sábado, 2 de enero de 2021

Pospandemia: una oportunidad para la fraternidad

NOTA:    En el equipo de mantenimiento del BLOG hemos llegado a entender que, en las circunstancias que nos envuelven (el CONFINAMIENTO POR «COVID-19») bien podríamos prestar el servicio de abrir el BLOG a iniciativas que puedan redundar en aliento para quienes se sientan en soledad, incomunicadas o necesitadas de expresarse.

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Suplemento del Cuaderno n. 221 de CJ - (n. 256) - Diciembre 2020

Roger de Llúria, 13 - 08010 Barcelona - 93 317 23 38

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     Iniciamos el 2021 con la mirada puesta en el fin de la pandemia. Parece que ahora la pregunta ya no recae sobre cuándo acabará todo esto, sino sobre cómo lo hará y cómo será la vida después de este tiempo tan in­tenso. La inminencia de la vacuna —al me­nos para los denominados «países del Nor­te»— nos hace creer que podremos volver a la misma rutina de antes. Sin embargo, por el camino, el virus de la pobreza sigue haciendo estragos. ¿Habremos aprendido alguna cosa del tiempo que hemos pasado confinados? Aprovechemos este momento para detenernos y revisar aquello que he­mos vivido. Podemos hacerlo recorriendo esos lemas que nos han acompañado todos estos meses. Cuando una expresión se po­pulariza es porque esconde algo esencial del espíritu de nuestro tiempo. Hallarle el significado profundo debe ayudarnos a re­armarnos interiormente para poder vivir el año 2021 con más serenidad, lucidez y compromiso.

 

¿Luchamos contra el virus?

     Desde que empezaron la pandemia y el confinamiento, a la vez que se relegaba el lenguaje inclusivo y la paridad, y empeza­ban a aparecer hombres uniformados en las pantallas de televisión para informarnos sobre la última hora de la lucha contra la COVID-19, los discursos políticos sobre el virus se teñían de un lenguaje bélico que apelaba a la ciudadanía como «soldados», a los profesionales de la sanidad como un «ejército que no deja de combatir», al virus como «el enemigo que vencer» y un «to­dos» irreflexivo, hegemónico y sin mati­ces ni discrepancias. «Guerra», «batalla», «frente»... Un imaginario agresivo y beli­coso se apropió del relato público y privado, y tanto los medios como la población en general —atemorizados e «infoxicados»— lo ratificamos acríticamente.

     Pero el lenguaje de las guerras no es una estrategia para abordar una pandemia. Re­cordemos que, desde tiempos antiguos, la ciencia médica ha afrontado enfermedades infecciosas no solo con hospitales y mé­dicos, sino sobre todo proponiendo mejo­ras en el urbanismo, el alcantarillado y las viviendas; garantizando el acceso al agua potable; mejorando la alimentación de los niños…, pero nunca desplegando ejércitos.

     Por eso, ante el mensaje del miedo y los discursos belicistas como modo de afron­tar las crisis, proponemos a partir de ahora un lenguaje que gire en torno a la vida, la atención, la presencia y el acompañamien­to, a la ternura, el consuelo y la resiliencia. Un lenguaje que, en vez de convocarnos al «combate», nos convoque a construir alter­nativas desde la comunidad y el cuidado.

 

¿Todo va a salir bien?

     Esta ha sido una de las principales expre­siones de aliento en los últimos meses. La hemos visto en muchos carteles y a me­nudo se la decimos a un amigo cuando lo vemos desbordado por un problema de di­fícil solución. A menudo no sabemos cómo van a ir las cosas, pero es imprescindible mantenerse en pie, no tirar la toalla antes de tiempo. Como ese equipo de fútbol que debe remontar dos goles en la segunda par­te para poder ganar el partido. No solo ne­cesitamos que «salga bien», sino «creer que todo saldrá bien».

     Sin embargo, debemos abandonar el optimismo acrítico y las falsas seguridades de un sistema tecnológico, social, político y económico sostenible, individualista y profundamente injusto. Debemos recono­cer con humildad que «no todo va a salir bien». Hacemos presente con dolor cómo se ha ensañado esta pandemia con las residen­cias de personas mayores; los miles de seres queridos que han muerto; todas las violen­cias que han quedado enmascaradas por el colapso informativo sobre la COVID-19; la catástrofe educativa que ha supuesto a nivel mundial; los millones de personas —cerca o lejos— que han quedado bajo el umbral de la pobreza por muchos años o, incluso, de­finitivamente. Todo saldrá bien, solamente, si somos capaces de cargar con todas estas realidades, llevar el duelo, acompañar a las víctimas y aprender a vivir desde la certeza de que, incluso en las noches más oscuras, la realidad está sostenida y habitada por el Mis­terio de la presencia de Dios. Etty Hillesum, Simone Weil y una nube de testimonios nos lo han mostrado a lo largo de la historia.

