastantes medios teológicos, espirituales y eclesiales: predicar el Evangelio del Hijo de Dios, Cristo Señor, pasa por dar testimonio —de palabra y obra— de la misericordia que la misma comunidad cristiana recibió gratuitamente, a ejemplo de Nuestro Señor y Maestro, lavando los pies a sus discípulos. Ello quiere decir que la Iglesia está llamada a insertarse en la vida cotidiana de los demás, acortando sus distancias, asumiendo la vida humana y tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Y es así, como el pueblo de Dios cumple el mandato del Señor que nos insta a cuidar de los hermanos y hermanas más débiles, más enfermos y más sufridos.
Y, otro tanto, hay que decir sobre los pasajes dedicados a la conversión misionera de toda la Iglesia, misterio de comunión; o sobre la sinodalidad, vivida y entendida como “escucha mutua” entre “Pueblo fiel, Colegio Episcopal y Obispo de Roma” . E, igualmente, sobre los obispos individuales de los que se dice que representan a sus respectivas Iglesias “y todos, junto con el Papa, representan a la Iglesia universal en un vínculo de paz, de amor y de unidad” (nº 6). E, incluso, lo que se puede leer sobre las Conferencias Episcopales cuando sostiene que constituyen en la actualidad uno de los medios más significativos de expresión y servicio a la comunión eclesial que es preciso incrementar en su potencialidad. Ante ellas, se remarca, la Curia Vaticana no ha de “actuar como una interposición” (nº 9), sino como un servicio (nº 8).
Reconozco que me ha resultado particularmente grato leer todos estos puntos (y otros de parecida relevancia); muchos de los cuales han sido objeto de no pocas dudas y retorcidas reinterpretaciones en el postconcilio.
Pero, dejando para más adelante un posible análisis más detenido, me gustaría ofrecer un comentario de urgencia sobre dos puntos que me han brotado en la lectura que he realizado de esta Constitución Apostólica: el primero, referido a la capacidad gubernativa y magisterial del laicado y, el segundo, (que queda para una posterior entrega) sobre la reforma de la Curia Vaticana y su estrecha vinculación con lo que el Papa Francisco entiende y promueve como “conversión del papado”.
1.- Un primer paso para superar el “infarto teológico” de la sinodalidad
Sospecho que los comentarios a los números 10 del Preámbulo y al 5 del apartado dedicado a los Principios y Criterios van a requerir ríos de tinta. Ya están apareciendo, sin haber tenido tiempo para hacer una lectura medianamente reposada de toda la Constitución.
En el número 10 del Preámbulo, el Papa Francisco sostiene que en la reforma de la Curia se ha de “prever la implicación de los laicos, incluso en funciones de gobierno y responsabilidad”. Una sorprendente tesis que se remarca más adelante, en el número 5 del apartado dedicado a los Principios y Criterios, cuando proclama que “cualquier fiel puede presidir un Dicasterio o un Organismo”, habida cuenta de que “cada institución curial cumple su misión en virtud de la potestad recibida del Romano Pontífice, en cuyo nombre opera con potestad vicaria en el ejercicio de su munus primacial”.
Se trata, como se puede apreciar, de una clara y contundente afirmación que, entre otros, se han encargado de matizar Gianfranco Ghirlanda, profesor emérito de la Facultad de derecho canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana; el cardenal Macello Semeraro, actual prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos y el secretario del Consejo de Cardenales, Marco Mellino.
Es indiscutible, ha explicado G. Ghirlanda, la bondad de que haya laicos en Dicasterios como el de Laicos, la Familia y la Vida. Pero no se puede obviar que esta Constitución Apostólica no deroga el Código de Derecho Canónico cuando establece “que los clérigos deben decidir en asuntos que afectan al clero”. Tal sería el caso de los Dicasterios de obispos, sacerdotes y culto, urgidos, por ello, a tener ministros ordenados al frente de los mismos. Esta observación, ha indicado seguidamente, no entorpece la tesis central de la nueva Constitución Apostólica (“los laicos tienen el mismo poder vicario que las personas consagradas”), sino, más bien, llama la atención sobre la necesidad de articular “la igualdad fundamental entre todos los bautizados” con la “diferenciación y complementariedad”.
¿Qué es lo que está en juego en esta proclamación papal sobre la implicación de los laicos en funciones de gobierno y responsabilidad y en las matizadas consideraciones, entre otros, de Gianfranco Ghirlanda?
