martes, 4 de marzo de 2014

El préstamo con interés




Bernard Sesboüé, SJ[1]

1.- Una contundente prohibición tradicional

El préstamo con interés ha sido durante mucho tiempo un grave problema moral en la Iglesia.

Su práctica por los clérigos fue condenada en los concilios de Elvira (300), Arlés (314) y Nicea (325). Estas decisiones fueron confirmadas por la mayor parte de los concilios locales celebrados en África y Europa. Rápidamente se generalizaron y se ampliaron a los laicos.

Se puede hablar de una condena absolutamente general en todos los concilios y sínodos de la cristiandad.

1.1.- El préstamo con interés en la Iglesia antigua

La Iglesia antigua, particularmente a partir de la enseñanza de Basilio de Cesárea y de Juan Crisóstomo, se opuso siempre a lo que se llamaba “usura”.

Su doctrina estaba fundada, en primer lugar, en la Escritura (Lucas 6,35, sobre todo); después, en una convicción de justicia social: el dinero, instrumento de cambio, es por sí mismo estéril y, por ello, es inmoral sacarle un provecho; finalmente, sobre una exigencia de caridad: estos dos Padres de la Iglesia pensaban, sobre todo, en el préstamo para comer en una economía de penuria: prestar a quien está necesitado no puede hacerse exigiendo recibir más dinero del prestado. Esto último es explotar la miseria de tu hermano. Por eso, todo interés es calificado como usura.

León el Grande, en una carta a los obispos de la Campaña (443), condena a “los que quieren enriquecerse mediante el préstamo con interés y buscan una ganancia vergonzosa” practicando la “usura”. Esta prohibición vale no sólo para los clérigos, sino también para los laicos “que quieran ser reconocidos como cristianos” (DzH 280).

1.2.- El préstamo con interés en la Edad Media

La edad media mantiene esta doctrina y se refiere a ella muchas veces en los concilios. La usura (como también la simonía) es una práctica muy extendida entre los clérigos.

El segundo concilio de Letrán (1139) declara canónicamente “infame” al cristiano que presta con interés y le niega la sepultura eclesiástica, si no hace penitencia (DzH 716).

El concilio de Tours (1163), bajo la presidencia de Alejandro III, tiene en el punto mira a los clérigos “que rechazan el préstamo con un interés, porque está claramente condenado, pero empeñan los bienes de quienes están necesitados y a los que han prestado dinero, percibiendo, por ello, beneficios que van más allá del capital prestado”. Los condena, sin más.


En 1179, el III concilio de Letrán condena el aumento ilícito del precio de un producto (DzH 753).

En 1186, el papa Urbano VIII vuelve sobre el asunto invocando las palabras de Lucas 6,35: “prestad sin esperar nada a cambio” (DzH 764).

El II concilio de Letrán (1215) declara “canónicamente infame” al cristiano que presta con interés y le niega la sepultura cristiana si no se arrepiente (DzH 716).

En 1312, el concilio de Viena, condena a quien tiene la arrogancia de afirmar con obstinación que no es pecado practicar la usura. “Decidimos que debe ser castigado como hereje” (DzH 906).

El concilio de Letrán V rechaza que los montes de piedad exijan a los pobres más del capital prestado, porque eso sería usura. Pero admite que se pida una modesta retribución para garantizar su administración, “sin lucro y como indemnización” (DzH 1442-1444).

En 1666, el papa Alejandro VII inscribe en su lista de proposiciones laxistas condenadas: “es lícito que el prestamista exija algo más de la suma prestada, si se compromete a no reclamar dicha suma antes de un determinado tiempo” (DzH 2062), condena que retoma la Congregación de la Santa Inquisición (futuro Santo Oficio) en 1679 (DzH 2140-2141).

1.3.- Mandato evangélico y capitalismo moderno

No es difícil percatarse de la contradicción en la que se sumía la Iglesia con la evolución moderna del capitalismo. Éste, a partir del siglo XV y XVI, descubría la capacidad productiva del dinero, en la asociación de capital y trabajo.

Hacía ya tiempo que Calvino había negado que el dinero fuera estéril. Las Iglesias de la Reforma adoptaron en lo referente a este punto una orientación totalmente diferente a la de la Iglesia Católica.

En el siglo XVIII el holandés Broerdensen (1743) y el italiano de Verona, Scipion Maffei (1744), justificaban que se exigiera un interés módico a todos los que no estuvieran en la indigencia; para estos últimos, el deber de la caridad exigía el préstamo gratuito.

