domingo, 3 de septiembre de 2023

Las catacumbas romanas no eran escondites cristianos

Las representaciones habituales de las catacumbas las dibujan como refugios de los primeros cristianos ante el acoso de Roma. Se construyeron en el mismo período, pero no eran lugares donde esconderse

Fuente:   La Vanguardia

Por   Julián Elliot

01/09/2023


Las catacumbas de Roma. Frank Bach

El Imperio romano dio permanentes muestras de tolerancia religiosa en sus cinco siglos de historia. No solo permitía la práctica de cultos propios a los habitantes de las naciones conquistadas, sino que incluso los adoptó en la capital. Algunos, como el culto egipcio de Isis o el persa de Mitra, tenían una aceptación masiva entre los ciudadanos de Roma, que a menudo fusionaron estas importaciones con las divinidades de su propio panteón (al fin y al cabo, la religión romana era, en una parte importante, la asimilación de la griega).

A pesar de esta permisividad romana, el Imperio prohibió periódicamente lo que consideró una extravagante ramificación del judaísmo. En esta aversión por el cristianismo influía una enorme ignorancia sobre sus creencias y actividades reales, pero también poderosas razones de Estado.

Los fieles a Jesús fueron acosados desde mediados del siglo I d. C., cuando su religión irrumpió públicamente en Roma, hasta principios del IV, fecha en que el emperador Constantino autorizó y favoreció el cristianismo hasta convertirlo en el oficial de facto. A lo largo de ese largo período, el escenario característico de la Iglesia primitiva fueron las catacumbas. Pero no eran su único espacio, ni cumplieron funciones que se siguen malinterpretando hoy.

Las catacumbas, contemporáneas de las persecuciones del cristianismo a manos del Imperio, se empezaron a excavar en Roma con un único objetivo de carácter práctico. Eran simples cementerios. Por eso, y no por otra cosa, se construyeron todas, cada una de las 69 descubiertas hasta la actualidad, fuera de la ciudad. El emplazamiento lo dictaron los hábitos funerarios de la civilización romana, no la clandestinidad inicial del cristianismo. Los muertos, para las leyes latinas, debían estar apartados de los vivos.

Hasta mediados del siglo II, la Iglesia sepultó a sus difuntos en los mismos lugares en que lo hacía la mayoría pagana. Empleaba necrópolis como la situada en la colina Vaticana o las que se encontraban junto a las calzadas consulares, más numerosas. Este fue el destino que corrieron, por ejemplo, los restos de los apóstoles Pedro y Pablo. Los del primero fueron trasladados al cementerio romano donde hoy se levanta su basílica. Los del segundo, a una antigua necrópolis localizada junto a la Via Ostiense. Algunos cristianos de los comienzos, pocos, fueron enterrados en terrenos donados por particulares a su parroquia.

Las catacumbas clásicas nacieron de este tipo de cesiones. Por ejemplo, las de San Calixto o las de San Sebastián, excavadas junto a la Via Apia. No fueron las autoridades romanas, sino los cristianos primitivos, quienes separaron sus tumbas de las distintas a su religión. La explicación se encuentra en una combinación de cuestiones teológicas y pragmáticas.

 

Demasiados cuerpos

Por un lado, los paganos solían incinerar los cadáveres, mientras que los cristianos, en consonancia con la tradición judía, los enterraban. Pretendían preservar enteros los cuerpos para la resurrección (en cuerpo y alma) tras el Juicio Final, como había ocurrido con el de Cristo después de la crucifixión. Enterrar los cadáveres constituía una señal de respeto a la futura reunión de espíritu y materia.

Por otra parte, los cristianos formaban una fraternidad. Lo compartían todo, desde los bienes y las penurias terrenales hasta la anhelada perspectiva del Paraíso en el más allá. De ahí que, ante la circunstancia de la muerte, prefirieran esperar juntos la vida eterna. No llamaban a los espacios de sepultura necrópolis (“ciudad de los muertos”), sino que empleaban otro término griego: koimeterion (“dormitorio”), origen de la palabra cementerio. El sentido comunitario del cristianismo original superaba así no solo las distinciones de etnia, sexo o riqueza, sino también el umbral entre los vivos, de paso en la tierra, y los muertos, dormidos hasta su despertar final.

En la práctica, estos preceptos se tradujeron en una acumulación insostenible de cadáveres. Para enterrarlos dignamente, en grupo y sin necesidad de agotar las escasas parcelas disponibles, a mediados del siglo II se empezaron a excavar las catacumbas. El subsuelo de Roma, compuesto principalmente por toba, una piedra porosa, blanda y ligera, resultaba ideal para ello. Además, por esas mismas características, amortiguaba el ruido causado por los picos y las palas de los fossores, los obreros especializados en abrir las galerías subterráneas.

Al principio fueron cortas y superficiales, pero con el tiempo llegaron a los 12 niveles de profundidad y a unos 600 kilómetros en total. Fueron precisamente los inmensos montones de toba extraídos de los alrededores de la Via Apia, en los lugares denominados ad catacumbas (“de las cavidades”), los que prestaron el nombre a estos túneles.

