Bernard Sesboüé, SJ[1]
1.- Una contundente prohibición tradicional
El préstamo con interés
ha sido durante mucho tiempo un grave problema moral en la Iglesia.
Su práctica por los
clérigos fue condenada en los concilios de Elvira (300), Arlés (314) y Nicea (325).
Estas decisiones fueron confirmadas por la mayor parte de los concilios locales
celebrados en África y Europa. Rápidamente se generalizaron y se ampliaron a
los laicos.
Se puede hablar de una
condena absolutamente general en todos los concilios y sínodos de la
cristiandad.
1.1.- El préstamo con interés en la Iglesia antigua
La Iglesia antigua,
particularmente a partir de la enseñanza de Basilio de Cesárea y de Juan
Crisóstomo, se opuso siempre a lo que se llamaba “usura”.
Su doctrina estaba
fundada, en primer lugar, en la Escritura (Lucas 6,35, sobre todo); después, en
una convicción de justicia social: el dinero, instrumento de cambio, es por sí
mismo estéril y, por ello, es inmoral sacarle un provecho; finalmente, sobre
una exigencia de caridad: estos dos Padres de la Iglesia pensaban, sobre todo, en
el préstamo para comer en una economía de penuria: prestar a quien está necesitado
no puede hacerse exigiendo recibir más dinero del prestado. Esto último es explotar
la miseria de tu hermano. Por eso, todo interés es calificado como usura.
León el Grande, en una
carta a los obispos de la Campaña (443), condena a “los que quieren
enriquecerse mediante el préstamo con interés y buscan una ganancia vergonzosa”
practicando la “usura”. Esta prohibición vale no sólo para los clérigos, sino
también para los laicos “que quieran ser reconocidos como cristianos” (DzH 280).
1.2.- El préstamo con interés en la Edad Media
La edad media mantiene
esta doctrina y se refiere a ella muchas veces en los concilios. La usura (como
también la simonía) es una práctica muy extendida entre los clérigos.
El segundo concilio de
Letrán (1139) declara canónicamente “infame” al cristiano que presta con
interés y le niega la sepultura eclesiástica, si no hace penitencia (DzH 716).
El concilio de Tours (1163),
bajo la presidencia de Alejandro III, tiene en el punto mira a los clérigos
“que rechazan el préstamo con un interés, porque está claramente condenado,
pero empeñan los bienes de quienes están necesitados y a los que han prestado
dinero, percibiendo, por ello, beneficios que van más allá del capital
prestado”. Los condena, sin más.
En 1179, el III concilio
de Letrán condena el aumento ilícito del precio de un producto (DzH 753).
En 1186, el papa Urbano
VIII vuelve sobre el asunto invocando las palabras de Lucas 6,35: “prestad sin
esperar nada a cambio” (DzH 764).
El II concilio de Letrán
(1215) declara “canónicamente infame” al cristiano que presta con interés y le
niega la sepultura cristiana si no se arrepiente (DzH 716).
En 1312, el concilio de
Viena, condena a quien tiene la arrogancia de afirmar con obstinación que no es
pecado practicar la usura. “Decidimos que debe ser castigado como hereje” (DzH
906).
El concilio de Letrán V
rechaza que los montes de piedad exijan a los pobres más del capital prestado,
porque eso sería usura. Pero admite que se pida una modesta retribución para garantizar
su administración, “sin lucro y como indemnización” (DzH 1442-1444).
En 1666, el papa Alejandro
VII inscribe en su lista de proposiciones laxistas condenadas: “es lícito que
el prestamista exija algo más de la suma prestada, si se compromete a no
reclamar dicha suma antes de un determinado tiempo” (DzH 2062), condena que
retoma la Congregación de la Santa Inquisición (futuro Santo Oficio) en 1679
(DzH 2140-2141).
1.3.- Mandato evangélico y capitalismo moderno
No es difícil percatarse
de la contradicción en la que se sumía la Iglesia con la evolución moderna del
capitalismo. Éste, a partir del siglo XV y XVI, descubría la capacidad
productiva del dinero, en la asociación de capital y trabajo.
Hacía ya tiempo que Calvino
había negado que el dinero fuera estéril. Las Iglesias de la Reforma adoptaron
en lo referente a este punto una orientación totalmente diferente a la de la
Iglesia Católica.
En el siglo XVIII el
holandés Broerdensen (1743) y el italiano de Verona, Scipion Maffei (1744),
justificaban que se exigiera un interés módico a todos los que no estuvieran en
la indigencia; para estos últimos, el deber de la caridad exigía el préstamo
gratuito.
