Johann Baptist Metz,
“Memoria
passionis:
una evocación provocadora en una sociedad pluralista”,
pp. 204-208
Ciertamente, la
situación actual (en el proceso de globalización) manifiesta potenciales de
conflicto absolutamente nuevos, caracterizados no sólo por antagonismos
sociales, sino también -y sobre todo- por antagonismos religiosos y culturales.
En otros textos he formulado la propuesta de un programa cristiano para el
mundo estructurado en torno a la idea de compassio. Aquí, sin embargo,
me gustaría llamar la atención sobre puntos de vista que -¡sin estar
resueltos!- proceden de una época en la que el globo todavía se podía dividir
sin problemas en Primer, Segundo, Tercer (y Cuarto) Mundos.
1.- La Europa de la ilustración
política
Los europeos
somos todavía universalistas; actuamos movidos por la curiosidad, pero también
de forma insensible; seguimos siendo considerados gentes que cruzan fronteras y
superan límites, conquistadores y dominadores, misioneros, «exportadores», y
siempre y en todo, euro-céntricos.
¿Qué hay de
cierto en ello? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué es importante tener en cuenta, de cara
precisamente al entendimiento de Occidente con el «resto del mundo»?
Permítaseme
decir, en primer lugar, una palabra sobre la importancia que aún conserva
Europa, sobre la misión que todavía tiene en el mundo actual en relación con el
mundo no europeo. Europa es el hogar
cultural y político de un universalismo que, en su esencia, resulta
estrictamente anti-eurocéntrico. No me refiero aquí a la Europa del dominio
racional y comercial, ni a la Europa de la civilización científico-técnica,
sino a la Europa de la ilustración política. Es cierto que, al principio, el
universalismo anhelante de libertad y justicia de la Ilustración no fue
universal más que en sentido semántico y que, en su desarrollo concreto, ha
seguido siendo particularista hasta hoy. No obstante, ha fundado una
nueva cultura política y hermenéutica que aspira al reconocimiento de la
libertad y dignidad de sujeto de todos los seres humanos.
Lo cual, a la
vista de las preguntas que acabamos de formular, significa que el
reconocimiento de la autenticidad cultural no debe suponer la renuncia al
universalismo de los derechos humanos desarrollado en las tradiciones europeas.
Juntamente con su profundización teológica, según la cual la única
macro-narración que sigue teniendo vigencia es la historia en cuanto historia
de la pasión (de los seres humanos), este universalismo de los derechos humanos
garantiza que el pluralismo cultural no degenera en mero relativismo, que el
reconocimiento de los otros en su alteridad conserva su potencial de verdad.
Por eso habría que reflexionar aquí detenidamente sobre el siguiente axioma: los derechos humanos suspenden el derecho
internacional o de gentes, los derechos humanos suspenden los derechos
culturales.
Sin embargo, me
gustaría abordar de inmediato un punto que hace referencia explícita a la
relación entre los dos continentes (sic) de los que estamos tratando. Mi pregunta crítica reza: ¿no existen en la
actual política mundial dos raseros diferentes para hablar de derechos humanos?
¿Qué ha sido, qué es, del derecho de expresión de los países pobres de esta
Tierra en lo que se refiere a la dignidad y libertad de sus habitantes?
En la
actualidad, como se ha dicho, se debate la idea de que, bajo determinadas
circunstancias, los derechos humanos suspenden el derecho internacional. Pero
¿no es chocante el hecho de que en Europa siempre pensemos espontáneamente en
las situaciones de crisis de los países pobres en las que estaríamos obligados
a intervenir para salvaguardar los derechos humanos? ¿A quién de nosotros se le ocurre pensar que también los países pobres
podrían tener derecho a inmiscuirse en la política internacional de los países
industrializados del Norte y demandar una más decidida democratización de la
economía mundial? ¿A quién de nosotros se le ocurre pensar que los países
pobres podrían tener derecho a cuestionar la soberanía de los países ricos, los
cuales, a la postre, amén de ser responsables de las catástrofes ecológicas,
han impuesto a los pueblos y culturas pobres (e inmersos en otros cauces de desarrollo)
de esta Tierra una presión de modernización y aceleración que no sólo no
fomenta en tales países formas de vida a la altura de la dignidad humana, sino
que incluso destruye las existentes?
Así pues, ¿no
existen dos varas de medir diferentes para hablar de derechos humanos? ¿Y no se ha hecho esta asimetría más
evidente desde que llegó a su fin la Guerra Fría, y los ricos y fuertes países
industrializados del Norte han dejado de temer que los países pobres de esta
Tierra puedan decantarse por el bando político equivocado? ¿No debería convertirse la Iglesia,
ubicada en la intersección entre países ricos y pobres, en un valeroso lobby que
presionara en favor de estos países pobres, de su derecho a intervenir en la
política mundial, de la igualdad en lo relativo a los derechos humanos, y
se posicionara en contra de la opinión mayoritaria, según la cual los
postulados de los derechos humanos no son en realidad más que imperativos
externos al sistema que deben ser tomados en consideración en el comercio
internacional? Al fin y al cabo, el reino de Dios que anuncia la Iglesia no es
indiferente a los precios de dicho comercio.
2.- Crisis del espíritu
europeo: euro-esteticismo y euro-provincialismo
Pero dirijamos
de nuevo la mirada a Europa. Hace ya tiempo que en Europa impera un nuevo ambiente, una nueva mentalidad. Un nuevo
espíritu recorre Europa: una variante de lo que, en la cultura intelectual, ha
sido objeto de debate bajo el nombre de «posmodernismo». Se ha difundido un cotidiano posmodernismo de los corazones que vuelve
a poner la necesidad y la miseria del llamado Tercer Mundo en una lejanía aún
mayor y carente de rostro.
