viernes, 8 de septiembre de 2023

La Vicaría de la Solidaridad: la historia de quienes defendieron los DDHH ante la dictadura chilena

Fuente:   sandiego union tribune

Por MARÍA TERESA HERNÁNDEZ

07/09/2023


La secretaria ejecutiva María Paz Vergara busca un archivo en la Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad, en Santiago, Chile, el martes 25 de julio de 2023. Las estanterías preservan miles de casos de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura de Augusto Pinochet. (AP Foto/Esteban Félix)

(Esteban Felix / Associated Press)

SANTIAGO — 

El pasillo huele a papel viejo. Unas cajas se apilan sobre otras. Los estantes sostienen carpetas. Hay ficheros en orden alfabético.

No es una biblioteca, sino memoria. “Represión en universidades”, dice un legajo. “Recortes de prensa DDHH”, formula otro. El resto son claves que el visitante promedio no entiende. “SAD” enlista a los detenidos desaparecidos. “SAE” registra a los ejecutados.

En éste, el archivo de la Vicaría de la Solidaridad, cada folio es historia. Recuerda que a 50 años del golpe de Estado que dio pie a la dictadura de Augusto Pinochet, el pasado aún cala en Chile con sus muertes y ausencias.

El origen de la Vicaría fue algo peculiar: a diferencia de otros países latinoamericanos como Argentina, donde la Iglesia católica se sentó a la mesa con los dictadores en vez de confrontarlos, en Chile hubo un hombre con sotana que puso su poder al servicio de las víctimas.

El primer proyecto que lideró el cardenal Raúl Silva Henríquez fue el Comité Pro-Paz (1973). Desde ese organismo ecuménico, católicos, cristianos, judíos y líderes de otras religiones brindaron acompañamiento espiritual, judicial y material a los primeros afectados por el régimen.

Pinochet ejerció presión hasta que el Comité cerró el 31 de diciembre de 1975, pero el cardenal guardó un as bajo la manga: un día después abrió la Vicaría de la Solidaridad –esta vez con todo el peso de la Iglesia católica tras de sí— para abocarse a defender los derechos humanos.

Y así, en este país delgado que el Pacífico y los Andes abrazan en la punta más austral de América, asistentes sociales, abogados y otros profesionales formaron un grupo que durante 16 años ofreció asesoría legal, médica y emocional a quienes el autoritarismo partió en dos. Recibieron a madres cuyos hijos no volvieron de una protesta, a jóvenes cuyos padres desaparecieron a la salida del trabajo, a esposas que sin saberlo ya eran viudas.

Prestaron oído y dieron consuelo. Acudieron a tribunales. Identificaron restos en las morgues. Se habituaron a las amenazas telefónicas, a las miradas acechantes en las calles y, en días más duros, enterraron a colaboradores y amigos: José Manuel Parada, jefe del departamento de análisis de la Vicaría, fue secuestrado y ejecutado por agentes estatales en 1985.

La documentación que reunieron es la historia de una resistencia. En 1992, dos años después del retorno a la democracia, la Vicaría cerró y se creó la fundación que ahora preserva el archivo: habeas corpus, fichas médicas y declaraciones de 47.000 expedientes que han facilitado reclamos de justicia y reparación.

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El archivo se inició el día 1 porque el papel permitía plantar cara al gobierno: al reunir pruebas, no se podían negar las culpas.

María Luisa Sepúlveda también estuvo ahí desde el principio. Tras el golpe de 1973 se integró al Comité Pro-Paz y tres años más tarde, cuando el cardenal estableció la Vicaría, empezó a trabajar como asistente social. Luego colaboró en comisiones de prisión política y tortura, asesoró a un presidente en materia de derechos humanos y apoyó la instalación del Museo de la Memoria.

“Este trabajo ha sido el sentido de mi vida”, asegura.

El nombre de la Vicaría llegó a oídos de la gente a través de las parroquias. Ayúdeme, padre, mi marido ha desaparecido. Y el sacerdote respondía: Ve al Arzobispado y ahí te van a apoyar.

Cuando una persona llegaba, el primer contacto era una asistente social como María Luisa. Ella tomaba notas y evaluaba la situación. Dependiendo del escenario, accionaba. Si había alguien en la mira de la dictadura, trataba de conseguir un sitio de resguardo o una visa para sacarle del país. Si la persona estaba detenida, transmitía información a un abogado que prepararía acciones judiciales.

“Ya se sabía de muertos, de personas detenidas arbitrariamente”, recuerda. “De un día para otro se acabó la red de apoyo del Estado a las personas”.

Lo peor, añade, era “no saber”. Buscar a tu hermano o a tu padre sin entender qué le había ocurrido. ¿Estará en la cárcel? ¿Lo habrán matado? ¿Pero qué hizo? “La gente llegaba totalmente desorientada por las situaciones inéditas”.

