Fuente: MSN
De El País
23/12/2023
El presidente de la Conferencia Episcopal Española, Juan José Omella, el pasado 12 de diciembre. © SUSANA VERA (Reuters)
La publicación de dos informes diferentes por parte de la Conferencia Episcopal sobre los abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia católica —prácticamente un mes después de que lo hiciera el Defensor del Pueblo por encargo del Congreso de los Diputados— refleja la anomalía que supone la gestión que la jerarquía española ha hecho del mayor escándalo vivido por su institución en las últimas décadas.
En el mismo día, el jueves pasado, los obispos españoles difundieron la auditoría que habían encargado al despacho de abogados Cremades & Calvo-Sotelo y otro informe, de procedencia desconocida y metodología ignota, titulado Para dar luz, cuyo adelanto ya fue hecho público en junio, que no coincide con las cifras de la auditoría —tampoco con las del Defensor del Pueblo— y que culmina un desatinado desempeño por parte de la Conferencia Episcopal en su obligación de dar, además de luz, explicaciones sobre delitos muy graves, y de reconocer y reparar a sus víctimas.
Desde el primer momento, los miembros de la jerarquía española han tomado un camino anómalo y muy diferente respecto a sus homólogos de países como Estados Unidos, Alemania, Francia o Portugal, entre otros, que, conscientes de la magnitud del problema, tomaron la iniciativa para esclarecer los hechos, encargaron motu proprio exhaustivas investigaciones independientes y asumieron su responsabilidad.
Inexplicablemente, en España los obispos primero optaron por intentar desacreditar las investigaciones periodísticas que dieron a conocer a la opinión pública el escándalo, y especialmente la labor de EL PAÍS, cuyo trabajo ha sido fundamental tanto para el Defensor del Pueblo como para la propia auditoría interna de la Conferencia Episcopal, según recoge esta en su memorándum. A continuación, quitaron importancia al hecho de que EL PAÍS hiciera llegar directamente al papa Francisco su trabajo. Posteriormente, encargaron una investigación solo cuando ya estaba tomada en el Congreso la decisión de encargar a una institución oficial un informe sobre los abusos.
Presentado este informe, rechazaron las cifras recogidas por el Defensor del Pueblo y la extrapolación de estas —una fórmula matemática empleada habitualmente en sociología—, que estimaba el número real de víctimas en 440.000 personas. Además, pusieron condiciones a la hora de asumir la parte de las indemnizaciones que inexcusablemente les corresponden.
Tampoco la investigación paralela que ellos mismos encargaron ha estado libre de accidentes. Uno de los coordinadores de la auditoría fue apartado de los trabajos por expresar sus discrepancias sobre los resultados que empezaban a arrojar, peores de lo que esperaban los prelados. Hace unos días dicha persona fue puesta al frente de un alto cargo administrativo en la Conferencia Episcopal, cuyo presidente, el cardenal Juan José Omella, minusvaloró en público el trabajo de la auditoría el día de su presentación. No caben más paradojas.
Lo peor de esta grotesca situación es que gira en torno a miles de personas que han sufrido un gravísimo daño, y da cuenta de la impunidad con la que sus agresores y sus encubridores han actuado durante décadas. La sociedad española sigue mereciendo respuestas y, además, un modo coherente de conducirse por parte de los obispos.
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