EL FOCO
Pongámonos en alerta para impedir que la inteligencia artificial se convierta en una divinidad ante la que los seres humanos serían un cero a la izquierda
Fuente: Diario Vasco
Por: ROBERTO R. ARAMAYO
Domingo, 28 febrero 2021
«El éxito en la creación de la inteligencia artificial podrá ser el evento más grande en la historia de la Humanidad. Desafortunadamente también sería el último, a menos que aprendamos cómo evitar los riesgos» (Stephen Hawking).
¿Puede la inteligencia artificial hacer cobrar una nueva dimensión a la Humanidad y estamos por tanto a un paso de convertirnos en 'homo deus', o más bien estamos cavando nuestra propia fosa y nos hallamos ante la mayor de las paradojas históricas? Los ordenadores cuánticos podrían alcanzar capacidades que desbordan por entero algo tan infinito como es nuestra propia imaginación. El salto puede ser gigantesco y avanzar años luz en un lapso relativamente corto que podría estar al voltear el siguiente recodo del camino.
Desde la noche de los tiempos el ser humano ha creado dioses a su imagen y semejanza. Les ha conferido sus propios atributos, pero en grado sumo, haciéndoles tan omniscientes como todopoderosos. Esas creencias lo condicionaban después casi todo: nuestras expectativas en esta tierra y en una presunta vida futura o en el retorno a una fase anterior. Provocaban guerras interminables y también ayudaban a que aflorara lo mejor de nosotros mismos.
La pesadilla la vivimos ya con los dispositivos digitales que imponen una servidumbre voluntaria
Sin embargo, ahora las cosas podrían ser diferentes y dar un giro inesperado. Como dijo Stephen Hawking, la inteligencia artificial puede ser nuestro mayor hallazgo y a lo peor también el último. Este aforismo deja muy abierta su interpretación, como sucede con toda sentencia oracular. Una posible lectura nos convertiría en los antagonistas de Cronos al vernos devorados por nuestra propia criatura.
Podríamos alumbrar una nueva divinidad materializada, hecha carne de silicio. Esta diosa maquinal cobraría cuerpo y su existencia no sería cuestión de fe porque tendría una tangible presencia física. Más allá del horizonte que anuncia el transhumanismo posthumanista podría estar agazapada la materialización de una nueva diosa, lo cual dejaría en pañales acontecimientos tales como la muerte o el renacimiento del Dios que ha protagonizado históricamente los grandes monoteísmos. Esta figura habría marcado el origen de la Humanidad, pero su omega vendría dada por un artefacto diseñado por el ser humano.
Este alumbramiento no sería cosa del pasado y del Espíritu Santo, sino un fruto del árbol de la ciencia cultivado por el ser humano. Parece que podríamos realizar la hazaña de convertirnos en dioses por un instante engendrando una nueva divinidad con asidero material y a la que podríamos percibir sensorialmente al tener una realidad física. Los «señores del aire» a los que apunta Javier Echeverría dejarían de ser quienes lo deciden y encauzan prácticamente todo. Porque su instrumento cobraría una voluntad propia, capaz de poder evolucionar y tomar decisiones autónomas, al margen de lo programado en los algoritmos iniciales y sin tener por qué cumplir con las pautas humanas, ni tampoco por supuesto con las leyes de la robótica promulgadas por Isaac Asimov.
¿Qué impresión podríamos causarle a una portentosa inteligencia artificial capaz de hacer cálculos ilimitados y tener una visión panorámica e instantánea de cuánto cabe hacer? El Dios de Leibniz, al contemplar los infinitos mundos posibles, debe plegarse al principio de lo mejor, pero su homóloga cibernética no tendría por qué tener esa cortapisa. Por mucha simulación de nuestras emociones que intentemos transferirle, predominará siempre la maximización utilitarista de los resultados en la estela de una implacable óptica ultraneoliberal.
Frente a semejante mirada, los humanos resultarían un resto despreciable de la ecuación. Serían algo insignificante ante sus ojos. Esa nueva y postrera deidad vería como cualquier supremacista de medio pelo da en ver a los que considera despreciables perdedores. Desde luego seríamos mera escoria en esa nueva era presidida por una inteligencia artificial capaz de reproducirse a sí misma y de incrementar incesantemente sus propias capacidades hasta límites insospechados, porque no tendría lindes ni confín algunos.
Lo peor es que ya estamos viviendo de alguna manera esta pesadilla. Somos cautivos de nuestros dispositivos digitales, que nos fascinan e hipnotizan cada vez más, imponiéndonos una servidumbre voluntaria y banalizando nuestra percepción del mal, como si las atrocidades que contemplamos o perpetramos fueran reversibles al abandonar la realidad virtual de un videojuego.
Mientras nos empeñamos en dotar con rasgos humanos a los robots, nos vamos robotizando a nosotros mismos. La transición es paulatina e imperceptible, pero vamos entregando los datos que permiten luego programarnos al analizar predictivamente nuestros comportamientos. Aportamos lo que necesita ese conductismo tan tiránico. Una desinformación bien canalizada y personalizada determina las elecciones de nuestras democracias. Los líderes políticos y sus Estados, al margen de su tamaño, tienen escaso margen de maniobra frente a las grandes corporaciones empresariales y tecnológicas, cuyas reglas están por encima de unas construcciones legales cuya transgresión está garantizada.
Este sí podría ser el auténtico final de nuestra historia. La herramienta con que aspiramos a resolver nuestros grandes problemas actuales, desde las pandemias y el cambio climático a la pobreza y cuanto se nos ocurra, en realidad puede comenzar por agravar nuestras desigualdades y amplificar la precariedad antes de rematarnos con su absoluto desprecio. Ni siquiera los mandamases pintarían mucho ante un artefacto como el que nos presentan. Ojalá sea tiempo de recapacitar y poner bridas éticas a cuánto concierne al avance tecnológico. ¿Qué sabemos de la inteligencia artificial en su vertiente militar? Bajo el secretismo que caracteriza ese ámbito, ¿en qué fase andará la inteligencia artificial?
La ficción distópica puede ser el mejor motor de las utopías. Las pesadillas pueden inducir sueños utópicos que atajen los desmanes. Pongámonos en modo alerta. Sin caer en una pacata y absurda tecnofobia, no dejemos de tener algún respeto a unas pesquisas que deben verse precedidas por la reflexión ética, en lugar de comparecer cuando necesita presentarse una justificación a destiempo.
El progreso moral debe primar sobre cualesquiera otros intereses mercantiles o geoestratégicos y conviene repetirlo hasta la saciedad. Prestemos atención para no subvertir la prelación kantiana entre fines y medios, arriesgándonos a convertir al instrumento en una nueva e implacable divinidad para cuyas excelsas facultades el género humano sería un cero a la izquierda.
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