Pronto dejó de bastar la atención individual. Debido a la acumulación de casos, la Vicaría empezó a promover las organizaciones de familiares de presos y desaparecidos. Así se coordinaron para visitar cárceles lejos de Santiago, reunir recursos e información.

“Había gente que entraba y no se sentía con la fuerza para seguir”, cuenta María Luisa. “Yo estuve hasta el final”.

Las jornadas de trabajo de quienes defienden los derechos humanos en medio de una dictadura endurecen la piel. En sus jornadas de nueve a seis, antes de correr a casa para atender a sus tres hijos, María Luisa convivía con el sufrimiento de diversas maneras. A veces atendía público y revisaba informes. Otros días iba a la morgue. Ahí vio cadáveres sin ojos, mujeres embarazadas con el vientre rajado, víctimas sin yemas en los dedos de manos y pies.

No es que a la mente no le cimbre la tragedia, pero aprende y se habitúa a convivir con el pasado.

“Me acuerdo de una mamá que tenía dos hijos. A uno lo mataron y al otro lo expulsaron. La señora decía el nombre de su hijo y se desmayaba. Tengo el ruido del nombre del hijo aquí, en el oído. La estoy escuchando y viendo. Tenía una sensación de apretarme el corazón, pero si me ponía a llorar con ella, no le daba solución”.

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Ahí donde hubo víctimas estuvo también la Vicaría. Aunque su trabajo fue más amplio en Santiago, abrió oficinas en todo el país.

“La principal metáfora religiosa que alimenta su trabajo es la historia del buen samaritano”, explica la historiadora María Soledad del Villar, quien se especializa en la Iglesia católica y escribió un libro sobre las asistentes sociales de la Vicaría.

Según la Biblia, un hombre encuentra en su camino a una persona lastimada y, en vez de pasar de largo, se detiene y cura sus heridas. Bajo este principio, la Vicaría atendió a todo el que lo necesitara —sin importar su ideología— y organizó actividades vinculadas al trabajo social, como ollas populares, bolsas de trabajo y ayunos solidarios.

Aunque hoy Chile cuenta con una de las mayores desafiliaciones religiosas del continente y la Iglesia católica nunca se recuperó de las denuncias de abuso que estallaron en 2010, la iglesia de la época de la dictadura era respetada por todos. El mismo Pinochet asistía a misa los domingos y dijo que la Virgen lo salvó de un atentado en 1986.

También fue una institución cercana al pueblo. Cuando ocurrió el golpe de Estado, atravesaba por un periodo de reformas que propició que los sacerdotes se acercaran a las poblaciones marginales, explica Del Villar. Así se tendieron puentes y la sociedad vio en la iglesia a una institución segura y neutral.

“Por eso cuando empiezan a desaparecer las personas, la gente no fue a la policía. La policía y el ejército eran los que las estaban despareciendo, así que pidieron ayuda a la iglesia”.

Claro que hubo capellanes castrenses y católicos que apoyaron al dictador bajo el argumento de que estaba salvando al país del marxismo, pero la jerarquía religiosa se mantuvo del lado de la gente.

Fueron los obispos quienes convocaron a los abogados y asistentes a trabajar en la Vicaría, recomendaron denunciar abusos y argumentaron que sus acciones no eran políticas, sino humanitarias.

Un puñado dio un paso más allá: una tarde de 1989, cuando un fiscal militar se plantó frente a la Vicaría y exigió al obispo Segio Valech entregar las fichas médicas de sus archivos, el religioso lo enfrentó como quien pone el pecho a las balas y dijo: “No”.

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Cuando la policía de investigaciones lo secuestró en pleno centro de Santiago una tarde de 1980, el periodista Guillermo Hormazábal iba saliendo de almorzar con un colega que le había pedido apoyo para encontrar a su hermano desaparecido.

Guillermo estudiaba periodismo cuando el bombardeo militar alcanzó La Moneda y Salvador Allende se pegó un tiró tras pronunciar su mítico discurso en Radio Magallanes. Tras el golpe, los medios de oposición cerraron y muchos periodistas de izquierda fueron expulsados o asesinados. Guillermo tuvo suerte y encontró trabajo en una radio local hasta finales de 1973.

Meses después, cuando la iglesia llamó a conmemorar un “año santo chileno” para unificar a la sociedad, fue nombrado encargado de comunicación del programa y con los años fue jefe de prensa de la Vicaría y del cardenal Silva Henríquez. “Lo que trataba de hacer la Iglesia era reconciliar a los chilenos porque los horrores eran tremendos”, recuerda.

Silva Henríquez usó todo medio a su alcance para levantar la voz: a través de Radio Chilena, que era propiedad de la Iglesia y que Guillermo dirigía al momento de su secuestro, la prensa se transformó en una vía de denuncia valiente y constante.

Guillermo piensa que su trabajo lo salvó: tras su captura, Radio Chilena cambió su programación para enfocarse en su desaparición y, quizá por la presión, fue liberado en menos de 24 horas. “Era lo único que existía. No había ningún otro peso aparte de la dictadura”.

