La transferencia de las competencias en materia penitenciaria a la Comunidad Autónoma Vasca es
una buena oportunidad para repensar los usos y los abusos de las sentencias privativas de libertad. Reconociendo (y ayudando a promover) las buenas prácticas penitenciarias necesitamos también ser claros en esto: habiendo la posibilidad de imponer sanciones alternativas humanamente mucho menos contraproducentes no tiene ningún sentido usar abusiva e indiscriminadamente de la privación de libertad.
Meditaciones teológico-bíblicas y privación de libertad (II)
Agustín García Moreno
Cura diocesano de Bilbao y sociólogo.
La búsqueda de la justicia siempre tendrá que compaginar la esperanza con el realismo. Que la Iglesia sea “misterio” ayuda a comprenderlo. Una empresa puede actuar con rápidas y eficaces acciones de planificación, pero la Iglesia (y toda su pastoral con ella, incluyendo la Penitenciaria) no es una empresa. Evangelii Gaudium señala: “Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio” (EG 222). Que el tiempo sea superior al espacio nos permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarnos con resultados inmediatos. Scannone, teólogo jesuita argentino, escribió ya hace tiempo: “Otorgarle prioridad al espacio llevaría a enloquecerse procurando tener todo resuelto en el presente, intentando tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Darle prioridad al tiempo, en cambio, nos pone el foco en «iniciar procesos»: priorizando acciones que generan cambios e involucrando en sus proyectos a personas y grupos cuyo trabajo se enmarca en horizontes que cristalizan importantes acontecimientos históricos y pastorales”. Dios nos llama a la libertad y nos quiere libres, por eso el horizonte infinito nos pide cerrar las cárceles. Pero el presente reclama realismo, no sea que por pedir demasiado no consigamos nada, o peor aún, hagamos daño por falta de previsión en las consecuencias. El muy bondadoso criminólogo noruego Nils Christie decía en una entrevista al respecto: Creo que no se deberían suprimir por completo las cárceles. Esto podría obligar a la Justicia Restaurativa a hacerse cargo de las funciones de los Tribunales penales, algo que podría destruir sus ventajas. El castigo tiene por objeto el dolor y esto debe ser manejado por los jueces penales, entrenados para equilibrar los intereses. No soy abolicionista sino minimalista”. Quizá el abolicionismo aun siendo deseable no resulta posible, pero el minimalismo además de deseable sí es posible. Mientras Holanda cierra cárceles, las alquila a los países vecinos o las usa como hospederías de inmigrantes (sin ningún asomo de motivación punitiva), aquí, en este país, sigue creciendo el número de privados de libertad a pesar de que lleve tiempo decreciendo el número de delitos. Peor aún es la denuncia que hace unos diez años hizo un juez: “¿Cómo es posible que desde los medios de comunicación cristianos se nos presione hoy a los jueces para endurecer las penas y hacer de la vida una muerte?”. Por otra parte, algo que podría haber sido una mejora, el descubrimiento de las necesidades victimológicas de los afectados por el delito, está siendo usada para incrementar la sed de castigo. La Justicia Española ha descubierto a las víctimas, y esto es muy positivo, pero no siempre o no sólo en sus necesidades restaurativas, también (y mucho) en su inclinación punitiva, y esto ya no es tan bueno. “Jamás en la Justicia -decía el juez antes mentado- la víctima puede asumir el papel de juez”.
Apreciamos con preocupación el desfase existente entre un encarcelamiento que crece fuerte y sostenidamente y unas tasas de delincuencia que llevan años con una tendencia a la baja. Hay que cuestionar con más contundencia la inclinación del legislador a pensar que la prevención funciona mejor con penas severas o alargamiento de condenas. Una buena política penitenciaria sería aquella que asuma decididamente la excepcionalidad de la pena de privación de libertad, promueva alternativas a la prisión y despenalice infracciones de gravedad menor. Hoy hay fiscales que piden quince o veinte años de prisión y se quedan tan anchos. Necesitarían, como Jonás, tres días en el vientre de la ballena para recapacitar. Tres días privados de libertad, probando de la misma medicina que ellos recetan con tanta liberalidad, sería una buena medida disuasoria frente al exceso punitivo o el afán de castigar. En lugar de una acusación motivada y razonada, muchas veces, demasiadas quizá, se ofrece una imagen, una pose, entre pretenciosa y banal, de afirmación de “la vigencia de la norma”. Caigamos en la cuenta: en un Estado de Derecho la Razón de Estado sin virtudes democráticas es otra tiranía más. La actual judicialización de la política (y su contraparte: la politización de la justicia) obliga al juez a tener que saber interpretar “la Razón de Estado” a la hora de emitir justicia. Algo chocante en cualquier escenario que se reconozca democrático. Y por último, antes de pasar a la segunda parte de este artículo, nunca hay que olvidar, como dice Christie: “Una buena política de bienestar social es también una buena política penitenciaria”. Sin justicia social nunca puede haber una justicia penal justa.
