jueves, 7 de diciembre de 2023

Adviento y Navidad sin ocaso

Por   Felisa Elizondo

 

Estas dos palabras resultaban inseparables para quienes vivían cristianamente las semanas finales de cada año. Pero están ahora mismo desigualmente presentes:  un anuncio que inunda pantallas y escaparates habla con mucha anticipación de la  Navidad en forma de “felices fiestas”. Pero nos haría bien recordar que la espera -el adviento- prepara y agranda la acogida, como la víspera anticipa algo del estallido de la fiesta.

Con todo, el lenguaje de la liturgia, con palabras antiguas y símbolos eficaces, sigue insistiendo en la importancia de un tiempo de espera, de unas semanas que nos van habituando a pensar en algo impensable: el acontecimiento de un Dios que abraza nuestra carne.

En defensa de este espacio que prepara el asombro de la Navidad, leo en un artículo reciente: “Adviento es el tiempo de la espera y de la esperanza. No es el tiempo del futuro, es el tiempo del presente. La humanidad tiene derecho a esperar tiempos mejores y a encontrar el sentido de su camino y de su búsqueda. El profeta Isaías nos lo dice de manera muy hermosa: "Al final de los días... confluirán hacia Jerusalén de todos los pueblos... Dios nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas...

De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas”. Y el Evangelio insiste en este tiempo: “Estad en vela porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Estad preparados"… Ahora que la humanidad siente también el frío de la insolidaridad, de la pobreza de muchos, del terrorismo cruel y fanático, de la guerra en Ucrania y en Gaza, el Adviento nos invita a creer que habrá primavera” (A. Fernández Barrajón).

 

Apareció la ternura y el amor de Dios en Jesús” (Tit 3,4)

 Una Carta que llega desde los tiempos primeros, resume así el misterio de la Navidad: un gesto de la mayor ternura. Y la Carta a los Gálatas, el texto más cercano al nacimiento de Jesús, menciona explícitamente a su madre: “Dios envió a su propio Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley”. Dejada esta sobriedad, los evangelistas de la infancia se detienen a evocar detalles que documentan que el “Hijo del Altísimo” ha tenido una madre sencilla, como cualquiera de nosotros. Y una tradición bimilenaria ha seguido celebrando ese acontecimiento único que sombrea la historia entera, incluso el hoy olvidadizo y secularizado.

A lo largo de siglos, los cristianos, con ayuda de pormenores que datan incluso de los apócrifos, han recreado una y otra vez la escena del portal/pesebre y han compuesto incontables “villancicos”. La historia de representaciones plásticas cuenta ya con un  fresco del siglo III, conservado en las catacumbas romanas de San Sebastián, donde puede advertirse incluso la estrella. Y prosigue hasta los festivales de luces que  proyectan ahora mismo imágenes del Portal  en fachadas futuristas. La gruta, con María, José y el Niño en el pesebre (y con el buey y el asno “apócrifos”) ha sido mil veces dibujada o esculpida por manos de autores anónimos y geniales. Otro tanto puede pensarse de la música navideña, popular o culta.

 

Algunas glosas de la Navidad

La literatura cristiana recoge testimonios de la celebración de la Navidad desde los siglos primeros. Se pueden encontrar menciones desde san Ireneo de Lyon, tanto en Occidente como en el  Oriente cristiano al que fue extendiéndose la fiesta. Del siglo V nos han llegado sermones de san León Magno, el papa que detuvo nada menos que a Atila a las puertas de Roma, con párrafos como estos: “Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura, porque ha llegado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. En efecto, al cumplirse el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y acordado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre”.

O este otro: “Hoy el autor del mundo ha nacido del seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado la voz de los ángeles anunciando que había nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma” (Sermo 22, In Nativitate Domini, 2, 1; Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1).

Una antología de decires sobre la Noche reclamaría decenas y decenas de páginas. Grandes nombres han glosado los pasajes bíblicos referidos al misterio de este asombroso comienzo.  

