LAGUARDIA (ALAVA). El pasado 14 de junio, una cincuentena de personas asistimos, emocionadas a un encuentro nada usual, vistos los tiempos que corren: dos sacerdotes de 86 años eran entrevistados por el periodista y director del blog de Rioja alavesa, Julio Flor, en la Casa Garcetas de Laguardia (Álava).
Jesús Martínez Gordo
El encuentro había sido anunciado con un título que es posible que -a primera vista- pudiera parecer pomposo y desmedido, pero que -una vez celebrado- fue un fiel anticipo de lo anunciado: “la Universidad de la vida”, en este caso, de dos curas que no se conocían entre sí hasta hace unos pocos meses; pertenecientes a lo mejor de la generación postconciliar; llenos de vida intensamente vivida y de esperanza que transmitir, a quienes Julio Flor había tenido la suerte de conocer en sus correrías periodísticas y a los que -vistas las singularidades y coincidencias de sus respectivas existencias- había decidido poner en contacto.
Como resultado de ello, surgió la idea de hacer este encuentro en el corazón de Rioja Alavesa, en el pueblo que vio nacer a Antonio Mijangos y por donde, jubilado, pasea por sus calles, apoyado en una cachaba. Y lo hace como si fuera la sala de estar de su casa; no en vano el Centro de Cultura de esta localidad lleva -por decisión del Ayuntamiento del lugar- su nombre.
Ernesto Bustio; “soy un peregrino de la vida”
Ernesto Bustio tuvo que desplazarse a Laguardia desde su Güemes querido, en Cantabria, privándose de estar -como hace todos los días y a la misma hora- con unas setenta u ochenta personas que -según dijo, de 16, 18 y hasta 20 nacionalidades- hacen el recorrido del Norte del Camino de Santiago -el que transcurre bordeando el mar Cantábrico- y pernoctan allí. Hace ya unos cuantos años que decidió rehabilitar -en colaboración con personas del pueblo y del último de los sitios en el que había ejercido como cura- la cuadra de la casa familiar y dedicarla a diferentes actividades… hasta que apareció el primer peregrino del Camino del Norte.
Fue entonces -y ya han pasado 25 años- cuando -a raíz de aquella primera “aparición” - intuyó que, quizá, aquel local podría reconvertirse en un albergue para ellos. Pero, antes de dar salida a esta idea, que, desde entonces, empezó a rondarle, decidió hacer él, por su cuenta, dicho Camino del Norte.
A la vuelta de Santiago de Compostela inició la reconversión del local para hacer un Albergue, en la actualidad, habilitado para recibir diariamente 100 personas. Desde entonces, han pasado por allí más de 135.000 peregrinos de toda clase, cultura, religión, condición económica o creencias políticas. Y pasan, enfatizó, sin tener que abonar o pagar nada, sino ofreciendo generosa y libremente lo que les parezca.
“Soy un hombre libre, peregrino de una vida llena de diversidad” dijo Ernesto, con su barba canosa y el bolso en bandolera, tras la presentación del acto -y de ellos dos- por parte de Julio Flor. “Y lo soy -prosiguió- porque en mi existencia siempre ha habido, y sigue habiendo, un excedente utópico que -así lo creo- andamos buscando todos los peregrinos que somos los seres humanos y que los medios de comunicación ocultan.
A la luz de los años transcurridos, concluyó esta primera intervención, puedo decir que el Albergue está siendo -en buena parte- una utopía perfecta ya que ni pedimos ni recibimos ayudas o subvenciones de nadie y, afortunadamente, seguimos adelante. Nada que ver con la obsesión por sacar dinero que nos domina y oprime”.
Antonio Mijangos: las personas son más importantes que las leyes
“Mi padre, comunicó seguidamente Antonio Mijangos, siempre me dijo que -allí donde estuviera- siguiera mi conciencia, ya fuera aquí, en la diocesis de Vitoria o en misiones diocesanas, en Ecuador. Y que estuviera -como Jesús de Nazaret- cerca de los que más me necesitaran.
