Jesús Martínez Gordo.
Facultad de teología de Vitoria – Gasteiz
Estos últimos tiempos, presididos por la pandemia del coronavirus, he podido leer diversas propuestas referidas a superar el “ayuno eucarístico” al que, por fuerza mayor, nos vemos llevados de diferentes maneras. Leyendo tales aportaciones he recordado cómo fue Hans Küng el primero que afrontó, en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del concilio Vaticano II, la posibilidad de articular el actual modelo de presidencia de la eucaristía –y, por ello, de la comunidad cristiana–, con otro, que, referido a circunstancias extraordinarias, pasara por un laicado asumiendo dicha presidencia de la eucaristía y de la comunidad (“La Iglesia”, Barcelona, 1968, 461-525)[1].
Creo que no está de más asomarse a esta propuesta, y al debate que provocó, ya que puede ayudarnos a centrar la atención en los puntos capitales que, entonces aflorados, reaparecen hoy, en medio de esta dramática situación.
Invito, a quien se adentre en la lectura de este texto, a recordar conmigo las razones por las que esta iniciativa fue muy criticada desde el punto de vista escriturístico, aceptada desde el punto de vista dogmático por teólogos relevantes (cierto que con cautelas), siendo, finalmente, condenada por el magisterio eclesial. Pero, sobre todo, le invito a no olvidar el camino (corresponsable y sinodal) que hay que seguir promoviendo para, sin salirse de su cauce, debatir qué puntos el tiempo se ha encargado de dejar en la cuneta y cuáles están rebrotando con particular fuerza, pidiendo ser reconsiderados.
Una propuesta revolucionaria
Según el teólogo suizo, que los laicos presidieran la eucaristía era una posibilidad que –habiendo sido real en las comunidades paulinas o helénicas de primera hora– estaba llamada a ser recuperada, siempre que se dieran –y se respetaran– determinadas condiciones. Obviamente, la existencia –y posible recuperación de esta praxis– tendría que llevar a reconsiderar la vigente teología sobre los sacramentos del orden y de la eucaristía, desmedidamente deudora de lo aprobado en el concilio de Trento o, por lo menos, a enriquecerla y completarla.
Con la formulación de esta propuesta se abrió un debate que presentó una doble vertiente, escriturística y dogmática. Escriturística, en primer lugar, porque se discutió si, efectivamente, era una posibilidad que se había dado en los primeros tiempos de la Iglesia, sobre todo, en las comunidades paulinas de primera hora. Y dogmática, porque hubo teólogos que evaluaron la consistencia universal de la teología sobre el ministerio ordenado y la eucaristía, aprobada en Trento, y su capacidad para afrontar adecuadamente las urgencias de la comunidad cristiana en nuestros días. Su dictamen no dejó lugar a dudas: estuvieron de acuerdo en que era procedente tomar en consideración la propuesta de H. Küng, aunque no la compartieran; y, menos, en todos sus extremos.
La fundamentación escriturística
El nudo gordiano de su aportación descansaba en la existencia –al parecer, incontestable– de dos maneras de organizarse de la primera Iglesia: la helénica, de la gentilidad o paulina de primera hora y la palestinense o judeocristiana.
Las comunidades paulinas de primera hora habrían estado cimentadas –al decir de H. Küng– en “el carisma del Espíritu”. Tal fundamento explicaría, en primer lugar, que la autoridad hubiera sido concebida y vivida como obediencia de todos a Dios, a Cristo y al Espíritu que se visualiza en la mutua y libre subordinación, es decir, en el libre servicio de todos a todos y en la libre obediencia al carisma propio y del otro, que es distinto en cada caso. No habría habido, por tanto, un acatamiento unilateral, sino condicional: mediado por el respeto al carisma que el Espíritu había entregado a cada uno de los miembros para el bien de todos.
Así entendida, la autoridad no descansaría ni en el poder de la comunidad o del apóstol ni en la propia decisión personal, sino, sobre todo, en la obediencia al servicio que objetivamente prestan los diferentes miembros: “lo que da autoridad en una comunidad no es un estado determinado, ni una tradición especial, ni la edad avanzada, ni la larga pertenencia a la Iglesia, ni una transmisión del Espíritu, sino el servicio mismo ejecutado por obra del Espíritu”. Se trataría, obviamente, de un servicio que –más tarde o más temprano– habría de ser reconocido como carisma del Espíritu por la comunidad cristiana.
