jueves, 9 de enero de 2025

La estrategia pastoral “contrarreformista” o “revival” (II)

Jesús Martínez Gordo

Teólogo

 

En la entrega anterior sobre la estrategia pastoral “contrarreformista me he detenido —analizando su fondo teológico— en lo que entiendo que es una espiritualidad eucarística “sin carne”, un modo excluyente de celebrar el perdón y he acabado adentrándome en la matriz —también teológica— del clericalismo.

En esta segunda entrega cierro la evaluación teológica con un apartado dedicado a exponer el apoyo episcopal y presbiteral que recibe tal estrategia “contrarreformista”, para analizar seguidamente la importancia que dan —y tiene— la fiesta y el formato estético. Y finalizo con otro apartado que, a modo de conclusión, titulo “restos y rescoldos sin futuro: residuos”.

 

1.4.- El apoyo episcopal y presbiteral

Pero lo recogido hasta ahora, siendo significativo, no es suficiente para explicar el porqué y el recorrido que, a pesar de todo lo indicado y argumentado, tiene esta estrategia pastoral. Falta otra clave explicativa de por qué tiene tan buena acogida en algunas diócesis y comunidades eclesiales —casi siempre, pertenecientes a las clases económicas más ricas— y de por qué es acogida como la tabla de salvación.

Entiendo que dicha clave explicativa se debe a que algunos obispos y presbíteros —al menos, de entre los que yo conozco—, la alientan y justifican en nombre de dos tipos de argumentos y datos, íntimamente relacionados.

El primero, suele ser el fracaso incontestable —según ellos— de un modelo de Iglesia postconciliar que —ocupada, preferentemente, en los pobres y en el samaritanismo— ha descuidado la celebración de los sacramentos, la religiosidad popular y la actualización de la estética religiosa a ellos tradicionalmente asociada: en particular, la música y el ropaje. Y que, como consecuencia de tales opciones, está viendo cómo caen en picado las parroquias, se vacían los seminarios y no hay manera de conectar con la gente joven.

 Visto el fracaso de tal actualización litúrgico-espiritual postconciliar, no queda más remedio que volver a lo que “siempre” ha funcionado en la Iglesia, al menos, desde el concilio de Trento hasta el Vaticano II, estéticamente puesto al día, es decir, la adoración eucarística, la confesión personal, la fiesta, la música, los ropajes litúrgicos y el cuidado de la moral personal y familiar.

Sorprende que en sus diagnósticos —a partir del vaciamiento de los seminarios y del abandono, a veces en estampida, de muchos católicos— nunca, o casi nunca, haya espacio alguno para valorar el peso que sigue teniendo no solo la secularización galopante —sobre todo, en las grandes urbes—, sino también la recepción involutiva del Vaticano II  impulsada durante los últimos cincuenta años; en particular, en la segunda parte del pontificado de Pablo VI y, sobre todo, en los de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Y, de manera particular, llama la atención que no haya lugar alguno para denunciar la política de nombramientos episcopales padecida durante todo ese tiempo: personas con torticolis de tanto mirar al Vaticano y, al parecer, incapaces de atender debidamente sus respectivas diócesis: escuchándolas, atendiendo sus demandas de corresponsabilidad e insuflando en ellas un poco de esperanza creíble y, por ello, de futuro.

Pero, además de esta primera clase de argumentos, también es muy frecuente que recurran a un segundo tipo de alegatos, referidos a la ausencia de pluralidad eclesial en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del Vaticano II y felizmente recuperada, gracias a esta estrategia pastoral contrarreformista.

Sorprende, de nuevo, que, cuando argumentan de esta manera, nunca —o casi nunca— tengan en cuenta las opciones que —realizadas por Jesús, según el Evangelio— son las propias de sus seguidores: en particular, la que proclama la singular y definitiva identificación del Nazareno con los parias y los últimos del mundo y de nuestros días: “lo que hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Por tanto, nada de pluralidad indiscriminada y sin identificaciones escandalosas, y por ello, sin preferencias provocadoras: Jesús fue condenado por esta y parecidas opciones. Y, por esto, rescatado de las garras de la muerte.

