La brutal escalada del conflicto en las relaciones entre israelíes y palestinos, consecuencia del reciente ataque terrorista de Hamás, ha roto las frágiles costuras de un contencioso enquistado desde hace 70 años y aleja una vez más las ya remotas perspectivas de cualquier suerte de acuerdo político en la región.
Fuente: Cristianisme i Justícia
Por Pedro Moya Milanés
16/10/2023
Foto: PIXABAY
No voy a abundar en los calificativos de repulsa que merece la acción de Hamás, injustificable por su crueldad, su carácter indiscriminado y los estragos causados entre la población civil, víctima de una acción dirigida al asesinato y el secuestro. Ni tampoco me extenderé en el castigo que en forma de represalia se ejerce y se intensificará sobre la población palestina de la franja, en forma de bombardeos masivos, asedio y bloqueo, lo que privará a sus habitantes del suministro básico de alimentos, energía eléctrica, agua potable…agudizando aún más la ya crónica pauperización de una población sumamente castigada, que vive desde hace décadas entre el hacinamiento y la carencia de recursos.
La descripción de lo que ha pasado ya la conocemos por una información y unas imágenes que minuto a minuto y en tiempo real se ponen a nuestro alcance. También por la proliferación de análisis de politólogos, periodistas y expertos, que ayudan a entender el porqué de lo que ha pasado y también la envergadura y la sorpresa de cómo ha pasado. Está lejos de mi intención glosar en pocas líneas los ingredientes acumulados de un conflicto tan duradero, plagado de escasos avances y muchos retrocesos y de hondas raíces históricas.
Palabras como ocupación, éxodo, refugiados, expolio, resistencia, asentamientos ilegales, intifadas, atentados suicidas, bombardeos… oscurecen los momentos de luz y esperanza que el conflicto nos ha deparado a lo largo de tantas décadas. Cuando un estallido de la confrontación se hace tan virulento como el que estamos viviendo estos días surge inevitablemente un cierto “pesimismo histórico”, que deja al descubierto el fracaso de una mínima convivencia entre dos pueblos enfrentados.
Quiero referirme en estas páginas a un factor que está presente en el relato histórico de este conflicto y que a veces pasa desapercibido o no suficientemente enfatizado entre los analistas: el de la concurrencia de un fundamentalismo en las ideas y en las acciones, en las estrategias de largo alcance y en las tácticas a corto plazo y cuya presencia o ausencia, más o menos puntual o continuada, resulta determinante para la evolución del conflicto.
Me referiré a lo que considero como algunos puntos de inflexión en la historia del conflicto que me parecen relevantes a la hora de valorar el alcance y la influencia del referido fundamentalismo, por la presencia arrogante de postulados intransigentes y extremistas, antesala de una posterior espiral de violencia. Y valorar también la ausencia de fundamentalismo cuando se han dado pasos en la senda del diálogo y la negociación.
El primer hecho histórico de relevancia por la ausencia de fundamentalismo tuvo lugar con la firma de los Acuerdos de Oslo de 1993. Sentaba las bases de un acuerdo territorial, escalonado en el tiempo y que descansaba en la premisa de “Paz por territorios”. Israel se retiraba de la franja de Gaza y cedía territorios en la ocupada Cisjordania, cuya administración y control pasaba a manos de los palestinos, representados en la Autoridad Nacional Palestina (en adelante ANP) liderada por Arafat.
Era un primer escenario tangible de esperanza, en absoluto su final, pero sí su principio. Fue posible gracias a la valentía y el pragmatismo histórico de unos líderes, el palestino Arafat y el primer ministro israelí Rabin, que con una visión a contracorriente de muchos detractores y opositores entre sus propias filas, abandonaron un fundamentalismo estático y estéril en aras de la apertura de un proceso negociador basado en el diálogo y el respeto mutuo. La foto del histórico apretón de manos entre los dos líderes, hasta entonces irreconciliables enemigos, en presencia del presidente Clinton en los jardines de la Casa Blanca, quedará para la historia como el símbolo de muchas cosas: el valor del diálogo y la negociación, el triunfo de la moderación y el realismo, el acierto de las estrategias de largo alcance por encima de fundamentalismos cicateros e irredentos, la generosidad histórica de dar a sus propios pueblos una oportunidad a la convivencia pacífica. Quedaba mucho por hacer, el camino aparecía cargado de obstáculos, pero era necesario un primer paso. Era el primer gran punto de inflexión del proceso.