 

¿Resistiré?

     Durante muchas semanas salimos a los bal­cones de ciudades y pueblos para aplaudir al personal sanitario y a todas esas personas que no podían confinarse porque su trabajo se consideraba «servicio esencial». Quizás también nos aplaudíamos un poco a noso­tros mismos para animarnos en medio de esta situación insólita y restringida que nos ponía cara a cara con el espejo de nuestra fragilidad. Y, de repente, la canción «Re­sistiré» del Dúo Dinámico se colaba desde alguna ventana y también el tarareo de al­gún vecino o vecina. Tal vez, al igual que con los aplausos, cantábamos para conven­cernos, pero sin ninguna certeza, ni com­promiso, ni discernimiento… ¿Resistencia hacia qué o quién? ¿Hacia el virus? ¿Hacia las restricciones de la «nueva normalidad»? ¿Hacia el sistema? ¿Hacia la soledad y el aislamiento?

     Son muchas las preguntas que debería­mos hacernos, pero nos cuesta formulár­noslas, porque las respuestas nos exigirían conversión, responsabilidad, acción, pérdi­da de privilegios, alzar la voz… La verda­dera resistencia es la que no solo se ejerce contra la fuerza opuesta, sino la que genera reflexión y transformación. Una resistencia que subvierte el miedo y la tentación de no hacer nada; una resistencia colectiva y so­lidaria que, como explica Donna Haraway en su libro El mundo que necesitamos, es urgente «ante la amenaza de la depresión y la derrota, del cinismo, de los futurismos fascistas extraños». Una resistencia, en de­finitiva, para «inventar aquello que aún no es, pero que debería ser», yendo más allá de la simple denuncia y la crítica cabreada.

¿Quédate en casa?

     Los hashtags #YoMeQuedoEnCasa o #QuédateEnCasa fueron omnipresentes du­rante semanas. Por criterios epidemiológi­cos, la apelación a salir lo mínimo posible, teletrabajar y reducir la actividad social ha devenido un llamamiento a la responsabili­dad individual y un ejemplo de solidaridad. Una sociedad madura es aquella capaz de hacer a corto plazo unos sacrificios que a la larga buscan lograr un bien común mayor. Siguiendo las recomendaciones de las auto­ridades sanitarias, sin duda contribuimos a contener la transmisión del virus y a proteger la salud de la comunidad. Pero no siempre es posible quedarse en casa. ¿Qué debe hacer quien no tiene casa? ¿O todas esas personas que viven en precario, en pisos patera? ¿O con la amenaza de ser desahuciadas? ¿O las mujeres que han tenido que confinarse en casa conviviendo con sus maltratadores?

     El imperativo de quedarse en casa refuer­za una de las tendencias más peligrosas para nuestras sociedades. Desde hace unas déca­das, ha ido cuajando un ideal de vida que promueve el hogar como un tipo de búnker que nos aísla de un mundo exterior amena­zante y repleto de peligros. Dentro, el máxi­mo confort y la máxima protección; «¡fuera no se nos ha perdido nada!» Este es el sue­ño distópico de cualquier sistema autorita­rio: una multitud de personas encerradas en casa débilmente conectadas desde un punto de vista tecnológico, con miedo a bajar a la calle, sin interés por participar en la esfera pública y desentendidas del bien común.

     Esta estrategia de distancia social no debería normalizarse, sino que debería ver­se como una profunda anomalía. Recupe­remos tan pronto como podamos la calles: ese lugar arriesgadamente maravilloso de encuentro y celebración; ese lugar magní­fico donde reivindicar democracia y dere­chos; ese lugar tan necesario donde ir te­jiendo cotidianamente luchas compartidas como comunidad, vecindad y ciudadanía, aunque sin olvidar las condiciones de vida de tantas personas que seguirán sin techo o en viviendas inseguras, insalubres, y para quienes la calle no representa un anhelo de libertad en comparación con quienes tienen un hogar al que regresar.