Pero hay que decirlo todo. A la luz del Evangelio, no deja de ser escandaloso que, con frecuencia, los obispos y presbíteros partidarios de esta estrategia pastoral apelen a “la pluralidad” en la Iglesia (en abstracto, por supuesto) para apoyar —de hecho— a grupos católicos muy cercanos, entre otros y, por ejemplo, a la Asociación Católica de Propagandistas y su programa eclesial y político, no solo marcadamente cultural y nada atento a los crucificados con los que Dios se identifica, sino en total sintonía con la ultraderecha política y su decidida voluntad de cavar trincheras. Y supongo que recurren al argumento de la pluralidad —extraño, en el sentido indicado, al Evangelio— conociendo, sin lugar a duda, la vinculación existente entre una buena parte de los partidarios de esta estrategia pastoral y el programa de dicha Asociación Católica de Propagandistas.


Aunque pueda no gustar, creo que es importante señalar que hay quien tipifica a este tipo de obispos y presbíteros como “corchos” o “flotadores”: cuando apelan a la pluralidad y apoyan tales estrategias, en realidad, lo hacen porque no están casados —en el imaginario nupcial, tan audaz como querido por algunos santos padres— ni con las diócesis, parroquias, unidades pastorales u otras responsabilidades que se les han encomendado ni con su futuro, sino tan solo con su propia carrera eclesial.

Por eso, insisten y se reafirman en su negativa a propiciar, por ejemplo, una interpretación creativa y pastoral del Código de Derecho Canónico a la luz de lo aprobado en el Vaticano II. Por eso, les obsesiona no marcar diferencias con sus compañeros obispos o presbíteros, sobre todo, con los que están en la misma longitud de onda: “no quiero que me llamen la atención”, se les oye decir, de vez en cuando. Y, por eso, no están dispuestos a que nadie de sus “encomendados” les “saquen los colores”, en particular, mediáticamente.

Me resulta difícil creer que esta estrategia pastoral pudiera tener un mínimo de recorrido en diócesis, parroquias o unidades pastorales presididas por obispos y presbíteros casados con ellas y preocupados por su respectivos futuros, evidentemente, en sintonía con lo mejor del Vaticano II.

O, dicho de otra manera, entiendo que esta estrategia pastoral tendría los días contados en diocesis, parroquias y unidades pastorales presididas por obispos o curas, para nada, “corchos” o “flotadores” o, como suele decir el Papa Francisco, “carreristas”.

He aquí el cuarto dato identificativo de esta estrategia pastoral contrarreformista y, por ello, tridentina y “revival”. 

 

2.- El envoltorio estético y la fiesta

 

Pero —como he indicado más arriba— esta estrategia pastoral es tipificable como contrarreformista “más por el fondo que por la forma”. Y lo es porque hay que reconocer como de recibo y positivo su interés y su esfuerzo por cuidar, con particular mimo y esmero, todo lo que sea estético y, en concreto, fiesta, música y teatro, es decir, el formato o el envoltorio; una apuesta que, además de recibo, es necesaria en nuestros días.

Hay, en concreto, un interés particular en recuperar los cantos en latín y, por extensión, el canto gregoriano y en proponer, sobre todo, una música más moderna en la que puedan aparecer algunas referencias —aunque sean mínimas y como de pasada— a la fe cristiana.

Sin dejar de reconocer —como ya he indicado— la oportunidad y bondad de tal iniciativa, particularmente, en la esfera pública, no deja de ser sorprendente que aplicar la misma estrategia estética a la celebración litúrgica (por ejemplo, en algunas de las llamadas misas de familia) puede acabar convirtiéndose en un espectáculo en el que lo más determinante no es la celebración del misterio de Dios entregado en Jesús, sino el formato o envoltorio estético —musical o teatral— que lo arropa y la actuación de quien o de quienes se encargan de ello.