El segundo punto es de signo contrario. A escasos dos años de la firma del citado acuerdo, el primer ministro Rabin era asesinado en 1995 por un ultranacionalista judío a la salida de un mitin político contra la violencia y en apoyo del plan de paz de Oslo. Su motivación no fue otra que su oposición a la estrategia negociadora de Israel y a la negativa a los acuerdos firmados. No fue la acción individual de un enajenado. Su crimen venía precedido de un caldo de cultivo atizado por sectores extremistas de los conservadores y del partido Likud, así como la oposición de rabinos ultraortodoxos y de colonos, que obstaculizaban la aplicación del acuerdo, al que percibían como una capitulación ante los enemigos de Israel.
Hoy, casi tres décadas después, el gobierno de Netanyahu lidera el gabinete más derechista de la historia de Israel: una coalición del Likud (derecha) con otras organizaciones de ultraderecha y el apoyo de un partido de ultraortodoxos religiosos. Casi nada parece haber cambiado. El fundamentalismo político y el religioso juntos de la mano, como en tantos escenarios de la historia.
El proceso político puesto en marcha sufrió un parón. Y no tardaron en volver los asentamientos ilegales de colonos israelíes, las legislaciones excluyentes, las trabas a la implementación de los acuerdos, el sistemático régimen de apartheid aplicado a la población palestina… Lo que el diálogo era capaz de conseguir, el fundamentalismo lo arruinaba.
El tercer punto de inflexión alcanzó un carácter histórico con la celebración en 1996 de las primeras elecciones democráticas en los territorios administrados por la ANP (Cisjordania y Franja de Gaza). Suponía el espaldarazo político a la legitimidad de los representantes del pueblo palestino, convocados a elegir a sus representantes en el Parlamento y a la elección del presidente de Palestina. Pese a los obstáculos, el espíritu de Oslo soplaba de nuevo.
El partido Fatah, oficialista, se alzó con la victoria en el Parlamento y su líder Arafat alcanzó la Presidencia de la ANP. Tuve personalmente la oportunidad de formar parte de una Delegación de Observadores Internacionales en dichas elecciones y ser testigo de la euforia y la esperanza de un pueblo que quería luchar por una causa y por un futuro de paz, de dignidad y de justicia.
Arafat falleció en 2004 por problemas cardíacos, aunque su muerte siempre estuvo envuelta en rumores y sospechas de envenenamiento. Lo cierto es que su desaparición dejó un vacío de liderazgo y un sentimiento de orfandad difícil de encajar y gestionar, máxime en un escenario de conflictividad permanente.
El cuarto punto de inflexión vino en 2006 con el triunfo de Hamás en las elecciones celebradas en la Franja de Gaza. Hamás, acrónimo en árabe de “Movimiento Islámico de Resistencia”, es una organización fundamentalista islámica fundada en 1987 y constituye la facción más extremista y radical del movimiento palestino. Desde 2007 es el gobernante de facto de la Franja, tras ganar por mayoría absoluta las elecciones de 2006 y expulsar a Fatah, la organización que constituyó el núcleo fundador de la Organización de la Liberación de Palestina (OLP). Desde entonces Fatah y la ANP gobierna Cisjordania y Hamás administra Gaza.
La ideología de ambos grupos es muy diferente. Hamás es un movimiento islamista radical, que aspira a imponer la ley islámica y la aplicación de la “sharia”. En cambio, Fatah, fundada por Yasser Arafat a finales de los años 50, es secular y nacionalista. Mientras Fatah y la OLP aceptaron renunciar a la lucha armada tras los Acuerdos de Oslo de 1993 y negociar con Israel, Hamás no solo no reconoce a Israel como Estado, sino que persigue su destrucción. Su organización es considerada como grupo terrorista por la UE y Estados Unidos. Dispone de un brazo militar armado, las milicias Ezedin Al Qassam, responsables de múltiples atentados, de los lanzamientos de cohetes y misiles de los últimos años y del ataque terrorista de estos días. Cuenta con el apoyo de Irán y del grupo Hezbolá en Líbano.
Comparto las recientes palabras de Shlomo Ben Ami, historiador, escritor y ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel: “Nos sobran propagandistas como Netanyahu y asesinos como los de la cúpula militar de Hamás. Con ellos difícilmente podemos pensar en una visión de futuro. Nos faltan líderes”.
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