1.4.- La encíclica “Vix pervenit” de Benedicto XIV (1745)

Sin embargo, en 1745 la encíclica “Vix pervenit” de Benedicto XIV (DzH 2546-2550) contradecía la tesis del ciudadano de Verona, reafirmando el principio de la esterilidad del dinero y el carácter usurero de todo interés, incluso modesto. Semejante interés, en el caso de que se hubiera cobrado, tenía que ser restituido en justicia.

Ello no obstaba para que el Papa reconociera la licitud de algunas cargas como resarcimiento legítimo del prestamista y de otros contratos diferentes al del préstamo. Llamaba la atención contra una interpretación laxista de estas cargas que sobrepasaran el montante de lo prestado, algo que entraría en contradicción “no sólo con las enseñanzas divinas y el juicio de la Iglesia católica relativo a la usura, sino también con el sentido común y la razón natural”.

Finalmente recordaba el deber de la caridad evangélica cuando impone que “en muchas circunstancias el hombre está obligado a ayudar a otro mediante un préstamo puro y simple, habida cuenta de lo que Cristo, el Señor, enseña: “al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mateo 5, 42). Reafirmaba las sanciones disciplinarias tomadas contra los “usureros”.

Por tanto, esta encíclica mantenía el principio, pero no dejaba de admitir, por ello, que la vida económica se había hecho más compleja en lo referente a esta materia, lo que llevaba a precisar con más rigor las circunstancias.

En este tiempo, la mayor parte de los Estados ya habían admitido el préstamo en sus códigos jurídicos. Francia esperará a la revolución para hacerlo.

Antes de volver a analizar la solución magisterial de un problema provocado por una insuficiente reflexión sobre el papel del dinero en el funcionamiento de la vida económica y social, es preciso recordar que esta doctrina tiene raíces profundamente evangélicas. ¿No hablaba ya León XIII en su tiempo “’de la usura devoradora’ como uno de los azotes del mundo moderno”?

Una profundización en este asunto permitiría probablemente remediar algunos excesos del capitalismo contemporáneo y de esos “productos financieros” sofisticados en los que el dinero permite ganar dinero mediante juegos especulativos, sin que dicha ganancia quede justificada por la prestación de un servicio o por la fabricación de un producto.

Sin embargo, la doctrina antigua no había reflexionado suficientemente sobre la naturaleza original del préstamo en la producción y en la inversión, ni sobre los riesgos tomados por el prestamista, ni sobre la compensación que hay que dar al prestamista por los inconvenientes que le ocasiona no disponer de su dinero (“lucrum cessans”), etcétera.

Algunos moralistas habían reflexionado sobre algunas cargas “extrínsecas” que podrían justificar la recepción de un interés, sin dejar de mantener el principio de la esterilidad del dinero. Pero fueron aportaciones que no propiciaron una evolución de la tesis hasta ahora mantenida como incuestionable, y que tampoco llevaron al levantamiento de las sanciones severas contras los banqueros.

Es una de las razones por la que los cristianos se sirvieron, con hipocresía, durante mucho tiempo de los servicios de los banqueros judíos.

2.- Una discreta evolución doctrinal

El problema de conciencia se hacía cada vez más delicado para muchos católicos a los que su profesión (banqueros, notarios, empleados de banca, etc.) les llevaba a ejercer el préstamo con interés o trabajar en ese ámbito.

Sabían que la Iglesia condenaba esta práctica; pero su conciencia no les permitía ver el porqué. Estaban persuadidos de que ejercían una profesión honesta, en la medida en que respetaban las reglas elementales de la moralidad. Estaban convencidos de que prestaban un real servicio a la vida económica. Como estaban excomulgados, se confesaban periódicamente, sin ningún propósito firme de abandonar su profesión a la semana siguiente.

2.1.- División entre los confesores

Los confesores estaban divididos, unos les negaban la absolución, otros se la impartían sabiendo que, en circunstancias semejantes, sería considerada una confesión hipócrita.

Un tercer grupo se refugiaba en la casuística, tomando en consideración la diversidad de posicionamientos de los moralistas al respecto, o el principio de “monitio non profutura”, negándose a informar al penitente de buena fe e ignorando el posicionamiento de la Iglesia.

Es así como llegaban a Roma muchas “dudas”. Las respuestas se ciñeron “durante bastante tiempo a remitir a los principios enunciados en la encíclica ‘Vix pervenit’”.