1.4.- La encíclica “Vix pervenit” de Benedicto XIV (1745)
Sin embargo, en 1745 la
encíclica “Vix pervenit” de Benedicto XIV (DzH 2546-2550) contradecía la tesis
del ciudadano de Verona, reafirmando el principio de la esterilidad del dinero
y el carácter usurero de todo interés, incluso modesto. Semejante interés, en
el caso de que se hubiera cobrado, tenía que ser restituido en justicia.
Ello no obstaba para que
el Papa reconociera la licitud de algunas cargas como resarcimiento legítimo
del prestamista y de otros contratos diferentes al del préstamo. Llamaba la
atención contra una interpretación laxista de estas cargas que sobrepasaran el
montante de lo prestado, algo que entraría en contradicción “no sólo con las
enseñanzas divinas y el juicio de la Iglesia católica relativo a la usura, sino
también con el sentido común y la razón natural”.
Finalmente recordaba el
deber de la caridad evangélica cuando impone que “en muchas circunstancias el hombre
está obligado a ayudar a otro mediante un préstamo puro y simple, habida cuenta
de lo que Cristo, el Señor, enseña: “al que desee que le prestes algo no le
vuelvas la espalda” (Mateo 5, 42). Reafirmaba las sanciones disciplinarias
tomadas contra los “usureros”.
Por tanto, esta encíclica
mantenía el principio, pero no dejaba de admitir, por ello, que la vida
económica se había hecho más compleja en lo referente a esta materia, lo que
llevaba a precisar con más rigor las circunstancias.
En este tiempo, la mayor
parte de los Estados ya habían admitido el préstamo en sus códigos jurídicos.
Francia esperará a la revolución para hacerlo.
Antes de volver a
analizar la solución magisterial de un problema provocado por una insuficiente
reflexión sobre el papel del dinero en el funcionamiento de la vida económica y
social, es preciso recordar que esta doctrina tiene raíces profundamente
evangélicas. ¿No hablaba ya León XIII en su tiempo “’de la usura devoradora’ como
uno de los azotes del mundo moderno”?
Una profundización en
este asunto permitiría probablemente remediar algunos excesos del capitalismo
contemporáneo y de esos “productos financieros” sofisticados en los que el
dinero permite ganar dinero mediante juegos especulativos, sin que dicha
ganancia quede justificada por la prestación de un servicio o por la
fabricación de un producto.
Sin embargo, la doctrina
antigua no había reflexionado suficientemente sobre la naturaleza original del
préstamo en la producción y en la inversión, ni sobre los riesgos tomados por el
prestamista, ni sobre la compensación que hay que dar al prestamista por los
inconvenientes que le ocasiona no disponer de su dinero (“lucrum cessans”),
etcétera.
Algunos moralistas
habían reflexionado sobre algunas cargas “extrínsecas” que podrían justificar la
recepción de un interés, sin dejar de mantener el principio de la esterilidad
del dinero. Pero fueron aportaciones que no propiciaron una evolución de la
tesis hasta ahora mantenida como incuestionable, y que tampoco llevaron al levantamiento de las sanciones severas contras los banqueros.
Es una de las razones por la que los cristianos se sirvieron, con
hipocresía, durante mucho tiempo de los servicios de los banqueros judíos.
2.- Una discreta
evolución doctrinal
El problema de conciencia se hacía cada vez más delicado para muchos
católicos a los que su profesión (banqueros, notarios, empleados de banca, etc.)
les llevaba a ejercer el préstamo con interés o trabajar en ese ámbito.
Sabían que la Iglesia condenaba esta práctica; pero su conciencia no les permitía
ver el porqué. Estaban persuadidos de que ejercían una profesión honesta, en la
medida en que respetaban las reglas elementales de la moralidad. Estaban
convencidos de que prestaban un real servicio a la vida económica. Como estaban
excomulgados, se confesaban periódicamente, sin ningún propósito firme de
abandonar su profesión a la semana siguiente.
2.1.- División entre los
confesores
Los confesores estaban divididos, unos les negaban la absolución, otros se la
impartían sabiendo que, en circunstancias semejantes, sería considerada una
confesión hipócrita.
Un tercer grupo se refugiaba en la casuística, tomando en consideración la
diversidad de posicionamientos de los moralistas al respecto, o el principio de
“monitio non profutura”, negándose a informar al penitente de buena fe e
ignorando el posicionamiento de la Iglesia.