Además, la centralidad del Espíritu con sus carismas explicaría, en segundo lugar, que en estas primeras comunidades paulinas no hubiera existido un episcopado monárquico ni un presbiterado ni ordenación alguna, es decir, que no hubiera habido una estructura jerárquica. Sí habría existido una autoridad, propia y exclusiva del Apóstol, que habría coexistido con la autoridad propia de los carismas que reciben los bautizados. Todos los cristianos tendrían un compromiso específico, en conformidad con su carisma, “pero ninguno (fuera del Apóstol) la exclusiva responsabilidad por todos”.
Era sumamente importante recordar que la ausencia de un episcopado monárquico, del presbiterado y de una ordenación –apuntó H. Küng– no nos permitiría sostener que estas comunidades fueran incompletas, inacabadas o provisionales. Ni mucho menos. Pablo estaba convencido de que, al encontrarse llenas del Espíritu y de sus dones, poseían todo lo que necesitaban.
Finalmente, señaló H. Küng, estas comunidades paulinas de primera hora habrían cedido el paso a otras organizadas en torno a los “episcopos” y los “diáconos”, tal y como se puede apreciar en Flp. 1,1: “De Pablo y Timoteo, siervos del Mesías, Jesús, a todos los consagrados al Mesías Jesús que residen en Filipos, incluidos sus obispos y diáconos”.
Las comunidades palestinenses, a diferencia de las paulinas, habrían estado estructuradas jerárquica y ministerialmente. Los “presbíteros” y los “epíscopos” habrían desempeñado tareas y funciones exclusivamente reservadas a ellos y habrían tenido un papel muy relevante que no descansaría en el poder de la comunidad, sino en la autoridad que los apóstoles habían recibido de Jesús.
Pues bien, concluyó H. Küng su argumentación escriturística, “ninguna de las dos formas fundamentales de la primitiva constitución cristiana puede ser tenida por forma originaria, sino que ambas, por lo menos por sustitución, se dieron juntas desde el principio”. Tal constatación no impediría reconocer la compenetración mutua o, por lo menos, su articulación, algo que se visualizaría en una parcial mezcolanza de los títulos de “episcopos” y “presbíteros”, dada la semejanza de funciones. Ni tampoco impediría reconocer que el modelo palestinense de comunidad acabara integrando al paulino en la generación inmediatamente posterior a la desaparición del Apóstol de los gentiles.
Por tanto, la investigación histórica y exegética llevaría a sostener la existencia simultánea de las comunidades paulinas de primera hora (carismáticas) con las judeocristianas o institucionalizadas.
La necesidad de una revisión dogmática
Esta diferenciada manera de organizarse sería sumamente importante –sostuvo H. Küng– porque permitiría percatarse de lo “espantosamente grande” que es la distancia entre la Iglesia actual y “la constitución primigenia”. Y es esa percepción la que tendría que llevar a la Iglesia de nuestros días a preguntarse por la fidelidad de su actual forma organizativa a la de los orígenes, por más que ande sobrada de argumentos con los que justificar su actual estructuración. Sin embargo, tales explicaciones no podrían ocultar la incómoda historia en la que se sostiene ni el rubor que brota cuando se la contrasta con la riqueza y pluralidad de los primeros tiempos.
Habría, concretamente, cuatro cuestiones que tendrían que ser reconsideradas a la luz de dicha pluralidad: qué se entiende por ordenación; cómo ha de ser la articulación entre el ministerio y el carisma; cuál es el núcleo de la sucesión apostólica y qué relación existe entre el sacerdocio bautismal y el ministerial. El afrontamiento de estas cuestiones –que H. Küng fue desgranando en su aportación– ayudaría a comprender el sentido de que los laicos pudieran presidir la eucaristía y la comunidad en circunstancias excepcionales. Imposible detenerse –y menos, de manera minuciosa– en estos apartados que quedan para posteriores ocasiones.
[1] Quien esté interesado en los pormenores de esta aportación puede consultar: J. MARTÍNEZ GORDO, “El laico, presidente de la eucaristía y de la comunidad”: en SURGE Vol. 72 N.º 685-686 (2015) 657-709.
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