José nunca había viajado. O sí, muchísimos kilómetros a lo largo de su vida, pero no en avión, sino conduciendo camiones de gran porte, recorriendo las carreteras de su país y de la región.
Fuente: Cristianisme i Justícia
Por Rosa Ramos
22/01/2025
[Imagen de Jan Simons en Pixabay]
Lo conocí en ese su primer y único viaje en avión cruzando el océano para explorar otros mundos muy distantes en el espacio y en lo que había sido su vida. En aquel momento José rondaba los setenta años, pero como yo era bastante menor, lo veía como un señor mayor. Me despertaban asombro y ternura, él y su esposa Aída; los veía como uno de esos matrimonios «de antes».
José había sido siempre camionero. Había trabajado duro desde adolescente, primero ayudando a su padre, después conduciendo su propio camión con el que hacía transportes. Luego tuvo un «golpe de suerte»: ganó la lotería y, como lo que conocía era el negocio del transporte, compró camiones y empleó a otras personas para que condujeran, sin dejar de hacerlo él. El negocio se expandió mucho gracias a su esfuerzo, a sus pocas horas de sueño y al apoyo de su linda familia.
Cuando lo conocí tenía una flota de más de cien camiones circulando por el país y la región. Para la pequeña localidad del interior donde vivía, y en un país como Uruguay, eso era muchísimo: ¡José se había hecho rico! También su familia había crecido; tenía cuatro hijos varones, casados y con hijos, así que ya era abuelo de varios nietos. Sus hijos trabajaban también en ese rubro familiar y ya tenían la mayor responsabilidad, aunque José seguía concurriendo a la oficina cada día y si faltaban choferes no dudaba en conducir él mismo muchas horas y grandes distancias. El «patrón» no dejaba de ser camionero, como lo había sido toda su vida.
Aída, la esposa, de soltera había trabajado como vendedora en una tienda de la pequeña localidad donde ambos vivían; se conocieron y ennoviaron en un baile, una de las ocasiones de socializar más allá de las vueltas a la plaza de los domingos. Como tantas mujeres «de antes», una vez casada se ocupó de la casa y los hijos. Pasó a ser «de profesión: labores». Así lo anunciaban los documentos, aunque trabajaba más que antes y sin licencias…
Volvamos al viaje. Eliana, la nieta mayor de José y Aída, estudiaba en un colegio en la capital y se enteró de que los profesores y sus familias habían organizado un viaje a Europa. En realidad, más que un tour, era una especie de peregrinación religiosa por ciertos sitios significativos para la comunidad, que incluía la visita también a algunas grandes capitales. Pensando en sus abuelos, le interesó la propuesta y se lo comentó a sus padres: «¡sería tan lindo que fueran! Además, con seguridad y en buena compañía». Eso contaron ellos en la reunión previa donde se presentaron. Estaban tan contentos como nerviosos: no eran profesores, no conocían a nadie allí y ¡nunca habían viajado!
¡Partimos! Todos nos conocíamos, la mayoría de muchos años. Los nuevos en el viaje eran «los veteranos», el camionero y su esposa. Fue muy fácil la integración: Aída, al principio, iba callada y luego fue mostrando ser una mujer no solo cordial sino alegre. José desde el principio fue más expansivo: hablaba de su linda familia y contaba su vida con sencillez, entre anécdotas y risas. No tenían en absoluto veleidades ni conductas de «nuevos ricos».
Cuando los trayectos eran largos, Julián tocaba la armónica y José seguía la música silbando. «Yo siempre silbo cuando estoy solo o conduciendo, me hace compañía». Se reía cuando oía decir a Edgardo «vamos, compañeros»; decía: «a mí desde la escuela que no me llamaban así». Si circulaban galletitas o caramelos, siempre aceptaba, aunque Aída lo rezongaba: «cuidado con tu diabetes, viejo». A medida que fueron sintiéndose en confianza y acogidos, ellos conversaban con todos y no dejaban de manifestar lo felices que estaban con el viaje y la buena compañía: «tenía razón mi nieta mayor, qué gran oportunidad esta». En las largas caminatas, Aída iba despacio y José iba a su ritmo «como toda la vida»; «siempre fuimos a la par», decían a modo de explicación.