 

El problema de la persecución

Todas las dinastías del Alto Imperio emprendieron campañas más o menos agresivas contra los cristianos. En la Julio-Claudia, Claudio los persiguió a raíz de los desórdenes provocados en la capital por las peleas entre los judíos ortodoxos y los que seguían a los Apóstoles. Nerón, para librarse de la impopularidad que le dio un enorme incendio en Roma.

En el siglo I, la dinastía Flavia tuvo en Domiciano su mayor perseguidor. El motivo que utilizó lo emplearían también varios césares posteriores: la negativa cristiana a reconocer la divinidad del césar. La religión era un asunto privado en Roma, salvo cuando se rechazaba rendir culto al emperador, una disidencia que amenazaba la cohesión cívica del estado.

A este pretexto recurrieron, ya en el siglo siguiente, los Antoninos, desde Trajano a Marco Aurelio. No emprendieron ejecuciones masivas, pero ordenaron usar la fuerza al menor asomo contestatario, con el consiguiente reguero de víctimas. Los Severos oscilaron entre la benevolencia y la intolerancia radical. En el siglo III, cualquier viso de libertad religiosa se esfumó durante la grave crisis que sacudió a Roma por, entre otros factores, el empuje de los bárbaros.

A excepción de Filipo el Árabe, que pudo haber sido cristiano en secreto, los demás césares de este último período, surgidos de las legiones fronterizas, bañaron en sangre la Iglesia. Maximino, Decio, Treboniano Gallo y Valeriano fueron los más violentos.

Con la vieja excusa de la rebeldía ante el culto imperial y la nueva de encarrilar la inestabilidad general (les convenía crear una causa patriótica con que distraer y motivar a sus súbditos), estos emperadores se dedicaron a eliminar sistemáticamente a los cristianos. Las razones ocultas eran varias: los veían como facciosos (propugnaban la igualdad en una sociedad esclavista); les utilizaban como chivos expiatorios en gobiernos mediocres; se incautaban de sus propiedades y recursos para alimentar las arcas estatales...

 

Entre reliquias

Fue Diocleciano, a principios del siglo IV, quien ordenó la última gran persecución, una de las más cruentas. Pero tuvo lugar tres años antes de que le sucediera Constantino, el césar que, con el Edicto de Milán y otros decretos, legalizó el cristianismo e impuso la paz religiosa en el mundo romano. Terminaban así casi trescientos años de matanzas.

El cristianismo había recorrido un doloroso camino. Por una ignorancia hábilmente manipulada por la propaganda oficial, el pueblo romano había creído durante mucho tiempo que los seguidores de Cristo ensalzaban la ausencia de paternidad (la Virgen), celebraban banquetes de antropofagia (la eucaristía) o cometían infanticidios (el Hijo sacrificado por el Padre). A ojos de los latinos, todo eso provocaba la cólera de los dioses, por lo que las muertes cristianas eran justas. Los mártires fueron sepultados en su mayoría en las catacumbas, que adoptaron una segunda función: se convirtieron en lugares de veneración.

Allí se construyeron santuarios donde se celebraba el dies natalis de los difuntos, la fecha de su muerte como tránsito a la vida eterna, considerado el auténtico nacimiento. Cuando la situación de la Iglesia se normalizó tras Constantino, empezaron a acercarse a estas reliquias del subsuelo romano caravanas de peregrinos llegados de todos los rincones del Imperio. Solo las invasiones lombardas del siglo VI, ya en la Edad Media, moderaron la afluencia de visitantes.

 

Falsas ideas

Este uso de las catacumbas ha contribuido a difundir la idea de que sirvieron de refugio en los años del acoso imperial. No fue así. Como todos los cementerios latinos, eran espacios intocables, inviolables por las autoridades civiles, aunque estas, desde luego, conociesen su situación (resultaba imposible esconderlas, con la cantidad de escombros extraídos en la superficie). Pero, en todo caso, pocos cristianos se habrían atrevido a denigrar sus propios lugares sagrados acampando en ellos.

Además, la mayoría de los ritos en la Iglesia primitiva se realizaban en los llamados tituli, casas privadas que fueron lo más parecido a un templo durante la clandestinidad, antes de la construcción de las primeras basílicas. En las persecuciones, los fieles solo bajaban en grupos a las catacumbas para llevar a cabo entierros, ceremonias extraordinarias como las del dies natalis o, muy raramente, para comulgar cuando no había manera de hacerlo en el exterior.

Las catacumbas no fueron una manifestación exclusiva de la Iglesia primitiva ni del extrarradio romano. Diversas religiones mediterráneas, entre ellas el paganismo grecolatino y el judaísmo, edificaron las suyas. Por otra parte, hubo catacumbas cristianas en varios puntos del Imperio además de Roma. Por ejemplo, en Nápoles y Siracusa (Italia), en Adrumeta (Túnez) o en Alejandría (Egipto). De todos modos, son las de Roma las que mejor reflejan los difíciles años iniciales del cristianismo frente al Imperio.

 

 

 

 

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