Dando tanta importancia al factor estético dentro y fuera del marco litúrgico-sacramental, se busca contactar —he oído decir— con la gente más joven porque solo quien entra en relación con ellos —aunque sea, en primera instancia, musical y teatral— tiene futuro o, cuando menos, la posibilidad de sumar a algunos de ellos a la Iglesia que, en este caso, suelen ser una o varias de las organizaciones que apoyan y están por detrás de quienes organizan y promueven tales eventos musicales, sobre todo, en espacios cívicos.

Indudablemente, hay que dar tiempo al tiempo para ver hasta dónde se puede llegar concediendo tanta importancia a la música, a la representación teatral y a otros recursos parecidos. Algo que obliga a traer a colación y no descuidar una importante cautela: queda por ver que la vinculación de tales personas con la comunidad cristiana —cuando se dé por este motivo— no pase de ser “el sueño de una noche de verano”.

Y algo que, igualmente, me lleva a recordar que —cuando, como así parece, el formato estético se convierte en una seña de identidad, a la vez que de prestigio personal o de autoafirmación— es muy frecuente que se acabe confundiendo el envoltorio musical y teatral con el contenido teológico.

Si ello sucede, nos encontramos con un despiste de fondo que no augura mucho recorrido, pasado el tiempo de la novedad.

 

2.4.- Restos y rescoldos sin futuro: residuos



La promoción y apuesta de esta estrategia pastoral por parte de algunos obispos y presbíteros parece buscar garantizar algún futuro a la Iglesia que, curiosamente, no es tanto “la” Iglesia del Vaticano II cuanto “un” modelo muy determinado: el tridentino y preconciliar. Y nunca —o casi nunca— acogiendo los posibles restos parroquiales o rescoldos comunitarios como pábilos vacilantes que acompañar para que sean —los que puedan llegar a ser— comunidades vivas, con futuro y, por ello, estables.

Se comparta o no tal valoración, lo cierto es que en esta estrategia pastoral cuentan poco o nada dichos “restos” parroquiales o “rescoldos” comunitarios —donde los pueda haber— o su extinción y desaparición. Y menos, si no pueden ser encaminados —o no están dispuestos a ser reconducidos— a los objetivos que presiden dicha estrategia tridentina y arcaizante.

Creo que así lo prueba la falta de acompañamiento y el desinterés de los partidarios de esta estrategia cuando se encuentran con “restos parroquiales” o “rescoldos comunitarios” que no aceptan las opciones espirituales, teológicas y organizativas por ellos lideradas, sencillamente porque —a diferencia de lo que les proponen— tales restos o rescoldos quieren transitar o están dispuestos a recorrer —en unos años— el camino que los pueda llevar a ser comunidades estables.

Más allá de estas y otras valoraciones posibles, creo que, con la aplicación de la estrategia pastoral contrarreformista, se propicia la progresiva transformación de los posibles restos parroquiales o comunitarios en residuos irrelevantes a los que solo les queda, en el mejor de los casos, unirse a otros residuos cercanos para valorar si es posible reconocerse como un resto o un rescoldo, al menos, interparroquial al que luego, habrá quien se atreva a llamar unidad pastoral.

Los partidarios de la estrategia pastoral contrarreformista —he oído decir más de una vez— son una variante de lo que algunos tipifican como “enterradores pastorales”.

Guste o no, la promoción implícita y “sotto voce” de esta estrategia no solo incrementa la distancia ya existente con los alejados y con los seguidores de Jesús en los crucificados de nuestros días, sino que acaba disolviendo —por desatención y desaliento— los pocos restos parroquiales o rescoldos comunitarios que puedan existir. Y, de paso, compromete, todavía más, el futuro de una parroquia, de una unidad pastoral y, con el tiempo, de la misma iglesia local o diócesis.

 

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