jueves, 22 de agosto de 2024

¿Es posible hoy el humanismo cristiano?

Salvador Illa y el deseo de un Govern que transite "por la senda de la esperanza"

Fuente:   Religión Digital

Por   Amador Marqués,

diputado socialista en el Congreso y miembro de Cristians del PSC

21/08/2024


Salvador Illa, durante la sesión de investidura Parlament de Catalunya

Y de repente, en medio del letargo estival, en el persistente aturdimiento canicular y a las puertas del ferragosto, resonaron en la plaza pública tres conceptos raros, sorprendentes e infrecuentes hoy en día: esperanza, socialdemocracia y humanismo cristiano. Los pronunciaba el nuevo president de la Generalitat, Salvador Illa, como resortes de su Govern para el noble cometido de “unir y servir” a la sociedad catalana. Nada más y nada menos.

Que en plena era del denominado transhumanismo y la inteligencia artificial, que no hacen sino certificar la obsolescencia del hombre (Günther Anders) y el horizonte nihilista sobre el que este anda, donde todo es mentira (en sus variopintas modalidades trumpistas: de las fakes news a los hechos alternativos y bulos consuetudinarios), se revela revolucionario que todo un president de la Generalitat mueva a su gobierno por la senda de la esperanza, virtud teologal por excelencia, bajo la guía de los “valores de la socialdemocracia y el humanismo cristiano”, valores que a la postre son los que han contribuido a reconstruir Europa en las últimas décadas.

Frente al miedo que atizan los movimientos nacionalpopulistas contra los más vulnerables, expuestos como recurrentes, fáciles y burdos chivos expiatorios, sobre la base de una existencia frágil y angustiosa, donde la amenaza puede venir de cualquier parte, tenemos que recuperar la esperanza que transforma (Cantalamessa) y abre nuevos horizontes existenciales y vitales, porque supone confianza contra el estado de caída, es promesa hacia el futuro (Moltmann) y apertura redentora a lo mejor por venir sobre una acción orientada y anclada en el suelo firme de la institucionalidad, porque nunca se parte de cero. No en vano, la esperanza es el motor del humanismo cristiano, cuyo legado ha reducido la nueva derecha a una idea estrecha de la cristiandad contra lo musulmán.

Emmanuel Mounier (1905-1950), referente del denominado personalismo, que ha inspirado el quehacer de no pocos políticos cristianos, ya advertía contra el odio, porque es una forma de confusión, “una hosquedad de baja estofa que hace refluir hoy la violencia política hasta en nuestras vidas privadas”, un instrumento demasiado poderoso que “contribuye a exasperar en un sitio la acción que aplaca en otro”.

Al fin y al cabo, no sorprende tanto que sea un socialdemócrata el que reivindique hoy el humanismo cristiano, porque para la nueva derecha, este humanismo ni está ni se le espera. Aquí, lo cristiano es solo una excusa para enarbolar valores fuertes, tradicionales y arquetípicos, que muchas veces ni sus miembros más aguerridos practican, sea el amor fiel y eterno o un mínimo atisbo de misericordia, clave de cualquier vida cristiana (Walter Kasper). El fantasma del gran reemplazo les regurgita de una gran y macabra impostura para su apuntalamiento político.

Cuando ya nadie hablaba de ello, el humanismo cristiano puede ser útil para la reconstrucción de un proyecto colectivo de corte socialdemócrata, entre el no-humanismo heideggeriano supeditado al destino problemático del Ser y el posthumanismo hipermoderno bajo el dominio absoluto del individualismo y la automatización técnica. Como afirmaba el profesor Rafael Díaz-Salazar en 1998, “el cristianismo puede llenar de contenido el espíritu del socialismo y configurar la pasión de la izquierda”, aunque no sea su única fuente, porque la política requiere de una mística que la sostenga, además de una cultura, un programa, una ética y un horizonte utópico.

El humanismo cristiano no sólo es posible, sino que es deseable, porque siempre está por hacer, porque no se encierra en sí mismo ni se deja atrapar por nuestros prejuicios, trascendiendo lo meramente humano y, por tanto, también lo confesional. De hecho, no es autosuficiente ni autorrefencial, como cabría suponer en una sociedad narcisista pendiente del éxito y el número de likes obtenidos en las redes sociales, regida por el iluminismo de una razón instrumental y calculadora y la lógica del dominio y la autoconservación, propias de un mundo administrado (Max Horkheimer), tan conectado como aislado entre sí.  

Este humanismo es genuino, porque con él, el humano aterriza (Bruno Latour) a una tierra (creación) y unos seres injustamente tratados y explotados, toca de pies en el suelo, recuperando el humus (tierra) del que procede para repararlo y sanarlo, pero a su vez, se antoja descentrado, excéntrico incluso, porque, al dar Dios una imagen de sí mismo en Cristo (Rémi Brague), el centro se desplaza, ya no es uno mismo, sino el Otro, la Persona, sagrada, sujeto de dignidad y derechos inalienables, al que, en consecuencia, hay que imperativamente servir, en sus distintas manifestaciones (como persona precarizada, con menos oportunidades, excluida o discriminada por la razón que sea), porque, en fin, como diría el papa Francisco, el verdadero poder es el servicio.

De igual modo que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado, este humanismo, inspirado por autores como Jacques Maritain, entiende que “el Estado es un instrumento al servicio del hombre” y no a la inversa, pues en este caso sería una “perversión política”, insistiendo en que “el Estado es para el hombre”. Como diría Mounier, el propósito de este humanismo no es simplemente el humano, sino la persona, que forma el volumen total del humano, porque es vocación, encarnación y comunión, con los otros y la creación entera, y cuyo significado incluye, en suma, tanto lo individual como lo social: la persona es única, sí; pero en relación con los demás seres vivos, en el intersticio en el que la política y, en concreto, una política socialdemócrata, verde, feminista y emancipadora, adquiere su pleno sentido.

 

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