sábado, 13 de marzo de 2021

La Iglesia vasca y ETA: la lucha por el relato

Por: Jesús Martínez Gordo

(Teólogo)

 

“En una carta dirigida a la presidenta de la Asociación Pro Guardia Civil Española (APROGC) el pasado 4 de marzo, el Papa Francisco asegura sus oraciones por las víctimas del terrorismo y autoriza a la Iglesia española a condenar a los sacerdotes vascos próximos a ETA”. Es lo que firmaba Youna Rivallain el 10 del mismo mes en el periódico francés “La Croix”. La verdad es que cuando lo leí me quedé perplejo, pero no porque me pareciera una novedad lo que allí se recogía, sino porque se difundiera tal interpretación, sin el debido contraste. Supongo que lo hizo siguiendo la nota-comentario facilitada, al respecto, por la misma Asociación Pro Guardia Civil o por los encabezados de algunos medios de difusión no caracterizados, precisamente, por su ecuanimidad en estos asuntos. Alguno de ellos, en concreto, sostenía que Roma “confirmaba la sanción al expárroco de Lemona que justificó la violencia de ETA”.

 

La carta del Nuncio de España

La verdad es que me costó encontrar la Carta oficial de la Nunciatura en Madrid para leerla sin apostillas interpretativas. En dicho texto, el Nuncio Apostólico, dirigiéndose a la presidenta de la Asociación Pro Guardia Civil, le notificaba que “la Secretaría de Estado de Su Santidad ‘asegura (…) la cercanía y la oración del Santo Padre por todas las víctimas”. Seguidamente le informaba que “el propio ordinario tiene la competencia en primera instancia para valorar cualquier infracción por parte de un clérigo, como se ha hecho en este caso, pudiendo el clérigo recurrir la decisión en el modo que prevé el derecho”. Y finalizaba deseando a la presidenta sus “mejores deseos de bien” y enviando “un cordial saludo”.

Contrastando lo recogido por algunos medios de comunicación social y la Carta de Nunciatura no reconocía en ella que el Papa, por ejemplo, “autorizara a la Iglesia española a condenar a los sacerdotes vascos próximos a ETA” o que “confirmara la sanción al expárroco de Lemona que justificó la violencia de ETA”. Yo leía, simplemente, que el obispo era competente “en primera instancia para valorar cualquier infracción por parte de un clérigo”, pudiendo el afectado “recurrir la decisión en el modo que prevé el derecho”. Nada más. Era, simplemente, una obviedad procedimental. Sin más alcance ni consideraciones. Esa era la respuesta de la Santa Sede a la exigencia de una condena formulada por dicha Asociación de la Guardia Civil.

 

Desafortunada declaración y reacciones

En el origen de este revuelo mediático se encuentran unas declaraciones de Mikel Azpeitia, entonces sacerdote de Lemona (Bizkaia, España), en las que manifestó que lo de ETA “no era terrorismo, sino una respuesta a una represión que se estaba sufriendo, que es muy distinto”, una especie de guerra entre bandos. Por eso, “el que un pueblo oprimido, al que quieren conquistar, pues responda, pues con violencia, no sé hasta qué punto es terrorismo. Todos entendemos que eso es una guerra entre bandos, entre una nación o contra otra nación”.

Una vez que trascendieron estas palabras, el obispo de Bilbao (en aquel tiempo D. Mario Iceta) y su auxiliar (D. Joseba Segura) con el Consejo Episcopal, le urgieron, en primera instancia, a retractarse y pedir perdón púbicamente y, al día siguiente, le retiraron “los oficios eclesiásticos”.

 

El Foro de curas de Bizkaia

Un grupo de compañeros sacerdotes, agrupados en el “Foro de curas de Bizkaia”, manifestó su deseo de “saber si los obispos” habían “tomado esa decisión después de haber visionado toda la entrevista” y teniendo claro que no se habían “entresacado, de manera interesada, escasamente siete minutos y medio de unas declaraciones que, al parecer, duraron más de dos horas”.

“Ateniéndonos, únicamente, al extracto de las declaraciones ofrecidas, indicaban a continuación, entendemos que en la descripción de los diferentes diagnósticos existentes sobre las causas de la violencia y del terror, Mikel Azpeitia lo hace presentando una empatía desmedida con sus partidarios. Le agradecemos que haya pedido perdón por ello”. Y proseguían no aceptando, vista “la trayectoria pastoral de Mikel Azpeitia, los juicios de valor emitidos estos días sobre una posible justificación por su parte de la violencia o del terror. Más bien, todo lo contrario. De ello tenemos sobradas pruebas tanto nosotros, como los cristianos de las comunidades en las que ha servido. Es más, nunca ha tenido problema alguno en condenar —sintonizando con el magisterio de la Iglesia en el País Vasco— la violencia y el terror como vías de solución para un problema que, además de moral, lo es de convivencia política”.