La renovación de obispos que llegó tras la salida de Silva Henríquez cambió el panorama y el clero se acercó a la clase alta, pero durante la dictadura fue “una Iglesia que no estaba en la sacristía. Estaba con los hombres, con el ser humano”.

“Si no hubiese estado la posición que tuvo la Iglesia, por ejemplo a diferencia de Argentina, que fue una iglesia entreguista a la dictadura, en Chile habría sido una masacre, habría sido una cosa más terrible de lo que fue”.

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Cualquiera podría pensar que María Paz Vergara conoce cada expediente de memoria. Camina entre las 47.000 carpetas de la Vicaría como si pudiera cerrar los ojos y decir: “Yo sé lo que hay aquí, acá y allá”.

Su función como secretaria ejecutiva de la fundación que preserva el archivo es responder las consultas de investigadores, abogados, sobrevivientes y familiares de víctimas. También participa en actividades que promueven los derechos humanos en museos, escuelas y otras instituciones.

Aunque inició este trabajo en 1993, tuvo un primer acercamiento desde tiempos de Pinochet. Como otras miles de personas, pidió ayuda a la Vicaría cuando su marido fue detenido de manera temporal.

“Yo hubiera soñado con trabajar en la Vicaría. Para mí trabajar en la fundación ha sido un regalo de Dios”.

Cuenta que la documentación ha sido fundamental para saldar cuentas pendientes. Gracias a ésta y al trabajo de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, muchas causas fueron reabiertas tras el retorno a la democracia.

Mientras operó, la mayor parte de los oficios de la Vicaría eran sobre detenidos y ejecutados. Hoy el 80% de las solicitudes se realiza por personas que la Comisión de Prisión Política y Tortura ha reconocido como víctimas. Esto les permite acogerse a beneficios reparatorios, como atención primaria en salud.

“También hay víctimas que vienen para recordar lo que pasó”, dice María Paz. Algunos quieren saber quién presentó un amparo para ayudarles. Otros para compartir su historia con sus nietos.

Recuerda a un hombre cuyo padre fue detenido en 1973. Al haber sido un hijo ilegítimo, no lo conoció ni tuvo acceso a los beneficios que consiguió su familia, pero cuando lo vio en fotos por primera vez, su mujer le dijo: “Se parece a nuestro hijo”.

El archivo consta de un fondo jurídico, que guarda más de 85.000 documentos como amparos y procesos por muertes, secuestros o torturas; un fondo iconográfico, que consta de fotografías; la colección bibliográfica, que tiene material relacionado a los derechos fundamentales; la colección de revistas; la de recortes de prensa y la audiovisual, que se compone de filmes sobre derechos humanos.

“El archivo va dando cuenta de cómo se va comportando la represión”, dice María Paz. “Se va conformado según las necesidades de los documentos que es necesario generar”.

En los primeros expedientes se menciona, sobre todo, a detenidos. En los subsecuentes aparecen los desaparecidos y con el tiempo llegan los muertos. Uno puede encontrar declaraciones juradas de testigos que presenciaron detenciones, cartas de madres o esposas pidiendo explicar las capturas y las “fichas antropomórficas”, que empezaron a crearse en 1978 tras el descubrimiento de 15 cuerpos en Lonquén.

“Ahí se constata que los desaparecidos no solo existían, sino que habían sido asesinados y enterrados clandestinamente”, explica María Paz.

Las fichas antropomórficas se integraron con material que describe físicamente a una persona para identificarle en caso de hallar sus restos. Talla, peso, color de pelo y la ropa que llevaba al momento de la detención. Además incluyen radiografías, historiales clínicos, certificados de nacimiento y registros de colegios.

“El gobierno decía ‘esta persona no ha sido detenida’. Incluso llegó a decir que no tenían existencia legal”, cuenta María Paz. “El comité se preocupó de que hubiera documentos de respaldo que hicieran imposible negar los hechos”.

Según María Luisa Sepúlveda, la asistente social de la Vicaría, casi el 70% de las víctimas se registraron durante los primeros tres meses de la dictadura y eso es clave para comprender por qué la sociedad quedó tan golpeada. “Era todo el aparato del gobierno contra todo el aparato sindical, la radio, las organizaciones poblacionales. No se salvaba nadie”.

Aquella herida se arrastra porque Pinochet nunca fue sentenciado a prisión. Además, añade María Luisa, hay sectores que minimizan aquel periodo. “La derecha, el poder económico... Nunca han querido reconocer la gravedad del golpe ni de las violaciones a los derechos humanos. Siempre que uno trata de avanzar en verdad, en justicia, ellos dicen ‘olvidemos’”.

Para miles, como ella, es imposible. “Me habría gustado que estos 50 años hubieran sido distintos, que la sociedad hubiera entendido la necesidad de haber tenido un compromiso real con los derechos humanos y la democracia, que el golpe hubiera sido rechazado mayoritariamente por la sociedad”.

 

 

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