Andrés Torres Queiruga
La Voz de Galicia, 28.04.2020
"La religión necesita actualizar su imagen de Dios, y dejar de responder con procesiones o rogativas”
El mal no es castigo, sino el peaje inevitable del crecimiento en toda existencia finita"
De repente un pequeño virus conmueve el mundo, haciendo de todos (pan-) un solo pueblo (-demos): por primera vez, una “aldea global”. Conmueve hasta los pilares, haciendo que vayan cayendo, una a una, casas de papel, seguridades huecas, preocupaciones de superficie. Descubre también el fondo más verdaderamente humano en la explosión inesperada de generosidad fraternal que nos une frente al sufrimiento y la muerte. Impone el reinado de lo que la psicología llama principio de realidad y que hace milenios la Biblia calificó como la tentación de querer ser como Dios. Con una diferencia: la psicología, por lo menos alguna psicología, nos deja indefensos frente al instinto de muerte: el libro del Génesis enciende una esperanza de salvación para el futuro.
Pero la esperanza, como sabía Péguy, es niña endeble y pequeña. Necesita cuidado. La humanidad se encuentra en una encrucijada donde tiene nueva ocasión de aprender. La Modernidad, en su entusiasmo emancipador, creó malos hábitos, típicos de toda adolescencia: los jóvenes, cargados de razón en la protesta, exageran en lo que proponen; los viejos defienden un pasado ya caduco, pero preservan valores que no deben ser abandonados (el último libro de Habermas, “Auch eine Geschichte der Philosophie”, con más de 1.700 páginas, insiste en esto con la sabiduría de los noventa años). Hablando desde la teología, eso implica que, ante el desafío del mal, todos, tanto la tradición religiosa como la protesta atea, tienen que aprender.
Lo que urge es unirse en la lucha: mediante el diálogo crítico en las interpretaciones, aprovechando lo que une en la práctica, antes de llegar a las diferencias en la teoría. Por fortuna, los seres humanos somos complejos, y muchas veces practicamos lo que aún no sabemos. Y algo nuevo está sucediendo. En la sanidad, en los servicios, en la enseñanza, en el vecindario… asistimos a un trabajo unido y de conjunto, sin carnés de partido ni cédulas de bautismo, sin distinción de sexo e incluso sin fronteras en la investigación. Perderse en ataques o acusaciones, convirtiendo el mal en apologética defensiva o en acusadora “roca del ateísmo”, representa una reacción estéril.
Además, reacción culturalmente anacrónica. Porque las posturas corrientes participan ambas, conservadoras y progresistas, de un mismo prejuicio acrítico: creer en la posibilidad de un mundo-sin-mal. Hoy sabemos que eso no es más que un mito obsoleto, que religiosamente sueña con paraísos primitivos y freudianamente con fantasías infantiles de omnipotencia. Fuera de las discusiones a favor o en contra de la teodicea, hoy todos sabemos que el mal es producto inevitable de un mundo necesariamente finito.
Lo saben los filósofos que, con Spinoza, enseñan que “toda determinación es una negación” y, con Hegel, que la contradicción es la ley de toda realización finita. Y lo sabe el sentido común, enseñando que no se puede sorber y soplar ni es posible hacer tortillas sin romper huevos.
En no advertirlo reside la trampa, invisible por premoderna, del famoso dilema de Epicuro: o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es omnipotente… Pero si el mundo-sin-mal es un concepto imposible y contradictorio, sacar conclusiones de él, equivaldría a decir que Dios no es bueno porque no quiere hacer círculos-cuadrados o no es omnipotente porque no hace hierros-de-madera.
Cuando esta evidencia se hace explícita, tan anacrónico es seguir creyendo en Dios admitiendo que, si quisiera, podía acabar no solo con el coronavirus, sino con todo el sufrimiento del planeta, como lo es negar su existencia, a pesar de reconocer la autonomía del mundo y saber que cuanto en él sucede tiene siempre una causa intramundana. La religión necesita actualizar su imagen de Dios, y dejar de responder con procesiones o rogativas, que solo tienen sentido presuponiendo que es posible un mundo-sin-mal. Por la misma razón, el ateísmo necesita ser consecuente y no negar a Dios porque no interfiere con las leyes físicas o no controla la libertad humana.
Dar este paso tiene consecuencias importantes, claras para el nivel práctico, más oscuras para el sentido de la vida y de la historia. En el primero, estamos avanzando. El mundo está hoy iluminado por una onda casi gravitatoria de solidaridad fraternal que nos une a todos contra lo mal, el enemigo común. Dura lección, pero lección.
Las diferencias aparecen en el otro nivel. Quien no cree en Dios, tiene ante sí la tarea de configurar su vida y darle sentido dentro de la simple inmanencia. En ella podremos vencer el coronavirus; pero debemos contar con que el mal seguirá presente con otros rostros, incluido el último: la muerte, ese “amo absoluto” del que habló Hegel.
Quien cree en Dios tiene la tarea urgente de actualizar su imagen. Un Dios que crea por amor y vive entregado a su creación, pero con una presencia que no puede ser evidente, porque funda y promueve sin interferir, respetando la autonomía de las creaturas: tanto la de las leyes físicas (Whitehead habla hermosamente de Dios como “poeta del mundo”) como sobre todo, las de la libertad.
El Evangelio, dando forma a la saudade más honda del corazón humano, consiste en proponer el descubrimiento de que Dios, porque es capaz de crearnos desde la nada, tiene también poder para no dejarnos recaer en ella, rescatándonos de la muerte, convertida así en el “último enemigo” en ser vencido. Mientras tanto, acompaña en el camino: la historia no es prueba, sino condición de posibilidad de la existencia; y el mal no es castigo, sino el peaje inevitable del crecimiento en toda existencia finita.
La esperanza es posible, a pesar del mal. Y la humanidad tiene derecho a sentirse acompañada. También en esto Whitehead encontró palabras que amo y que vale la pena citar en este tiempo especialmente menesteroso: “Dios es el gran compañero, el camarada en el sufrimiento, que comprende”.
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