Y finalizaban indicando a los obispos que “’la retirada de los oficios eclesiásticos’ obedecía más al dictado de la presión mediática que a una información ajustada de los hechos, a la escucha de la persona en cuestión (a quien se le leyó telefónicamente la primera nota del Consejo Episcopal previo al envío de la misma a la prensa, a pesar de que en ella se decía que estaban “abordando esta cuestión con dicho presbítero”) y a la prudencia que es de esperar en quienes tienen la responsabilidad de presidir en la comunión a la Iglesia en Bizkaia. Lamentamos su desinformación, su precipitación, así como la desmesura de la decisión adoptada y su falta de coraje evangélico, esperando que sea restituido en su servicio cuanto antes”.

Este, y otros hechos por el estilo, evidencian la existencia de una lucha por socializar el imaginario de una Iglesia vasca, por lo menos, connivente con la violencia y el terrorismo. Es algo que se comprobaría, al decir de estos colectivos, en tres apartados referidos a su tibia condena de la violencia; al reconocimiento de una diferenciada concepción política de la unidad de España y a una deficiente atención a las víctimas.

 

La condena de “toda” violencia

 Según el primero de los apartados, hay colectivos a los que sigue repugnando la condena, realizada por los obispos del País Vasco de “toda violencia”, incluida la desplegada por el Estado español; por tanto, no solo la de ETA. Quien esté realmente interesado por una información veraz puede ojear, por ejemplo, los boletines oficiales de las diócesis de Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Pamplona e, incluso, el de Bayona. Podrá comprobar cómo, más allá del ruido mediático, se encuentra con un magisterio episcopal que ha condenado “toda” clase de violencia, “viniera de donde viniera”. Y, si se toma la molestia de leer la prensa de entonces, podrá verificar cómo determinados colectivos sociales y eclesiales (ya fueran conniventes con los partidarios de “la lucha por la liberación del País Vasco” o con la defensa de la unidad de España, incluso “en las alcantarillas o en los bajos fondos del Estado”) se ponían nerviosos.

 

Por eso, más pronto o más tarde, acababan acusando a los obispos vascos de silenciar —en un caso— las torturas y la represión de que eran objeto en las comisarías y cárceles españolas los “libertadores vascos” (en el caso de ETA y de sus diferentes correas de transmisión política) o de mantener una inaceptable equidistancia moral (en el caso de los poderes institucionales que promovieron y financiaron la guerra sucia contra ETA que fue el GAL). Y, con la descalificación de los obispos vascos, la de los sacerdotes y, por extensión, la de la Iglesia vasca, connivente con la represión o con el terror. He aquí el primer dato que, una vez “autodisuelta” o “derrotada” ETA, se sigue repitiendo con cierta regularidad.

 

La existencia de un problema político

 El segundo de los apartados está referido a la existencia de un magisterio episcopal que también sigue levantando sarpullidos: según los obispos de aquellos años, en el origen de la violencia etarra se encuentra, aunque disguste profundamente, un problema político que, sin justificar —para nada— el uso del terror, debía ser afrontado en términos estrictamente políticos, no sólo represivos y con condenas éticas.

Era un diagnóstico que, irreprochable y no gustando nada, activaba otra acusación: los obispos vascos (y, de nuevo, la Iglesia vasca, con ellos), además de tibios en su condena de la violencia de ETA, eran equidistantes y nacionalistas. Y lo eran porque, al reconocer una raíz política de la misma, acababan justificándola, propiciando una desestabilización institucional. Sucede que esto mismo sostenían todos los partidos políticos en el famoso “Pacto de Ajuria Enea” “Por la normalización y pacificación de Euskadi” (1988), firmado por todos los partidos políticos, con excepción del que era correa de transmisión de los violentos.

He aquí la clave de la acusación de ser una iglesia muy politizada, alineada con los nacionalistas; algo así como sostener que, si reconoces la existencia de estar enfermo porque comes mucho azúcar, estarías defendiendo la bondad de una existencia diabética, además de ser equidistante.

 

Ninguneo y centralidad de las víctimas

Y el tercero de los apartados es el referido a las víctimas del terrorismo y a su ninguneo o, por lo menos, irrelevancia, en el franquismo y en los primeros años de la transición política por parte de la inmensa mayoría de la ciudadanía vasca, incluida la Iglesia.

Hoy en día casi nadie niega esta evidencia.

El debate se encona cuando, adentrados en la democracia, se procede a valorar el peso de la Iglesia en la promoción y acompañamiento de pequeños grupos pacifistas, semilla de lo que, con el tiempo, será el colectivo llamado “Gesto por la paz”.

Guste o no, se trata de grupos de personas que, jóvenes y de matriz eclesial, salían a la calle a manifestarse en silencio siempre que había un asesinato, fuera del signo que fuera. Y que tuvieron el coraje de iniciar un transito del ninguneo e indiferencia, durante el franquismo, a una lenta, pero creciente, solidaria cercanía con las victimas en la democracia, sobre todo, después de la amnistía.

La implicación de la Iglesia vasca en este tránsito sigue siendo, en la actualidad, objeto de diferenciados diagnósticos y valoraciones; frecuentemente, más cargados de pasión que de objetividad y mesura. Supongo que el tiempo (aunque no solo) irá poniendo a cada uno en su sitio y, en concreto, a quienes siguen negando el pan y la sal a la Iglesia vasca.