Un día José me conmovió. Ese día, como todos, visitábamos museos e iglesias cargadas de arte e historia. Ellos observaban todo, escuchaban atentamente a los guías locales y nuestros comentarios. Esa mañana, en una iglesia muy antigua en Roma, vi a José un poco apartado del grupo, sentado en un banco. Se veía atento a todo, mirando las obras, sobre todo el techo, con sus relieves y frescos, pero me llamó la atención ver sus ojos llenos de lágrimas. Me acerqué a preguntarle si se sentía mal. Allí recibí su sorprendente y sabia respuesta: «No, m´hija, estoy bien, solo que tan emocionado. Usted habrá visto muchas veces esto, lo habrá estudiado antes, por eso no se sorprende. Yo miro estas obras, miro este techo tan alto y tan trabajado y pienso en la cabeza de los que idearon todo esto, en su inteligencia… No me quejo, entiéndame; yo la tuve para aprovechar las oportunidades que me dio la vida, pero esto es diferente. Miro mis manos grandes; son fuertes y hábiles para manejar un camión o arreglarlo, pero pienso que manos humanas como las mías, con tanta paciencia y delicadeza, han hecho todo esto, tanta belleza… Y yo aquí viéndolo tanto tiempo después».
Contemplaba, meditaba y lloraba José ante la belleza hecha por manos humanas como las suyas. Lo abracé en silencio y comencé a mirar como la primera vez todas aquellas maravillas. José me prestaba sus ojos grandes y vírgenes. Luego me dijo: «Vaya, vaya usted con los compañeros. Yo me quedo un rato más aquí, contemplando esto, que para mí es la primera y la última vez».
A la tarde me buscó para contarme la decisión que había tomado: regalarle ese mismo viaje a sus hijos, nueras y nietos, porque «ellos tienen que venir a ver todo esto». Pensaba que seguramente le dirían que es una locura dejar el trabajo, las responsabilidades, incluso las clases de los chicos. Pero ya había pensado y estaba seguro: «no importa que los gurises pierdan un mes de clase, porque aquí van a aprender mucho. Yo escucho todo lo que explican, pero no puedo retener tantos nombres y datos nuevos. ¿Sabe? Yo hice solo la escuela primaria. Mis hijos van a entender y retener más, y ni le cuento mis nietos; ellos absorberán como esponjas lo que oigan y vean. No se pueden perder esto que yo me perdí, habiendo podido venir antes… Nunca se me ocurrió; viví en un mundo muy reducido».
Mucho tiempo antes de esto, oí hablar de una rica experiencia en Brasil en la que el filósofo Antonio Sidekum organizaba, junto con los maestros locales, muestras itinerantes de arte por los poblados más alejados, y contaba la excelente acogida de los campesinos. También recordé un Foro Social en Asunción donde había muchos indígenas bolivianos con sus hijos pequeños. Ellos entraban a las conferencias y talleres con los niños, que permanecían en silencio muy atentos. Los padres decían: «ellos tienen que oír, después van a entender». Oyendo, viendo, contemplando directamente como José y Aída, se despierta esa capacidad humana de apreciar lo valioso, sean argumentos o arte.
No habían pasado tres meses del regreso del viaje cuando de modo imprevisto José falleció. En el colegio celebramos una Eucaristía, a la que asistieron sus hijos y nietos. La familia estaba compungida y aun sin asumir; los viajeros también estábamos sorprendidos y golpeados. A la vez, en medio del dolor, la familia no dejaba de agradecer la vida de José y nosotros el haberlo conocido, por haber compartido un hermoso mes con él y su esposa.
Hubo lágrimas, sonrisas y muchas anécdotas. Yo callé la mía, aunque la compartí más tarde con Eliana y otros dos nietos ya adolescentes. Les conté aquellos diálogos con José y les dije: «siéntanse siempre orgullosos de su abuelo, que trabajó y vivió como camionero, pero que disfrutó y se emocionó cuando descubrió el arte como creación de manos humanas e inspiración divina».
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