En la Europa
moderna siempre ha existido algo así como un euro-darwinismo, el cual, para mí,
se manifiesta en la proclividad de los europeos a considerarnos a nosotros
mismos la cima triunfante de la evolución de la humanidad y, al mismo tiempo,
en nuestra incapacidad para juzgarnos a
nosotros mismos con los ojos de nuestras víctimas. En la actualidad, la
mentalidad europea, el espíritu europeo (si se me permite emplear palabras tan
magnas), presenta dos rasgos -que me gustaría caracterizar como euro-esteticismo
y euro-provincialismo- de crucial importancia para la relación de Europa con el
llamado Tercer Mundo.
2.1- Euro-esteticismo
¿A qué me
refiero con este término? Voy a intentar explicarlo sirviéndome de una
anécdota. En otoño de 1989, el entonces ministro alemán de Trabajo visitó
Polonia e, impresionado por las transformaciones que estaban produciéndose en
aquel país, dijo lo siguiente: «Marx ha muerto; Jesús vive». Es, sin duda, una
respetable declaración confesional. Pero ¿se trata también de un diagnóstico?
En muy escasa medida. Si hubiera deseado hacer un diagnóstico, en todo caso
podría haber dicho (al menos por lo que a Europa respecta): «Marx ha muerto; Nietzsche vive».
Nietzsche simboliza la sustitución de la metafísica tardía, la filosofía de la
historia y la crítica de la sociedad por la estética y la psicología.
Consiguientemente,
en la cultura intelectual de la Europa contemporánea existe una tendencia a la
estetización, a la psicologización de la identidad europea. Con impudicia metafísica
se saquea la mística y la espiritualidad de las grandes culturas asiáticas o lo
que se tiene por tales. Y así, no sólo Europa, sino el mundo entero, se ve
abandonado, a la postre, a merced de lo que a cada cual le «gusta». El mundo es
cocinado según los dictados de la nouvelle cuisine de la Posmodernidad.
Pero ¿no son
este euro-esteticismo y este euro-psicologicismo fenómenos de evasión o de
resignación? ¿No son manifestación del ambiguo travestismo de un cierto
pensamiento europeo de la habituación a las crisis y la miseria?
Europa corre el peligro de acostumbrarse a las
crisis de pobreza en el mundo, que cada vez adquieren un carácter más
permanente. Lo cual contribuye a que nosotros los europeos, encogiendo los
hombros, las deleguemos a una evolución social anónima y carente de sujeto.
2.2.- Euro-provincialismo
También este
fenómeno me parece un síntoma de la cultura intelectual de Europa, la cual
penetra más y más en la conciencia diaria de la gente. ¿A qué me refiero? Me refiero a la nueva «modestia»
posmoderna, al pensamiento de aminoradas pretensiones y de escala reducida. Los
grandes conceptos, que por regla general han de ser interpretados de forma
utópica o visionaria, se han vuelto sospechosos.
Hablar de la
historia, la sociedad, el mundo..., se considera obsoleto,
latentemente totalitario. Con sus muy controvertidas reflexiones sobre el «fin
de la historia», el estadounidense Francis Fukuyama se convirtió a comienzos de
la década de mil novecientos noventa en ejemplo del nuevo espíritu que recorre
Occidente o, si se quiere, el Norte: la macro-historia ha llegado a su fin; ya
no quedan más que micro-historias.
El espíritu europeo prefiere las cosas «más
pequeñas». Una nueva quimera de inocencia parece haberse adueñado del
pensamiento europeo. Se manifiesta en la preferencia
por los mitos que se cuentan de espaldas a la historia en la que se sufre y se
muere. El nuevo espíritu europeo valora la suspensión ética y política que
late en los mitos y cuentos. Tal es el aspecto del culto intelectual a la nueva
inocencia europea. Así principian las estrategias espirituales para la
inmunización de Europa; así comienza la preparación intelectual de un
pensamiento político del apartheid en Europa; así se inicia lo que en
una ocasión he denominado «provincialismo táctico» de Europa; así se despliega
el euro-provincialismo.
3.- «Perspectiva mundial» desde la memoria de Europa
Tal
provincialismo contradice el universalismo capacitado para la pluralidad, que
tiene su raíz en la herencia judeo-cristiana de Europa y se sabe guiado por la memoria
passionis, que cuida de que las normas de justicia que han de regir las
relaciones humanas no sean aminoradas. Aun cuando se tenga en cuenta la
tragedia de la pérdida de simultaneidad ocasionada por los procesos de
globalización, un ethos arraigado en la memoria passionis no
puede resignarse a que los pobres sean, por ejemplo, víctimas o rehenes de las
despiadadas oligarquías que los gobiernan.
4.- ¿Y cuál es el papel de la Iglesia en este
proceso?
En su liturgia
no debe representar ningún poder político, sino que -a través de su
representación- ha de evocar aquella
impotencia política a la que sigue debiéndose en su rememoración de Dios,
la cual se halla entretejida con la remembranza del sufrimiento. Si quiere
evitar que su anamnesis crítica de la pasión de Cristo degenere en un
mito alejado de la historia, no tiene más remedio que ejercitarse en una cultura anamnética referida a la historia de la
pasión de la humanidad y extraer de ella horizontes y máximas para su acción
cristiana.
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