Nacemos
y nos hacemos personas conviviendo. En el seno materno. En la familia y en la
vecindad. En las comunidades de juego y trabajo. Y en ese convivir se
manifiesta, lo mejor y lo peor de nuestra condición humana: la grandeza de dar
la vida y la ruindad de destruir la propia y la de los demás. El relato sobre
Abel y Caín sigue siendo actual. Hay muchas personas que sirven a otras, siendo
solidarias en el compromiso de mejorar las condiciones de vida y la felicidad
de quienes les rodean. Pero también hay hermanos que se odian hasta matarse, personas
que torturan a sus parejas, niños que son explotados, inocentes a los que se
les niega lo mínimo para vivir ... Convivir puede significar, por tanto, vivir
unos a favor de otros en beneficio común o, vivir unos contra otros, de modo
que la felicidad de unos se base en la desgracia ajena.
No
somos una excepción. También en nuestra tierra han crecido juntos el trigo y la
cizaña. Y tanto lo bueno como lo malo no es ajeno a la acción, omisión o
concurso de las personas concretas que convivimos aquí y ahora. Es verdad que
la responsabilidad de los crímenes cometidos no debe diluirse en una sociedad
general anónima, ni atribuirla a un estado de violencia genérico. El bien hacer
y el mal hacer éticos dependen de la reacción de las personas ante contextos
concretos. Pero el avance en la humanización más positiva de la convivencia no
se logra sólo porque quienes mataron dejen de hacerlo. Hace falta la
implicación positiva de todas las personas afectadas, de aquellas que más
padecieron y también de las que por temor o cobardía negaron la compasión a
quienes son víctimas de la injusticia, fuese quien fuese su autor responsable
directo.
Se
afirma que estamos en una “nueva etapa”. Es nueva porque ha triunfado la
voluntad democrática de nuestra sociedad, que ha hecho desistir de su bárbaro
empeño a quienes querían que optásemos entre el tiro en la nuca de unos o la
cal viva de otros. Pero, también en este “nuevo tiempo”, hay presión organizada
para que nos pongamos a favor de quienes piden venganza infinita (“que se
pudran en las cárceles”) o a favor de declarar “héroes populares” a quienes han
perseguido y asesinado alevosamente a sus conciudadanos. Y no caer en esta
cruel tenaza solo será posible desde la firmeza ética comprometida de la
mayoría de los ciudadanos.
Es
deber de todo demócrata denunciar la injusticia que se haya cometido con
cualesquiera de sus conciudadanos. Son legítimas e imprescindibles las
iniciativas que no olvidan las injusticias que han jalonado nuestra historia
reciente, que demandan el reconocimiento de la verdad de tales injusticias y
que reclaman su reparación. No partimos de cero. Cuanto mayor coincidencia y
solidaridad en tal sentido, será más sincera la convivencia. Y las
instituciones democráticas así como los distintos foros públicos comunes a los
ciudadanos, tienen el deber de facilitar el ejercicio de tales iniciativas.
Es,
sin embargo, contrario a la consolidación de la convivencia democrática, que se
exija de la sociedad en su conjunto la aceptación de cualesquiera de estas tres
trampas: a) que sólo se tomen en cuenta unas injusticias y no las otras, o b) que
determinadas personas sean reconocidas como ciudadanos ejemplares por el sólo
hecho de haber sido víctimas o, c) que se reclame la declaración de héroes del
pueblo para quienes injustamente mataron o para sus colaboradores. Y es deber
de las instituciones democráticas de cualquier ámbito no caer en ninguna de las
tres trampas, porque son un mal camino.
En
nuestra sociedad hay iniciativas sociales que promueven el buen camino que no
siempre son secundadas desde las instituciones competentes. Pero hay igualmente
iniciativas sociales que promueven el camino de las tres trampas que son
secundadas por instituciones que debieran velar por el interés democrático
común.
La
mejora de la buena convivencia no puede imponerse desde arriba, sino que debe
ser trabajada desde abajo, compartiendo proyectos, alegrías y desgracias, y en
los momentos difíciles como los que estamos viviendo, compartiendo incluso el
trabajo escaso y las consecuencias dolorosas de la crisis económica. El
desacuerdo es inevitable en la convivencia, pero ha de evitarse su utilización
para destruir o excluir a los que discrepan. Sólo así será posible avanzar en
una convivencia normalizada, entre los que nos hemos dado la espalda largo
tiempo o incluso los que han usado o apoyado ilegítimamente la fuerza de las
armas.
En
nuestros pueblos se ha matado impunemente largos años y los casos de tortura
han sido también demasiados. La extorsión y el chantaje han sido una práctica
extendida. Por todo ello se necesita una auténtica terapia reparadora, que
además de curar heridas del pasado, fundamente un proyecto común. Es necesario,
asumir un código ético que sea referencia compartida para impedir el deterioro
y favorecer la mejora de la convivencia en cada vecindad, pueblo, barrio, calle
o lugar de trabajo, incluso en manifestaciones culturales y lúdicas de muy
diversa índole. Es decir, en todos los ámbitos de nuestras relaciones sociales.
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