En Ecuador tuve la suerte de experimentar que las personas son más importantes que las leyes, que el sábado está hecho para el hombre, no al revés, y que la pobreza no buscada no es una virtud, sino una postración de la que hay que salir cuanto antes, tal es la voluntad de Dios.
Desde entonces, me considero -de modo particular en el tiempo que me está tocando vivir aquí y ahora- más un sembrador que un cosechero: sigo anunciando éstos y otros grandes valores, pero una buena parte de nuestra gente -mayoritariamente amodorrada y como drogada- se ríe de ellos. A veces tengo la impresión de que lo mío estos últimos años es algo así como estar dando un pedazo de pan a una sociedad satisfecha.
Por eso, cuando algún domingo, hay una persona que, al acabar la eucaristía, me viene a decir que no está de acuerdo, la felicito, porque, por lo menos, me ha escuchado”.
El precio de la libertad
Ernesto, adentrándose en el valor de la libertad, subrayó, en una intervención posterior, el precio de la misma desgranando -como Antonio- anécdotas y experiencias personales. “¿Quién es libre?, se preguntó, para responderse seguidamente. Aquel que es responsable de las consecuencias de serlo ya que la presión de la sociedad de consumo acaba oprimiéndonos y, lo que es todavía peor, lo hace con nuestro consentimiento”.
“Aparentamos ser libres, pero no lo somos”
“Vivir y ser libre, prosiguió Antonio, es romper las cadenas, los prejuicios que se nos están imponiendo y valorar la solidaridad, promover y educar el sentido de la justicia, la capacidad de aguante, tener afán de superación.
La verdad es que -continuó- mirando la actual situación de Rioja, me cuesta reconocer que exista la libertad requerida, la capacidad y el coraje necesarios para cambiar la situación, para rebelarse, por ejemplo, ante las grandes empresas vinateras. Para éstas, cuando -como ahora sucede- entramos en crisis, quienes tienen que arrancar viñas son los pequeños propietarios; nunca se ha de tocar su política comercial. Y la gran mayoría se calla y no mueve ficha.
Aparentamos ser libres, pero no lo somos. Y no lo somos porque confundimos tener más con ser más”.
“Me preocupa que se esté extinguiendo el excedente utópico”
“Si algún día desaparece el Albergue, comentó Ernesto a una de las preguntas que le formularon, no pasa nada. Será mala suerte. Hay que ser conscientes de que todo tiene fecha de caducidad.
Más me preocuparía que se fuera extinguiendo -y, a veces así lo siento- el excedente utópico que forma parte de la fe cristiana y de toda sociedad con entrañas de humanidad. Si este “excedente” se mantiene, seguro que aparecerán otras iniciativas en la misma o parecida longitud de onda.
Dos vidas, cada una de ellas, con ochenta y seis años de libertad y solidaridad
Muy cerca de las dos horas, Antonio preguntó a los presentes si no estábamos aburridos de escucharlos, si no había llegado la hora de ir a tomarse unos pintxos y unos vinos en una de las bodegas subterráneas de Laguardia y seguir charlando allí.
El ofrecimiento de una propietaria, presente en el acto, a visitar su bodega familiar fue una propuesta que “facilitó” la finalización de esta Universidad de la Vida, gratamente sorprendente, y que, por ello, parecía no haber prisa en poner fin.
En efecto, habíamos asistido a una clase magistral de dos vidas, cada una de ellas con ochenta y seis años, plenas de libertad y solidaridad entrelazadas y sin haberse conocido hasta muy recientemente.
De ello, de dar por concluida “la clase” magistral de estos dos catedráticos, se encargó Julio Flor leyendo -casi susurrando- la conocida poesía -preñada de excedente utópico- del obispo Pere Casaldáliga, el defensor de los indios y, por ello, de la vida y de la justicia, los otros nombres de los muchos nombres con que los cristianos, también allí presentes, nos referimos a lo que decimos cuando decimos “Dios”:
“Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has
amado?
Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de
nombres”.
El encuentro, como había propuesto Antonio, acabó por las calles de Laguardia y en una de las muchas bodegas subterráneas de este precioso pueblo, mucho más encantador el pasado 14 de junio, gracias a Ernesto Bustio y a Antonio Mijangos; y a la iniciativa de Julio Flor.
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