Por otra parte, y más allá de una situación de coyuntura como es el traspaso competencial a la CAV de Instituciones Penitenciarias a que hemos referido las reflexiones anteriores, el reclamo explícito de Cristo a visitar a los privados de libertad que es también mandato de la Iglesia (“Acordaos de los presos, como si estuvierais presos juntamente con ellos” -Hb 13,3), como así expresaba el trinitario Pedro Aliaga, nos exige atención constante y formación continuada en esto de las cárceles. Porque la filiación creyente se vive en solidaridades fraternas necesitamos meditar desde Dios cómo expresar el amor en ambientes de reclusión penales o administrativos. La Iglesia Samaritana alienta nuestra aproximación a todos los caídos y a todo tipo de caídas porque ser prójimo es “aproximarse”, avecindarse, acercarse a las cunetas y a los orillados sociales. Puede que el sufrimiento de las víctimas nos genere más simpatías que el sufrimiento antipático de todos aquellos privados de libertad que hicieron daño al dejarse llevar por el egoísmo o la crueldad. Pero las personas buenas lo son no porque vayan donde les gusta estar, sino porque están donde se necesita que vayan. Cuando un compañero le dijo a un capellán de prisiones que él no podría aceptar ese trabajo porque nadie le podía pedir que le cayeran bien las personas encerradas, el capellán contestó: no se me pide que me gusten, se me pide que las ame.
Estuve preso y me visitaste (Mateo 25,36). Doña Concepción Arenal pensaba que era muy bueno visitar la prisión independientemente de la motivación con que se vaya: en primer lugar, porque “la ciencia y la caridad tienen grandes afinidades, y no será difícil que quien entró para estudiar al delincuente salga compadecido del hombre”; en segundo lugar “porque lo peor que puede suceder es que no entre nadie”. La indiferencia pública siempre agravó la situación de los centros de reclusión. Por eso recalcaba Arenal: cualquier contribución “a poner en comunicación el mundo regido por la ley penal con el mundo que no está bajo su imperio” es muy provechosa porque es necesario que “la conciencia pública, que hace o deja hacer las leyes, sepa lo que son en la práctica, y lo que significa un año, diez años, veinte años de presidio” –cosa que ignoran, “no sólo el público, sino los tribunales que imponen esas penas. Ahora que está en uso comparar a los delincuentes con los enfermos, puede decirse que el juez, salvo excepciones, es un médico que desconoce la composición y los efectos del medicamento que receta”. Pidamos desde aquí una bendición para los Jueces de Vigilancia Penitenciaria que con más empatía y abnegación realizan su trabajo y para todos los operarios judiciales que contribuyen con sus decisiones a mejorar la prisión visitando asiduamente las cárceles.
El pastor metodista Andrew Hoyles se pasó la vida visitando presos, coordinando a quienes como el ejercían este ministerio en su denominación confesional y escribiendo libros hermosos sobre la pena, el preso o la prisión como Christ Alive in Prison. El libro es antiguo, se publicó en 1971, sin embargo es extraordinariamente moderno. Lo forman doce relatos escritos precedidos por un escuetísimo prefacio. Son relatos breves que una pluma amable ha llenado de vida. La sabiduría de Hoyles, exquisita, consigue que en un breve párrafo haya más elocuencia que en un tratado teóricamente muy cuidado y más energía que en un panfleto incendiario. Para la cuestión que nos concierne (“estuve preso y me visitasteis”), expongo su primer relato “Hide and Seek”. Engancho mis palabras a las suyas y me hago eco de sus contenidos manteniendo el aire de secretismo que entona el relato. Porque va de eso: del secreto. Que Jesús, como dice el Evangelio, es un tesoro escondido, que ve en lo secreto, vivió de incógnito y se revela, oculto, en el fracaso y entre fracasados. El relato cuenta lo siguiente: La policía fue alertada de que un prófugo de la justicia, muy buscado, viajaba en cierto tren. Se dio el alto al transporte y dos policías subieron a él en busca del sospechoso. Un hombre de maneras educadas se ofreció en ayuda. Ni rastro del delincuente. Los policías bajaron muy decepcionados. El hombre que tan gentilmente ayudara era precisamente el fugitivo. No se pudo reprochar nada a los agentes por la inteligencia con que se había disfrazado. Hoyles ilustra con este ejemplo la presencia anónima de Cristo entre los presos y penados. A nadie extraña el buscar a Cristo en la Iglesia, pero ¡en una prisión! Antaño, incluso no hace tanto, la prisión se aireaba con imágenes del infierno. Que Cristo esté en la prisión parece una cosa más bien bastante rara. Hay que