 

La noche de Greccio

Con el pasar de los tiempos, la celebración encontró tonos y modos diversos. En una aldea perdida del Lacio y en 1223, tres años antes de su muerte, el “Poverello de Asís” (el poeta Bobin lo ha apodado con el mayor acierto “el Bajísimo”) quiso recrear al vivo lo sucedido en Belén. Llevado -dicen las fuentes- por su afán de imitar al máximo al Maestro y porque quería que todas las gentes se alegrasen con la memoria de aquella Noche.

En su relato, conocido como la primera vida del santo, Celano anota también con cuidado los motivos de aquel empeño: “La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio, y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras. Tenía tan presente en su memoria la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa”.

Celano y el propio san Buenaventura se refieren, cada uno con su modo de decir, a aquel “belén viviente” del siglo XIII. Así Celano, el primer biógrafo, anota: “El bienaventurado Francisco celebraba la fiesta de Navidad con mayor reverencia que cualquier otra fiesta del Señor, porque, si bien en las otras solemnidades el Señor ha obrado nuestra salvación, sin embargo, como él decía, comenzamos a ser salvos el día en que nació el Señor. Por eso quería que en ese día todo cristiano se alegrase en el Señor, y que, por amor a Aquel que se nos dio a sí mismo, todo hombre fuese alegremente dadivoso, no sólo con los hombres, sino también con los animales y las aves”.

Y este es su relato de lo sucedido aquella noche: “Digno de recuerdo y de celebrarlo con piadosa memoria es lo que hizo tres años antes de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo.

Vivía en aquella comarca un hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor vida, a quien el bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues siendo de noble familia y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor el bienaventurado Francisco le llamó y le dijo: “Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre el heno entre el buey y el asno”. En oyendo esto el hombre bueno y fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el santo le había indicado”.

De aquella noche, festejada con teas y cirios aldeanos, se pudo decir que “allí la simplicidad recibe honor, la pobreza es ensalzada, se valora a la humildad”. El santo había cuidado de que participaran todos, los hermanos y los labriegos. Y se dice que la alegría le llevó a intentar “persuadir al emperador a que diese una ley especial para que en la Navidad del Señor los hombres proveyeran abundantemente a las aves, al buey y al asno y a los pobres”.

Este modo franciscano de celebrar el Misterio ha dejado una impronta innegable en la historia de la espiritualidad. El Giotto lo plasmó unos años más tarde en uno de sus famosos frescos.

 

Tras la espera, habrá Navidad

La memoria creyente sabe que cada tiempo ha aguardado y vivido su Navidad. La devotio moderna continuó extendiendo aquel modo “sensible” de celebrar los misterios de la vida del Jesús. Basta recordar cómo, con un lenguaje bien suyo, san Ignacio de Loyola propone una “contemplación del nacimiento del Salvador” en  el libro de los Ejercicios Espirituales: “El  primer preámbulo es la historia: y será aquí, cómo desde Nazaret salieron Nuestra Señor grávida cuasi de nueve meses, como se puede meditar píamente, asentada en una asna, y Joseph y una ancilla (la ancilla no se menciona en otros casos) llevando un buey para ir a Belén, a pagar el tributo que César echó en todas aquellas tierras. El segundo preámbulo es la composición viendo el lugar; será aquí con la vista imaginativa ver el camino de Nazaret a Bethlém, considerando la longura, la anchura, y si llano o si por valles o cuestas sea el tal camino; asimismo mirando el lugar o espelunca (cueva) del nacimiento, quán grande, quán pequeño, quán baxo, quán alto, y como estaba aparejado”.

También en nuestros días, a la vez tensos, agitados y olvidadizos, esperamos que se cumpla el anuncio del Evangelio de Lucas: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que viene de lo alto para iluminar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78). Un pregón no desmentible que, en 2011 y en una homilía de la fiesta, Benedicto XVI comentaba así: “Encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados, y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo «siendo de condición divina (...) se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2, 6-7).

Y proseguía: “Contemplemos la cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y la humanidad”.

Que es como afirmar que el Amor dura, y que sobre el tiempo que vivimos sigue sombreando la Navidad con su regalo de una Vida que no tiene ocaso.

Felisa Elizondo

 

 

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