Fuente: ATRIO
Por Carlos F. Barberá
29/08/2024
Según el estudio sobre la paz global del Institute for Economics and Peace, de Junio de 2024, hemos alcanzado el pico más alto de conflictos desde la II Guerra Mundial. 56 guerras que permanecen activas con 92 países involucrados más allá de sus fronteras.
Atendiendo a estas cifras y a las que aportan los campos de refugiados, los países con sequía, los que sufren dictaduras… no es una exageración decir que la realidad central de este mundo es la del sufrimiento.
Se puede objetar que ha habido épocas de enormes catástrofes, de grandes epidemias, como la de la peste negra que provocó en Europa la muerte de más de 200 millones de personas en sucesivas oleadas hasta 1490.
O, por ejemplo, que las campañas de Napoleón produjeron cuatro millones de víctimas, lo que no es ni remotamente el caso en el momento actual.
¿Por qué razón, pues, podemos hablar del sufrimiento como un componente central de nuestra vida? A mi modo de ver, por tres razones.
La primera es la información. Hasta prácticamente ayer, las noticias que cada uno recibía se referían a eventos locales que apenas iban más allá de las fronteras de un pueblo, una comarca o una nación. Hoy las noticias, casi siempre malas, nos llegan de todos los puntos del planeta.
La segunda razón acaso sea la mentalidad que nos exige ser felices y que hasta parece culpabilizarnos si no lo logramos serlo. De este modo vivimos cualquier sufrimiento como un abuso o una injusticia.
Por otra parte tenemos la impresión desazonante de que la mayor parte de esos sufrimientos podrían evitarse pero casi nunca llevan camino de hacerlo.
Sean una u otra o las tres las razones, lo cierto es que puede mantenerse con razón la tesis de antes mencionada de que el sufrimiento es uno de los ejes del mundo en el que vivimos. Y ante este panorama, ¿qué actitud se puede tomar? Pienso que existen cuatro posibles.
La primera es alegrarse o aprovecharse de la infelicidad de otros. Recuerdo que un amigo mío de carrera decía, en el lenguaje de los años sesenta: si el mundo se divide en opresores y oprimidos, yo quiero estar entre los opresores. Los traficantes de mascarillas debieron vivir como un regalo de la providencia la llegada de la pandemia. Mal de muchos, millones para ellos. Y no hay duda de que el miserable Alvise Pérez se siente realizado cuando otros, gracias a sus palabras, son perseguidos o criminalizados.
La segunda actitud es la del desinterés. El sufrimiento de los demás no es asunto mío. Cuantas menos noticias mejor porque seguro que serán malas. Es el ideal del Beatus ille de Horacio o del Ríase la gente de Góngora. Nuestro refranero, en ocasiones bastante cínico, ya recomendaba, con cierto abuso teológico, que cada uno en su casa y Dios en la de todos.
También se puede estar preocupado por el sufrimiento y procurar echar una mano: dar una limosna a un pobre en la calle, apoyar con alguna cuota una ONG, llamar de cuando en cuando a alguna persona que está sola… pequeñas contribuciones que en realidad no nos gravosas, no merman nuestra economía y dejan tranquila nuestra conciencia.
Pero hay también en este mundo personas que com-padecen, que hacen suyo el padecimiento de los demás, que ponen en juego su vida por de la de otros. Una larga lista de nombres excelsos aparecen en esta categoría: Mathama Ghandi, Martin Luther King, Nelson Mandela, Simone Weil, Maximilian Kolbe, Dietrich Bonhoeffer, Ricardo Milani… Todos ellos son santos, canonizados o no, porque en ellos ha visto la mirada cristiana una presencia del Espíritu. Es que, en efecto, hay algo misterioso en que alguien ponga en juego su vida, su dinero, se tranquilidad para que otros salgan de su sufrimiento.
He traído nombres muy conocidos pero pondría contar mi experiencia de familias que han acogido en su casa a inmigrantes, que han acogido a menores africanos y han acabado adoptándolos, de personas que han puesto todo su capital para salvar a otras de la pobreza, que han dedicado su tiempo a visitar y acompañar a personas solas o enfermas… todos ellos son los santos cercanos, los que, según la recomendación de Jesús, no han apagado el Espíritu.
Y, si no fuera un poco pretencioso o impertinente, me atrevería a preguntar: ¿en qué grupo estamos nosotros?
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