sábado, 30 de marzo de 2024

La «happycracia» de un cristianismo sin Cruz

Fuente:   Cristianisme i Justícia

Por    Pepa Torres

29/03/2024


[Imagen de yueshuya en Pixabay]

Se acerca la Semana Santa. En este tiempo las cristianas y los cristianos celebramos los acontecimientos más centrales de nuestra fe, con toda su densidad, esperanza y hondura. Sin embargo, resulta éste un tiempo «extraño» para nuestra cultura, que la identifica de manera generalizada como «vacaciones de primavera» o «tiempo de procesiones». No resulta fácil tampoco hallar espacios donde celebrarla desde una teología y espiritualidad actualizada, que conecte con las propias vidas y la realidad que nos atraviesa en sus múltiples dimensiones. Quizá por esta razón son cada vez las personas y grupos que se «autogestionan» sus propios «modos de hacerlo». Desde mi experiencia, las celebraciones de Semana Santa suelen pivotar entre dos extremos: un «dolorismo sacrificial», que lo impregna todo o «la happycracia de un cristianismo sin Cruz», incapaz de sostener la «esperanza enlutada» del Evangelio. Por eso, sin duda, una de las celebraciones que vivimos estos días que más me suele «chirriar» es especialmente la del Viernes Santo, por la deformación que hemos hecho, y se sigue haciendo, de la Cruz de Cristo. Desde ese «chirrido» escribo estas reflexiones:

El misterio que celebramos el viernes santo es la expresión máxima de la vulnerabilidad y la ternura de Jesús de Nazaret, entregada hasta el extremo en la tarea de aliviar el sufrimiento de los últimos y últimas. Una vulnerabilidad que es rechazada y se mantiene fiel e incondicional (Jn 13,1-15) y que tiene repercusiones sociales y políticas. Por eso la vida de Jesús se le hace insoportablemente molesta a quienes «hacen de su fuerza la norma de la justicia» (Sb 2,1-17). La condena de Jesús revela un Dios afectado y posicionado no sólo favor de las víctimas, sino a merced de sus verdugos, en máxima solidaridad y cercanía con «los sin poder». Revela, no un Dios impasible, sino vulnerable, para el que lo humano nunca es un atajo. Un Dios que no resuelve nada, pero que sostiene en todo y cuya esperanza emerge como aliento y respiro en las noches oscuras de la violencia y la injusticia en nuestro mundo. La muerte de Jesús no fue tampoco accidental ni casual, como tantas muertes de tantas personas inocente hoy que son también, de algún modo, «crónicas de una muerte anunciada». No olvidemos que Jesús no murió, sino que a Jesús «le arrancaron de la tierra de los vivos» (Is 53,8).

Necesitamos liberar la interpretación de la Cruz del carácter sacrificial y necesario «en sí mismo» del sufrimiento; es un lastre que heredamos deformado de la teología de San Anselmo. Dios no es un vampiro que reclama la sangre de una víctima para reparar el pecado y otorgar la redención a través de los sacrificios humanos. Como hace años escribía Leonardo Boff, a la Cruz hay que mirarla siempre desde dos lados: el de los crucificadores y el de las víctimas. Por el lado de los crucificadores, la Cruz es muerte: «maldita sea la Cruz». Los cristianos nos hemos acostumbrado demasiado a aquello de «Salve Cruz, única esperanza», y hemos olvidado que hay cruces que no son cristianas, sino legitimadoras del dolor y la injusticia que recae sobre las vidas de los últimos y últimas. Por eso todos los años al vivir la liturgia del Viernes Santo nos tendríamos que preguntar: ¿a quién adoramos? ¿A la Cruz o a Aquel que se pone en el lugar de los crucificados y crucificadas de la historia para que no se repita nunca más ese sufrimiento, esa violencia, esa injusticia? Porque no es lo mismo. Sólo ellos y ellas pueden hacer que la Cruz sea redentora y liberadora.

Por eso, como nos reveló la teología de la liberación hace años, nuestra vida tiene sentido si libremente la entregamos día a día a la faena de bajar de la Cruz a los crucificados y crucificadas, y eso siempre tiene el precio de la Cruz, ya sea cruenta o incruenta. Así fue en Jesús (Filipenses 2,5-10) y a ello remite también nuestro bautismo (Rm 6,2-11). Por eso el Dios vulnerable que se nos revela en la Cruz nunca nos va a ahorrar dolor, pero sí nos otorga lucidez. Nos impide caer en espiritualidades evasivas, depura nuestras imágenes de Dios, demasiado burguesas y lights, que no soportan la prueba del fracaso, la oscuridad o el silencio. El Dios crucificado en Jesús nos muestra que la encarnación no es un truco, sino que es irreversible. El Dios «venido en carne» no ataja nada, ni nos exime de nada, pero nos muestra su fidelidad hasta el fin, de forma no fácilmente comprensible desde nuestros esquemas exitosos.

En el cuerpo vulnerado y crucificado de Jesús Dios nos muestra la densidad más honda de su misterio. Dios está en la Cruz en su máxima solidaridad y cercanía con las víctimas. En ella se nos muestra impotente pero creíble. El gran teólogo y místico Bonhoeffer, desde el campo de concentración donde murió, escribió: «Dios, clavado en la Cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Sólo un Dios que sufre puede ayudarnos» (Resistencia y sumisión). Más recientemente, la teóloga feminista Elizabeth Johnson nos recuerda también que: «El símbolo del Dios sufriente expresa la solidaridad compasiva hasta el extremo de un Dios incrustado en lo humano, que no suple nada pero que nos sostiene desde lo más hondo, ayudando a encarar el dolor y el sufrimiento» (La que es).

Por eso lo que celebramos estos días es que el Dios mayor, en el Crucificado, se nos revela como un Dios menor, afectado y vulnerado por amor hasta el extremo. Al hacerlo nos recuerda que la gran pregunta del cristianismo no es «¿dónde está Dios?», sino «¿cómo está y qué podemos hacer con Él y por Él?» La contemplación de los textos del Evangelio de estos días nos abre a un gran misterio, que nada tiene que ver con la happycracia ni el optimismo ingenuo. Dios está en la Cruz generando esperanza, una esperanza que no está reñida con la oscuridad y que no pasa por encima de los desgarros ni los despojos, ni mira hacia otra parte, sino que se adentra a través de las losas que aplastan la vida. Por tanto, contemplar la Cruz y los crucificados nos desvela una vez más que el Dios vulnerado de Jesús no nos saca de la historia, pues no lo hizo ni con su propio hijo (Rm 8, 23-37), sino que ahonda profundamente en ella sosteniéndola desde abajo y desde adentro, asumiendo y encarando plenamente lo humano, sin ensoñaciones ni idealizaciones ingenuas: Jesús muere porque los hombres y las mujeres matan. Vivir el Viernes Santo desde esta perspectiva nos invita a ir a por la vida, como solía decir Toni Catalá, con un «cierto pesimismo cariñoso» que nos remite siempre al compromiso de bajar de la Cruz a los crucificados y crucificadas y a no escamotear la consecuencia de ello en nuestra vida, ni la herida de nuestra propia vulnerabilidad. Desde ahí nos es también desvelada la esperanza enlutada del Evangelio que nos hace testigos de ella en los infiernos, las utopías y las distopias humanas.

 

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