De una manera rápida: la cuestión del “plus” de poder que se confiere a un bautizado por la recepción del ministerio ordenado. Sospecho que el Papa Francisco acaba de abrir, como le gusta decir, un “proceso” sobre dicho “plus” de poder; reservado, hasta el presente en exclusiva, al ministerio ordenado tanto en el gobierno como en el magisterio de la Iglesia. Y creo que lo hace partiendo de una máxima que, tradicional en la Iglesia, ha sido olvidada durante mucho tiempo: “lo que afecta a todos debe ser decidido por todos”, no solo por los ministros ordenados: obispos, presbíteros y diáconos. Habrá que debatir y, por supuesto, actualizar debidamente, la apropiación del “poder” en la Iglesia por parte del ministerio ordenado. Y tendremos que adentrarnos por esos caminos sacándolo de su tradicional marco de comprensión y ejercicio, absolutista y autoritario, en favor de otro corresponsable y sinodal.
En concreto, creo que ello quiere decir que hay que dar explicaciones, teológica y dogmáticamente fundadas, sobre por qué los laicos y las laicas solo pueden intervenir en el gobierno y magisterio de la Iglesia por “participación” en la autoridad o poder del ministerio que, cristológica, es propia de los ministros ordenados: es el Señor —se viene sosteniendo durante siglos— quien los “escoge y designa”, dándoles “desde arriba” las tareas que, “reconocidas y ejercidas” en su nombre, les corresponden a ellos en exclusiva, gracias al sacramento del orden. Por eso, al laicado —y, concretamente, al ministro laico— solo le concierne “colaborar más directamente en el apostolado de la jerarquía”, dejando bien claro que su encomienda “no debe ser global”.
A diferencia de esta interpretación —todavía muy usual, incluso en círculos eclesiales progresistas— en el Vaticano II existe, junto con este modelo de apropiación de la raíz cristológica de la ministerialidad (y de la eclesiología y modo de gobierno que apadrina), otro, que funda la “participación” del laicado en la dirección de la Iglesia, no en el ministerio ordenado, sino en el sacerdocio de Cristo (LG 10).
Por tanto, la noción de “participación” tiene dos sentidos: o bien, como una dependencia del laicado ante el clero en una eclesiología jerárquica o, bien, como una articulación estructurante en el seno de una participación conjunta —corresponsable y sinodal— de todos los bautizados (incluida la diferenciada por el sacramento del orden) en la triple función de la celebración, de la enseñanza y también del gobierno.
En el Vaticano II nos encontramos con un doble modelo eclesiológico, ministerial, magisterial y gubernativo: uno, jerárquico y marcadamente clerical. Y otro, muy prometedor, cuando explicita el fundamento cristológico de los “tria munera” (palabra, santificación y gobierno) y, concretamente, el sacerdocio común de los fieles: éste no es por participación del sacerdocio ministerial, sino del sacerdocio de Cristo.
Como es sabido, en el postconcilio se ha asistido a un aparcamiento —y posterior olvido— de este segundo modelo. Es lo que, antes de ahora, he tipificado como “el infarto teológico” del Vaticano II ya que es más importante la “colaboración” con el ministerio ordenado que “la “participación” en el gobierno y magisterio (“realeza”), conferida por Cristo en el bautismo.
La experiencia de los equipos ministeriales en la diócesis de Poitiers (1994-2011), en sintonía con muchas iglesias del Tercer Mundo, sigue siendo referencial en lo que toca al desarrollo postconciliar de este modelo. Y, con él, a una necesaria revisión de la identidad y espiritualidad del ministerio ordenado que, en aquella ocasión, fue acompañada por Ch. Theobald y torpedeada, en sus implicaciones y consecuencias organizativas, durante el pontificado de Benedicto XVI; por supuesto, con su aquiescencia.
Pero éste es un viento del Espíritu muy difícil de aplacar; y, menos, de acallar. Así lo evidencia por ejemplo, el reciente nombramiento de un laico, de una religiosa y de un diácono como “representantes del obispo” (los llamados “vicarios”) en los renombrados “territorios pastorales” (las antiguas “vicarías”) en las diócesis suizas de Lausana, Friburgo y Ginebra por iniciativa de su arzobispo, Charles Morerod; todo un adelantado —supongo que porque no ha estado ayuno de coraje evangélico— a esta Constitución Apostólica; al menos, en este punto.
Hay una segunda cuestión de fondo que me plantea la lectura de este texto y que dejo para un momento posterior:¿en qué medida, esta reforma de la Curia es —en sintonía con la “conversión del papado” que lidera el Papa Bergoglio— más corresponsable que colegial o primacial? Ya adelanto que Francisco está dando algunos pasos en este sentido, pero, en mi opinión, se trata de un “proceso” que, según cómo se mire, es percibido como muy lento y desmedidamente colegial y poco corresponsable; al menos, por una buena parte de los cristianos en la Europa occidental. Pero también como desbocado por otros sectores.
Empiezo a sospechar que se trata de una tarea que sobrepasa al mismo papado y que —no tardando mucho— debiera llevar a la convocatoria y celebración de un Concilio Vaticano III para afrontarlo; la única manera de calibrar y salir al paso de la amenaza de cisma que gustan airear las minorías eclesiales.
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