Es así como llegaban a Roma muchas “dudas”. Las respuestas se ciñeron
“durante bastante tiempo a remitir a los principios enunciados en la encíclica
‘Vix pervenit’”.
2.2.- Silencio del Santo
Oficio
Pero, en 1830, el Santo Oficio respondía a una pregunta del obispo de
Rennes sobre los confesores que absolvían a los penitentes no dispuestos a
renunciar a los préstamos de dinero lucrativo, indicándole que no debían ser
inquietados (“non esse inquietandos”) (DzH 2722-2724).
El mismo año, la Sagrada Penitenciaria iba más lejos, reconociendo la
legitimidad de la posición de los sacerdotes que sostenían la licitud de un
modesto interés, allí donde la ley civil lo permitía. La única cosa exigida era
la promesa de someterse al juicio del soberano pontífice cuando se pronunciara al
respecto, fuera cual fuera su posicionamiento. La misma respuesta se da en 1838
al obispo de Niza (DzH 2743).
En 1873, la Propagación de la fe se manifestaba en los mismos términos. El
texto mantenía el principio fundamental, pero lo exoneraba inmediatamente de toda
eficacia (DzH 3105-3109).
2.3.- El Código de
Derecho canónico de 1917 y de 1983
En 1917, el Código de derecho canónico retoma estos posicionamientos.
Afirma, en primer lugar, que el préstamo es de por sí gratuito para
reconocer después: “pero en el préstamo de una cosa consumible no es de por sí
ilícito recibir la compensación de una garantía legal, a menos que no sea
evidente que dicha ganancia es inmoderada” (CIC 1543).
El código de 1983 ha considerado inútil retomar estos cánones en desuso.
Habla de intereses con sentido por sí mismos, a propósito de la buena
gestión de los bienes de la Iglesia.
2.4.- La “decisión
final”
La “decisión final” del magisterio ha tomado la forma de grandes encíclicas
sociales en las que se abordan de manera global los problemas de justicia
planteados por el desarrollo moderno de la vida económica, del capitalismo y de
la circulación del dinero.
Pero nunca texto alguno se ha atrevido a reconocer el cambio de juicio
moral práctico que se ha operativizado durante siglos por la Iglesia.
3.- La moralidad del
asunto
El interés de este recorrido histórico lleva a reconocer el papel jugado
por el “sensus fidelium”.
Los fieles eran, sin duda alguna, incapaces de elaborar una doctrina
justificadora de su práctica.
Pero un instinto de honestidad y de fe les hacía discernir entre lo que era
usura o procedimiento deshonesto y práctica lucrativa, no sólo legitima, sino
útil para la vida económica. Querían ser fieles a la Iglesia, pero le
planteaban, sin embargo, un problema doctrinal. ¿No se puede decir que, en este
caso, la Iglesia se ha dejado convencer, finalmente, por el “sensus fidelium”?
Este asunto, particularmente simbólico, plantea un problema serio. Nadie ha
aplicado a estas decisiones la irreformabilidad por ser “magisterio ordinario y
universal”.
Sin embargo, se trata de un consenso eclesial que ha durado más de un milenio,
sobre un asunto de moral que comprometía gravemente las conciencias, con
sanciones que iban hasta la pérdida de la salvación eterna.
Se ha empleado el vocabulario de la herejía, comprendida, obviamente, en
sentido amplio.
Después de los Padres de la Iglesia más autorizados, una larga serie de
concilios se han pronunciado, de los cuales, uno mediante un par de cánones muy
firmes.
Cinco siglos más tarde, un papa ha confirmado esta condena. ¿No nos
encontramos con todas las condiciones necesarias para invocar el carácter
irreformable de una enseñanza propia del magisterio ordinario y universal? (….).
Sin embargo, a partir de un determinado momento en el que la evolución de
la vida económica ha llevado a admitir en la sociedad la utilidad y legitimidad
del préstamo con interés (no sobrepasando los límites de la usura), la Iglesia ha
persistido en su doctrina durante dos o tres siglos, antes de aceptar, de la
manera lo más discretamente posible, una evidencia nueva, y dejando diluirse
las sanciones hasta entonces tomadas.
Esta manera de proceder es un poco sorprendente, por su discreción, pero es
también relevadora del comportamiento eclesiástico.
Diríase que la Iglesia ha pasado del rechazo al préstamo con interés a su aceptación
casi sin darse cuenta. No ha habido ningún debate, ninguna decisión clara, solo
algunas intervenciones subalternas, mientras que la práctica pastoral cambiaba radicalmente.
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