 

La lucha por el relato

Este es el contexto (o, por lo menos, un ensayo del mismo) de esta metedura de pata del sacerdote de Lemona que no corresponde, de ninguna manera, a su trayectoria y que se visualiza, con particular claridad, en la publicación de una novela (“Patria”) y de un ensayo (entre otros muchos) titulado “Con la Biblia y la Parabellum. Cuando la Iglesia vasca ponía una vela a Dios y otra al diablo”.

 

“Todo por la patria” - “Aberria ala hil”

Cuando leí la novela, llevada al cine recientemente, me llamó la atención que todos los personajes tenían un contrapunto crítico o, por lo menos, un “pepito grillo” interior que les invitaba a ver las cosas de otra manera o, mejor dicho, desde el otro lado. Todos, excepto el sacerdote, don Serapio... Cuando entraba en escena este cura, ladino y desalmado como nadie, lo hacía en soledad, sin contrapunto alguno.

Ya entonces, eché en falta a alguien que asumiera el papel de “pepito grillo” y representara a una Iglesia explícitamente ignorada. Me lo tuve que inventar en defensa de la ecuanimidad que, constatable en los restantes personajes de la novela, su autor había “olvidado” poner al lado de don Serapio. Era una Iglesia que, sorprendentemente ignorada en la novela, se negaba, ya durante la democracia, a dejar los locales parroquiales como lugar de reunión para asambleas “pro-amnistía” porque hacerlo chirriaba con las enseñanzas del Nazareno. O que invitaba a concentrarse, siempre que había un atentado, con Gesto por la Paz en la plaza del pueblo o repartía y llevaba el famoso lazo azul en protesta por el secuestro de personas. Y a la que, incluso, se había amenazado telefónicamente, se le habían pintado dianas en la parroquia y se la había saboteado en alguna misa por llamar a la movilización en contra de la violencia y en favor de la paz.

Don Serapio había leído la declaración en la que ETA reconocía haber infringido “daño”, manifestaba su “respeto” por los muertos y heridos causados por sus “acciones” y pedía “perdón” a las víctimas que, ajenas al conflicto, había provocado. Cambiaba el escenario, se dijo este cura de novela: pasábamos de la violencia a la política. Algo era algo. Mejor dicho, era mucho y bueno.

 

“Con la Biblia y la Parabellum”

Por su parte, esa Iglesia ignorada en la novela “Patria” se sintió concernida por el ensayo, publicado por Pedro Ontoso: “Con la Biblia y la Parabellum. Cuando la Iglesia vasca ponía una vela a Dios y otra al diablo”. La verdad es que en el título y en el subtítulo había más de exabrupto editorial y mediático que de rigor histórico. Sin embargo, su contenido le pareció más matizado, aunque, hubiera imprecisiones y errores de bulto. Pero, en todo caso, le encantó oír decir a su autor que la Iglesia vasca no era “uniforme” o que eran “injustos” quienes la acusaban “de haber sido cobarde”.

Quienes, formando parte de esta Iglesia ignorada en “Patria”, acabaron de ojearlo, reconocieron haber estado lejanos a las víctimas, sobre todo, en los primeros años de la democracia, pero les molestaba que algunos partidarios del relato que se ofrecía en el libro les acusaran de “idolatrizar” (¡menuda palabra!) la nación vasca, su cultura, su lengua y sus instituciones. Muchos de ellos (no todos) se sentían nacionalistas vascos, de la misma manera que otros se sentían españoles, franceses o bielorrusos; pero no a cualquier precio. Por eso, no les cabía en la cabeza que se repartieran excomuniones a troche y moche o que sólo su nacionalismo fuera “idolátrico”.

Como tampoco aceptaban que se les acusara de “no haber defendido la legalidad vigente” por ser partidarios (también en la actualidad) de un cambio constitucional en el que fuera posible, por ejemplo, un Estado confederal o federal. Si la soberanía residía en el pueblo, se dijeron, tendría que ir de “abajo a arriba” y no de “arriba a abajo” como lo venía siendo desde la Constitución de 1978. Contaban con la amistad de compañeros internacionalistas que les criticaban por entender que el nacionalismo era insolidario, pero a quienes también ellos acusaban de no dar con una propuesta equilibrada en la que su legítima reivindicación de la solidaridad no degenerara como así creían percibir en autoritarismo. En definitiva, que, leyendo el libro, se sintieron concernidos, pero no creyeron encontrar datos o argumentos nuevos para cambiar o modular su opinión.

 

El próximo capítulo

He aquí, supongo que, simplificando, el contexto en el que entiendo el “affaire” de Mikel Azpeitia, el cura de Lemona, a quien D. Mario Iceta ha retirado “los oficios eclesiásticos”. Si no me equivoco, creo que tiene pendiente declarar en la Audiencia Nacional por una denuncia de otra asociación: “Dignidad y Justicia”.  

 

Será, sin duda alguna, otra página, una más, en esta lucha por socializar el relato de una Iglesia vasca connivente con los etarras e insensible a “todas las víctimas”.

 

 

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