Por JESÚS MARTÍNEZ GORDO
10/01/2023
Recién iniciado este año, y fallecido Benedicto XVI, he conocido, por declaraciones de Georg Gaenswein, su secretario, que el Papa J. Ratzinger leyó “con dolor en el corazón” el Motu Proprio de Francisco “Traditionis custodes” (2021). En este decreto papal se fijaban unas nuevas, y drásticas condiciones, para poder celebrar la misa en latín, intentando reconducir las decisiones tomadas por su predecesor en 2007 sobre dichas celebraciones: no se puede volver, había recordado el Papa Bergoglio, “a esa forma ritual que los padres conciliares, 'cum Petro et sub Petro', (con y bajo Pedro) sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu Santo y siguiendo su conciencia como pastores, los principios de los que nació la reforma”.
Visto el enojado revuelo que, de nuevo, han provocado estas declaraciones de Georg Gaenswein, me he dicho, es posible que no esté de más volver a recordar que, con tal decisión, el Papa Bergoglio se ha limitado a reconducir al puerto conciliar la contrarreforma litúrgica impulsada por su antecesor. Y que lo ha hecho porque se había convertido en banderín de ruptura -aunque no, el único- con el Vaticano II.
Pero tambien ha puesto en su sitio -en mi opinión, certeramente- algunos de los diagnósticos y posicionamientos personales de J. Ratzinger, tanto en su época de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como, incluso, de tiempos anteriores. Creo que tales diagnósticos, por ser personales, no pueden acabar en decantamientos doctrinales o en decisiones jurídicas para toda la Iglesia católica por el hecho de haber sido promovido a la cátedra de Pedro y por muy partidario que se sea de una más que cuestionable espiritualidad y teología providencialista.
Es lo que ya se empezó a constatar en el Papa fallecido cuando, al poco de acabar el Vaticano II, criticaba -legítimamente, por cierto- la renovación, en este caso, litúrgica, implementada por Pablo VI: ha producido, no se cansaba de decir, “unos daños extremadamente graves”. Y sustentaba tal diagnóstico y conclusión en su particular manera de entender cómo había de ser interpretado y recibido dicho concilio. En el discurso de Navidad ante la Curia romana (diciembre, 2005) estableció una diferencia -en mi opinión, interesada, además de inapropiadamente cartesiana- entre lo que llamó la “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” y “la hermenéutica de la reforma o de la renovación en la continuidad”.
A la luz de esta última, entendía que la reforma litúrgica, llevada a cabo por el Papa Montini -en coherencia y sintonía con los padres conciliares-, había sido un error por no haber respetado, debidamente, el oportuno equilibrio entre novedad y continuidad, cosa que se evidenciaba en su drástica prohibición de celebrar la misa en latín.
Al proceder de manera tan rupturista, Pablo VI y los padres conciliares, sostuvo J. Ratzinger, ya Benedicto XVI, habían emitido un peligroso mensaje: se podía romper el hilo de la tradición que nos vinculaba con el origen sin mayores problemas y proceder “ex novo” (de manera totalmente nueva) con cualquier sacramento, símbolo o verdad. Se entiende, a la luz, de este diagnóstico y conclusión, que recuperara la misa en latín, cierto que con algunas condiciones (2007). Tomando dicha decisión, esperaba poder restablecer lo que -según su personal parecer- había quedado en la cuneta: la unión entre el presente y el pasado y, así, mantener “viva” la tradición de la Iglesia católica.
El paso siguiente fue el de levantar la excomunión a los obispos lefebvrianos, con la única condición de que reconocieran el primado del sucesor de Pedro. Cumplido el requisito pedido, el levantamiento se produjo en enero de 2009, viéndose salpicada por el “negacionismo” militante de la Shoah o exterminio nazi por parte de Mons. Williamson, uno de los cuatro. Fue, se autocriticará más adelante Benedicto XVI, un incidente que “no habíamos previsto” y que hizo que la decisión tomada fuera “especialmente desdichada”.
Además, se empezó a percibir que, en la manera y modo de informar de algunos medios de comunicación, se estaba transparentando “una hostilidad pronta a saltar” y una “disposición a la agresión” hacia la Iglesia y, concretamente, hacia el Papa J. Ratzinger. Pintaban bastos. Y no parecía que fueran solo contra su persona, sino, también, y sobre todo, contra la línea y las opciones que representaba -y a las que daba alas- con sus personales diagnósticos y lecturas involutivas del Vaticano II, al margen de la mayoría conciliar y del Papa Pablo VI.
El último movimiento del Papa Benedicto XVI en esta área litúrgica fue terciar en el debate sobre el criterio que había de seguirse en la traducción del misal latino y, más concretamente, de las palabras de la consagración: si literal o interpretativo en el caso del “pro multis” (“por muchos” o “por todos”). Se decantó a favor de la traducción literal, tal y como se puede apreciar en la carta personal que escribió al entonces presidente de la Conferencia Episcopal alemana (2012) pidiéndole que adoptaran dicha traducción literal porque “la Palabra” debía “existir como ella misma, en su propia forma”, aunque resultara “extraña”.
Primaba, una vez más, el nexo -en este caso, literal- con lo que creía que era el depósito de la tradición porque entendía que la traducción interpretativa era desmedidamente discontinua y rupturista. Y suponiendo que una traducción literal permitía mantener -a diferencia de la interpretativa- el hilo con la tradición. No le importaba, para nada, la inculturación de la fe. Como tampoco, la responsabilidad de los obispos -en nombre de una colegialidad co-gubernativa- para adaptarla, vista la “autoridad” de quien, siendo sucesor de Pedro por ser obispo de Roma, procedía, de hecho, como “el prelado de todo el mundo”.
La cuestión, una vez más, llevaba a evaluar si esta forma de gobernar, interviniendo hasta en los más mínimos detalles era realmente conciliar y colegial, además, obviamente, de la consistencia teológica que pudiera presentar el concepto de tradición que barajaba. El Papa J. Ratzinger era particularmente cuidadoso con una manera -entre otras- de entender el pasado y poco o nada atento y sensible al presente y al futuro al que, a pesar de sus diagnósticos y querencias personales, también seguía estando convocada toda la Iglesia. En una palabra, no era de recibo tal forma de gobernar e imponer sus diagnósticos y querencias personales a la catolicidad.
A la luz de estos datos y argumentos, entiendo perfectamente que no le gustara nada la decisión, tomada por Francisco, de dar por finalizada la contrarreforma litúrgica liderada por él. Y entiendo, en coherencia con la expresión empleada por monseñor Georg Gaenswein, que leyera con “dolor en el corazón” el decreto del Papa Bergoglio en el que se volvía a lo aprobado en el Vaticano II, ratificado e implementado por Pablo VI y no alterado por Juan Pablo II, a pesar de la ascendencia teológica que tuvo ante él. Sospecho, pero es solo una sospecha, que una parte de tal dolor obedecía también a haber fracasado en su intento de recibir involutivamente el Concilio Vaticano II en este punto; aunque no solo. La Contrarreforma litúrgica se había malogrado; al menos, de momento.
Queda pendiente -desde hace tiempo- una reforma litúrgica a fondo, más allá de estos retrocesos y consideraciones contrarreformistas. Y está pendiente porque creo que cada día somos más los convencidos de vivir en una Iglesia que ha perdido lo que se podría llamar algo así como “un dial litúrgico” conectado con nuestro tiempo y con los signos en los que, a pesar de todo, se sigue transparentando y es perceptible la presencia de Dios. Pero ésta es ya otra cuestión; aunque me parezca que, litúrgicamente, es “la cuestión”.
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