2.2.- Silencio del Santo Oficio

Pero, en 1830, el Santo Oficio respondía a una pregunta del obispo de Rennes sobre los confesores que absolvían a los penitentes no dispuestos a renunciar a los préstamos de dinero lucrativo, indicándole que no debían ser inquietados (“non esse inquietandos”) (DzH 2722-2724).

El mismo año, la Sagrada Penitenciaria iba más lejos, reconociendo la legitimidad de la posición de los sacerdotes que sostenían la licitud de un modesto interés, allí donde la ley civil lo permitía. La única cosa exigida era la promesa de someterse al juicio del soberano pontífice cuando se pronunciara al respecto, fuera cual fuera su posicionamiento. La misma respuesta se da en 1838 al obispo de Niza (DzH 2743).

En 1873, la Propagación de la fe se manifestaba en los mismos términos. El texto mantenía el principio fundamental, pero lo exoneraba inmediatamente de toda eficacia (DzH 3105-3109).

2.3.- El Código de Derecho canónico de 1917 y de 1983

En 1917, el Código de derecho canónico retoma estos posicionamientos.

Afirma, en primer lugar, que el préstamo es de por sí gratuito para reconocer después: “pero en el préstamo de una cosa consumible no es de por sí ilícito recibir la compensación de una garantía legal, a menos que no sea evidente que dicha ganancia es inmoderada” (CIC 1543).

El código de 1983 ha considerado inútil retomar estos cánones en desuso.

Habla de intereses con sentido por sí mismos, a propósito de la buena gestión de los bienes de la Iglesia.

2.4.- La “decisión final”

La “decisión final” del magisterio ha tomado la forma de grandes encíclicas sociales en las que se abordan de manera global los problemas de justicia planteados por el desarrollo moderno de la vida económica, del capitalismo y de la circulación del dinero.

Pero nunca texto alguno se ha atrevido a reconocer el cambio de juicio moral práctico que se ha operativizado durante siglos por la Iglesia.

3.- La moralidad del asunto

El interés de este recorrido histórico lleva a reconocer el papel jugado por el “sensus fidelium”.

Los fieles eran, sin duda alguna, incapaces de elaborar una doctrina justificadora de su práctica.

Pero un instinto de honestidad y de fe les hacía discernir entre lo que era usura o procedimiento deshonesto y práctica lucrativa, no sólo legitima, sino útil para la vida económica. Querían ser fieles a la Iglesia, pero le planteaban, sin embargo, un problema doctrinal. ¿No se puede decir que, en este caso, la Iglesia se ha dejado convencer, finalmente, por el “sensus fidelium”?

Este asunto, particularmente simbólico, plantea un problema serio. Nadie ha aplicado a estas decisiones la irreformabilidad por ser “magisterio ordinario y universal”.

Sin embargo, se trata de un consenso eclesial que ha durado más de un milenio, sobre un asunto de moral que comprometía gravemente las conciencias, con sanciones que iban hasta la pérdida de la salvación eterna.

Se ha empleado el vocabulario de la herejía, comprendida, obviamente, en sentido amplio.

Después de los Padres de la Iglesia más autorizados, una larga serie de concilios se han pronunciado, de los cuales, uno mediante un par de cánones muy firmes.

Cinco siglos más tarde, un papa ha confirmado esta condena. ¿No nos encontramos con todas las condiciones necesarias para invocar el carácter irreformable de una enseñanza propia del magisterio ordinario y universal? (….).

Sin embargo, a partir de un determinado momento en el que la evolución de la vida económica ha llevado a admitir en la sociedad la utilidad y legitimidad del préstamo con interés (no sobrepasando los límites de la usura), la Iglesia ha persistido en su doctrina durante dos o tres siglos, antes de aceptar, de la manera lo más discretamente posible, una evidencia nueva, y dejando diluirse las sanciones hasta entonces tomadas.

Esta manera de proceder es un poco sorprendente, por su discreción, pero es también relevadora del comportamiento eclesiástico.

Diríase que la Iglesia ha pasado del rechazo al préstamo con interés a su aceptación casi sin darse cuenta. No ha habido ningún debate, ninguna decisión clara, solo algunas intervenciones subalternas, mientras que la práctica pastoral cambiaba radicalmente.




[1] «Histoire et théologie de l’infallibilité de l’Église», Ed. Lessius, Bruxelles, 2013, 326-331

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