jueves, 20 de marzo de 2014

La traición al Evangelio

 Jesús Mª Urío Ruiz de V.



("A nadie llaméis padre, porque solo uno es vuestro Padre"...; "a nadie llaméis maestro"...; "a nadie llaméis doctor"...). Cuando uno lee, con espíritu puro y sin prejuicios, estas palabras en el Evangelio, y otra muchas, no puede menos de preguntarse sin ha sido éste, el Evangelio, el que ha marcado las pautas de conducta en la historia de la Iglesia. O si no se ha dejado llevar, más bien, por normas, costumbre y comportamientos tomados de otras alternativas religiosas, alejadas de la palabra revelada, tanto en el Antiguo (AT), como en el nuevo Testamento (NT). Pero ya no es noticia que el respeto a las indicaciones del Evangelio no es lo más normal en la praxis institucional de la Iglesia. ¿Quieren ejemplos?:

La injustificable división entre clérigos y seglares, (no podemos olvidar que Jesús era laico, y nunca fue, ni pretendió, ni se presentó cómo, sino que criticó y denunció vehementemente a los clérigos de su tiempo). Llamar sacerdotes a los presbíteros, (en el Nuevo Testamento -NT- no se llama así a ningún mimbro de la Comunidad cristiana, solo a Jesucristo); la ley del celibato obligatorio, (que según mucho historiadores y analistas entró en la Iglesia por motivos económicos).

Las mitras episcopales (y el poder del obispo, mucho más allá que su carisma de servidor y cuidador de la Comunidad). El derecho canónico, (que depende de la única potestad legislativa del obispo de Roma). Las inmensas Iglesias y catedrales (que son bonitas, pero no tienen nada que ver con el Evangelio). La proliferación de vírgenes, (que fomentan un culto que es, en la práctica, casi idolátrico).

La confesión auricular, con el poder excesivo del confesor, (absolutamente alejada del poder de perdonar dado por Jesús a la comunidad). El Vaticano, (ya simplemente como instrumento de Gobierno de la Iglesia Universal). El Vaticano, como Estado pontificio, (jamás se le habría ocurrido a Jesús que el que haría las veces de Pedro tuviera poder mundano, civil). El omnímodo poder absoluto del Papa, (independientemente de que algunos papas lo hayan ejercido con prudencia y moderación; pero han sido los menos). Las Congregaciones romanas, (con un poder jurisdiccional que se han inventado a espaldas totalmente del Evangelio).

Las misas multitudinarias, (que nada tienen que ver con la Eucaristía de la Ultima Cena, o de las primeras comunidades). La Adoración del Santísimo, (de lo que no hay pistas, ni soporte, ni indicio teológico, en el Evangelio, y que no fue praxis de la Iglesia en once siglos). Los castigos a teólogos, (no por apartarse del Dogma, sino por explicarlo de modo diferente al Magisterio oficial).

El culto abusivo a tanto santo, (entre los que hay que no dicen nada, o dicen muy poco, a los fieles, en su fidelidad al Evangelio, o sólo tienen sentido para una pequeña parcela del Pueblo de Dios). La continuas injerencias políticas de los obispos, (desde el siglo V, pero que continúan, por lo menos en la Iglesia Española). Ciertos tratamientos medievales, (como "monseñor", "Santo Padre", etc.). La insufrible lista de rangos y tratamientos de protocolo, (como Eminencia, Reverendísima; Ilustrísima; Excelencia, etc., que resultaría ridícula si no fuese patética).

La lista puede ser mucho mayor. Sé que estamos tan acostumbrados a todos estos planteamientos eclesiales, que precisamos de una verdadera catarsis mental para tan siquiera ponerlos en tela de juicio. Pero quiero dejar claro que este tipo de cuestionamientos es necesario, benéfico, y casi fundamental, en la Iglesia de hoy, en la que el papa Francisco está dando prueba de sinceridad, amor a la verdad, y respeto al cumplimiento del mensaje evangélico.

Si no ponemos en tela de juicio todos estos desvíos del Evangelio, o, a veces, ni los admitimos como una rémora en la vitalidad de la Iglesia, y en su fidelidad al Jesús del Evangelio, entonces no será posible ninguna tentativa de seria reforma. Sería mejor, y más eficiente, que este tipo de posicionamiento lo hicieran teólogos y pensadores de mayor entidad que la mía, y sé que aunque les gustaría hacerlo a más de uno, sus especiales responsabilidades, y sus puestos en la Iglesia, no se lo permiten. Sin embargo, no podemos ignorar, ni obviar, que este asunto hay que abordarlo con mucho respeto, pero sin excesiva demora.

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