 

¿Cuidémonos?

     «Cuidarse» se ha popularizado como ex­presión a partir de la constatación de que no puede darse una auténtica transformación de nuestra sociedad ni de nuestras formas de vida si no ponemos los cuidados en el centro. Finalmente, hemos despertado del sueño de la omnipotencia y la invulnerabi­lidad, y nos hemos dado permiso para abra­zar la propia fragilidad reconociéndonos interdependientes y reconociendo la labor imprescindible de quien nos cuida.

     Pero el individualismo se nos agarra a la piel como una garrapata, y el «cuidé­monos» inicial tiene la tentación de ir estrechando cada vez más el «nos», solo por los «míos», un simple mecanismo de au­toprotección, una forma más de egoísmo. Ahora bien, el eslogan «cuidémonos» solo tiene sentido si aspira a hacer el «nos» cada vez más grande y más inclusivo, hasta lle­gar a abrazar a la humanidad entera y, muy especialmente, a aquellas personas que no tienen a nadie que las cuide.

     Entonces, partiendo de esta pequeña se­milla de revolución que esconde la frase, el imperativo deviene un imperativo político porque cuestiona no solo a qué dedico mi tiempo, sino también el uso que le doy a mi dinero (sí, también los impuestos que pago), mi propiedad privada y aquellas op­ciones políticas que defiendo. De un deseo individual/familiar, el «cuidémonos» pasa entonces a convertirse en una forma de en­tender la vida, en una forma de dar vida.

 

¿Nueva normalidad?

     En medio de la excepcionalidad del confi­namiento se elaboraron planes de desesca­lada para volver a una «nueva normalidad». Hablar de «normalidad» nos sugiere regre­sar a una situación estable, previsible, libre de incertidumbres. A la vez, tener que adje­tivarla como «nueva», nos advierte de que nada puede volver a ser como antes.

     Si, efectivamente, la pandemia no es solo producto del azar biológico, sino con­secuencia directa de una vida humana depredadora del planeta, la nueva normalidad no pueden ser solo unos pequeños ajustes: debe implicar una apuesta por un modelo radicalmente sostenible desde un punto de vista tanto social como ecológico. Si no hay un replanteamiento de fondo, llamar «normalidad» a una aproximación crema­tística irresponsable hacia la naturaleza y perpetuadora de desigualdades obscenas entre los seres humanos es consagrar una vez más como inevitable una situación in­sostenible e inhumana.

     Volver a la situación anterior a la pande­mia es un deseo al que solo aspira una mi­noría privilegiada de la humanidad, como si el orden global previo a la pandemia fue­ra un orden justo, equitativo y armonioso.

     No habremos aprendido nada si volvemos a la normalidad anterior. Para hacer que naz­ca la auténtica novedad, necesitamos vivir más conscientemente, más despiertos para reconocer a aquellas personas que sufren la injusticia, invisibilizadas y vulnerabili­zadas. Esta mirada «samaritana», atenta, nos desplaza y desemboca en una acción compasiva y comprometida para aligerar el sufrimiento y revertir, así, las causas.

 

¿Y ahora qué? El camino de la pospandemia

     Y ahora que iniciamos el camino de la pospandemia, con la mochila cargada de lemas resignificados y un profundo apren­dizaje vital, nos preguntamos: ¿servirá esta crisis como aprendizaje para las futuras cri­sis derivadas de la emergencia climática? ¿Llegará la vacuna a las zonas más empo­brecidas de nuestro planeta bajo unos cri­terios justos de reparto? ¿Revisaremos fi­nalmente los sistemas sanitarios, ahora que los reconocemos infradotados, para que la salud sea un bien universal y garantizado? ¿Se mantendrán las políticas económicas que ayuden a los más perjudicados por la pandemia? ¿Será la Vida, en mayúsculas, el centro de las decisiones individuales y colectivas futuras?

     No nos resignamos a que la pospande­mia tome caminos distópicos. Debe que­darnos claro que sin interrupción de la vieja normalidad no puede haber nueva norma­lidad con sabor a fraternidad y a promesa cumplida, y que acelerar su llegada nos compete a los seres humanos, singularmen­te a quienes compartimos el sueño de Jesús de Nazaret. De nosotros depende, en defini­tiva, que el camino de la pospandemia sea un camino de fraternidad.

Cristianisme i Justícia (2020/12)

 

 

 

 

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