explicarla. Sobre todo, cuando hemos asociado a Jesús con la serenidad espiritual o la respetabilidad moral y por eso nos cuesta ir más allá. Cristo, en la prisión, usa disfraz, como un hábil delincuente. Por eso ni se le ve ni se le distingue. Hasta los cristianos más avezados en conocerle, quienes habitualmente se encuentran con Él o al menos eso dicen, entran en la cárcel y no pueden distinguirle. Dice el credo que Cristo descendió a los infiernos… ¿Qué sería de la Iglesia, parece que dijo Olivier Clement, intelectual y teólogo ortodoxo, si nadie se atreviera en ella a acometer ese descenso? ¿Y cuántos de sus moradores, “almas allí perdidas”, dice Hoyles, serán capaces de reconocer a quien comparte lugar con ellos? ¿Qué son las cárceles sino escenarios dantescos de abandono, soledad, apatía y mortal aburrimiento? Los Evangelios cuentan que Jesús fue a Jerusalén en secreto. Camuflado, bajo disfraz. “¿Qué otra cosa si no dice el texto?”. ¿Quién de su tiempo podía pensar que aquél, hijo de un humilde trabajador, siempre rodeado de lunáticos y enfermos, era el Salvador? Resucitado, tampoco le reconocían los que le conocían. Quizá por eso quiso decirnos donde encontrarlo: en el hambriento, en el desnudo, en el enfermo, en el preso… allí donde menos se le espera. “Ese hombre encerrado en una celda es Cristo disfrazado. Algunas veces el disfraz es increíblemente inteligente. Entras en la celda y qué te encuentras: con un condenado a perpetua. Mató a una mujer. La conoció en una taberna. Le robó el bolso y el anillo. Arrojó su cuerpo a una zanja. Odia a todo el mundo. Probablemente nunca saldrá. ¿Podrías imaginar alguien más distinto a Cristo?”. “Sólo el ojo de la fe puede detectar la presencia de Cristo en una prisión”. A veces la visión viene inopinadamente, sin buscarla. “En la angustia de un hombre cuya conciencia todavía es sensible bajo sus bravatas; en el coraje de aquel individuo solitario del rellano superior que no ha tenido visitas ni recibido cartas desde que entró; en el ingenio del tipo gracioso que está sufriendo de una enfermedad incurable y nunca la menciona; en las alegrías y en las tristezas Cristo vive hoy en la prisión”. Jesús todavía puede ser encontrado donde Pablo y sus compañeros hace ya mucho tiempo lo encontraron –entre quienes viven en la prisión (o sufren cualquier tipo grave o serio de privación).
Si la opinión pública es un factor crucial en la elaboración de la política criminal y la legislación penal porque suele marcar los límites entre lo que es y no es socialmente asumible; si además la opinión pública y la publicada, reforzándose mutuamente, contribuyen a la percepción que los políticos tienen del bien común o del interés social; si sumamos, por otra parte, la visión sesgada y alarmista que suelen ofrecer los medios de comunicación cuando informan sobre lo procesal, lo penal o lo penitenciario en una época políticamente muy emocional (y en consecuencia muy voluble), podemos concluir que la Pastoral Penitenciaria puede significativamente contribuir: a) a mediar entre la cárcel y la sociedad de forma más apropiada por su capacidad de filtro frente a los sesgos informativos; b) a pasar de una opinión pública simple a una más meditada en todo lo referente a lo penitenciario (si la opinión pública es creada, como escribió Díez Ripollés, por los medios populares de comunicación social, las víctimas o grupos de víctimas y, en último término, por el pueblo llano, que los voluntarios de la pastoral penitenciaria hagan de levadura formada e informada en la masa favorecerá la implantación o implementación de políticas criminales más racionales y mejoras legales); c) a amortiguar, sobre todo, el poder de los estereotipos, tan abundantes en relación al crimen y la criminalidad (porque los estereotipos pierden fuerza cuanto más sabemos de un tema o más conocemos de cerca a quienes afecta). Veamos algunos ejemplos de información habitual perniciosa o deficiente: no es lo mismo imputar que procesar o condenar (políticos imputados son criminalizados prematuramente, a veces con malsanas intenciones), las penas de la pena tienden a subestimarse y a sobreestimarse, por el lado contrario, la prevalencia, la incorregibilidad o la peligrosidad de ciertos tipos delictivos y no siempre ingenuamente.
Destaco para finalizar: desde una conciencia pública cristiana insistimos mucho en respetar la dignidad de aquellos privados de libertad, pero incidimos menos en la obligación moral de que la cárcel no sea el recurso penal habitual sino el excepcional al ser un castigo extraordinariamente aflictivo y de mucho pie a la venganza social.
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