Víctor Codina sj.
En 1984, el obispo místico, profeta y poeta, Pere Casaldáliga, en el contexto de su conflictiva diócesis amazónica de Sao Félix de Araguaia, escribió : ”El Espíritu/ ha decidido/ administrar/ el octavo sacramento: /la voz del Pueblo”[1].
Esta afirmación que pudo escandalizar a los cristianos que entendían de forma meramente aritmética la definición de Trento sobre el número septenario de los sacramentos, es plenamente ortodoxa y evangélica. En los sacramentos hay un encuentro en fe con el Señor y según la parábola del juicio final del evangelio de Mateo 25,31-46, el Señor está presente en los pobres que pasan hambre y sed, en los forasteros y desnudos, en los enfermos y encarcelados, que constituyen el corazón del Pueblo, el ochlos bíblico. Al atardecer de la vida seremos examinados del amor, la opción por los pobres está implícita en nuestra fe cristológica, pues es lo que hizo Jesús durante toda su vida.
En 2016, el teólogo cristiano estadounidense Paul Knitter, en el contexto del diálogo interreligioso, confiesa que el budismo le ha ayudado a continuar siendo cristiano y agradece haber descubierto en el budismo un octavo sacramento: el sacramento del silencio[2]. En un mundo lleno de barullo, rumores, palabras y propaganda mediática que nos ensordece y distorsiona, necesitamos hacer silencio para poder escuchar la voz interior y abrirnos al Misterio. Este silencio forma parte de la tradición apofática, monástica y mística de la Iglesia cristiana.
¿Estamos ante dos posturas contradictorias? ¿Ha quedado superada la afirmación de Casaldáliga, tributaria de un contexto de lucha contra las dictaduras latinoamericanas y de diálogo con el marxismo, en plena euforia de la teología de la liberación, cuando ahora ya ha caído el muro de Berlín y tanto las izquierdas políticas como el llamado socialismo del siglo XXI están en crisis? ¿Hay que pasar de Marx a Buda? ¿Hay que abandonar los evangelios sinópticos narrativos para pasar al evangelio más místico de Juan? ¿Hay que sustituir a Casaldáliga por Knitter?
Las dos afirmaciones del octavo sacramento, lejos de ser contradictorias o disyuntivas, se complementan y se integran.
Sin una atmósfera de silencio profundo y de apertura a la trascendencia del Misterio, el pobre y la praxis de la justicia pueden convertirse en engaño, una ideologización del pueblo, riesgo de análisis cerrados de la realidad, una sutil afirmación del ego, falsa utopía revolucionaria de un cambio de estructuras sin conversión personal, que puede quemar en vano generosas ilusiones juveniles.
Pero también podemos pensar que un silencio oceánico y cósmico, abierto al Todo, si no aterriza en una apertura a los débiles, si no escucha de la voz de los pobres, si se cierra a la historia, la justicia y solidaridad, puede ser ambiguo, egoísta, narcisista y umbilical, convertirse en una nebulosa esotérica y líquida, deja de ser sacramento.
El silencio auténtico ha de abrirse hoy a las víctimas de un sistema económico asesino y destructor de la casa común, a las víctimas de la pandemia, a las víctimas de la violencia, a los refugiados que mueren en el cementerio del Mediterráneo, a las víctimas de machismo y de los abusos sexuales, etc.
El silencio orante de Moisés frente la zarza ardiente, culminó en la liberación de su pueblo esclavizado por el faraón egipcio. La contemplación de Thomas Merton en el monasterio trapense de Kentucy le convirtió en un comprometido pacifista contra la guerra de Vietnam y en un defensor del diálogo interreligioso[3].
Jesús de Nazaret que pasaba largo tiempo en el silencio de la oración ante el Misterio del Padre, es el mismo que predica el Reino, sana enfermos, perdona pecados, da de comer al pueblo, llama discípulos, entrega su vida hasta la muerte por el pueblo y derrama su Espíritu.
La mejor tradición humana y espiritual de la humanidad ha integrado estas dos dimensiones irrenunciables: Gandhi, Tagore, Mandela, Luther King, Romero, Roncalli, Hildegarda, Eckhart, Madeleine Debrêl, Dag Hammarskjöld, Madre Teresa, Foucauld, Elie Wiesel, Ahmad Al-Tayyeb, Dorothy Stang, etc.
El pueblo pobre y el silencio solo podrán ser un octavo sacramento si son expresión del Espíritu de Jesús que nos convoca al Reino, nos abre al misterio silencioso del Padre y nos llama a entregar la vida por los demás, como hizo Jesús de Nazaret. Todos somos hermanos en el silencio orante y en el compromiso cotidiano por la justicia y la casa común.
No hay “dos octavos sacramentos”, solo uno: escuchar en silencio la voz del Espíritu, sobre todo a través del clamor del pueblo.
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