domingo, 27 de agosto de 2023

El Opus Dei, en la encrucijada

Camino de su centenario, la Obra afronta tiempos decisivos después de que el papa Francisco le revocara su estatus de privilegio. Dirigentes, expertos y detractores explican la situación

Fuente:   El País Semanal

Por   DANIEL VERDÚ

27/08/2023


Estampitas de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, en la entrada de la sede de la organización en Roma.CATERINA BARJAU

La sede principal del Opus Dei es un reflejo de su naturaleza, en el número 73 de la calle Bruno Buozzi, en el adinerado barrio romano de Parioli, podría ser invisible si uno pasa distraído. El antiguo palacio de la Embajada de Hungría ante la Santa Sede no muestra más que una fachada de ladrillo gris y una puerta tras la que aparece un recibidor con dos dispensarios con estampitas. Si uno avanza, sin embargo, ocho edificios interconectados componen el articulado de piedra del corazón de una de las organizaciones más influyentes de la Iglesia católica. El oratorio, inspirado en una basílica de la época romana, así como la tumba del fundador, san Josemaría Escrivá de Balaguer, y de su primer sucesor, Álvaro del Portillo, están excavados en el subsuelo en una virguería constructiva. Un universo nacido cuando el autor de Camino, cuaderno de bitácora de la Obra, decidió trasladarse a Roma para expandir su visión religiosa. La maqueta del J. J. Sister, el buque mixto de carga y pasajeros en el que emprendió aquel viaje un viernes 21 de junio de 1946, a las 17.46, desde el puerto de Barcelona, se encuentra en el salón que sirvió para las primeras tertulias y que sus sucesores siguen usando en la prelatura personal de la Santa Sede. Ahora, quizá más que nunca desde la fundación, con un Pontífice jesuita que ha diluido su jerarquía en la Iglesia universal, el Opus Dei se encuentra de nuevo en una encrucijada que marcará su futuro.

—A san Josemaría le preguntaron una vez cuál era su iglesia preferida de Roma. Se asomó a este balcón y dijo: “Esa es” —explica el director de comunicación del Opus Dei, Marc Carroggio, señalando hacia la calle, justo cuando el prelado Fernando Ocáriz entra en la sala donde se producirá la breve entrevista con El País Semanal, una de las escasas que concede el máximo responsable.

La Obra, como también la llaman sus miembros, es hoy una organización religiosa, social y económica de una envergadura superior a lo que probablemente nunca pudo imaginar Escrivá cuando empezó a concebirla en 1928 y echó a rodar en el primer centro en Madrid en 1934; ni siquiera muchos más años después, cuando ya en Roma su criatura se convirtió en uno de los engranajes clave de la Iglesia tras la caída del comunismo, pero también cuestionada por supuestas prácticas secretas, su promiscuidad con el poder o la tortuosa relación mantenida con exmiembros. De genética española —sus tres prelados hasta la fecha lo han sido—, está hoy presente en 68 países y la integran unos 93.600 miembros laicos (57% mujeres y 43% hombres) y 2.095 sacerdotes, según los datos de la propia prelatura, imposibles de contrastar. El Opus Dei es hoy una multinacional religiosa que ha trabajado duro en las últimas décadas para crecer fuera de Europa, aunque todavía represente el 57% de su masa social. América constituye ya el 34%, África el 4% y Oceanía el 1%.

Las cifras de la Obra, especialmente las económicas, son más resbaladizas. Su estructura financiera e inmobiliaria, completamente descentralizada, no permite calcular su patrimonio más allá de la prelatura en Roma o en España (la última estimación la proporcionó el periodista John Allen cifrándolo en unos 2.800 millones de dólares). La mayoría de los entes (escuelas, universidades, hospitales, propiedades inmobiliarias, templos…) están a nombre de fundaciones o sociedades cuyos patronos son miembros en todo el mundo y mantienen un vínculo jurídico con la Obra. La Obra son sus miembros, y sus miembros son los que funcionan como unidades económicas: esa es la gracia. Una situación que aumentó en los últimos tiempos hasta la llegada de Francisco al Vaticano, y cuyo momento de esplendor, el mayor periodo en influencia, se produjo en el pontificado de Juan Pablo II, cuando en noviembre de 1982 el Opus Dei se convirtió en la única prelatura personal del Papa a través de la carta apostólica Ut sit (para que sea). Una organización que respondía ante el Pontífice y que constituía en sí misma una diócesis flotante sin incardinación geográfica o sometimiento al poder de ningún obispo. La culminación de un largo camino. Un privilegio, en suma, que ahora expira.

Francisco promulgó el pasado 8 de agosto un motu proprio (un documento emanado directamente del Papa), el segundo dirigido a reducir el poder de la Obra, por el que esa figura canónica pierde su singularidad y se asimila a una simple asociación clerical pública a cuyos fieles laicos —una de las bases de la organización— les corresponderá un párroco en función del domicilio donde viven. “Como a cualquier hijo de vecino”, señala un alto cargo del Vaticano. Una medida que culmina un proceso histórico de reducción de poder y especificidad jurídica emprendido por Jorge Mario Bergoglio y que, entre otras cosas, amenaza la relación legal de los laicos con la Obra, uno de los pilares en los que se basa su funcionamiento y razón de ser. John Allen, autor de Una visión objetiva de la realidad y los mitos de la fuerza más polémica dentro de la Iglesia católica (Planeta, 2006), lo llama “un redimensionamiento”. “La singularidad se reduce. Los miembros son ahora solo los clérigos, los laicos serán asociados y no miembros de pleno derecho. Y en ese sentido el Opus Dei pasa a ser mucho menos singular”. Tras la madeja jurídica se esconde un cambio histórico para la organización.

El 27 de junio por la mañana, el prelado entra en el salón de madera y piedra donde tradicionalmente se han relajado los máximos representantes de la organización en Roma. Nacido en París hace 78 años, hijo de exiliados republicanos, licenciado en Física, aficionado al tenis, delgado, vestido de negro y alzacuellos, Ocáriz es discreto y poco dado a entrevistas, pero sabe que la Obra vuelve a estar últimamente en boca de todos. Ad charisma tuendum (para tutelar el carisma), otro motu proprio promulgado por el Papa hace un año, abrió la veda y exigió reformular la relación de la organización con el Vaticano impidiendo, entre otras cosas, que la máxima autoridad del Opus pueda ser obispo y que pueda ordenar a otros sacerdotes de la Obra. Su título será el de protonotario apostólico supernumerario. Nada más. La organización perderá independencia y pasará a rendir cuentas al Dicasterio para el Clero, entidad que será la encargada de evaluar, y no el propio Opus Dei como hasta ahora, “las cuestiones que en cada caso corresponda afrontar”, como la formación de sus sacerdotes o “eventuales controversias”. Un congreso celebrado en abril tuvo que reformular sus estatutos. Deshacer parte del camino. Se espera ahora la respuesta del Papa, que determinará la naturaleza jurídica de la más influyente organización católica fundada desde la Compañía de Jesús, creada en 1534 por Ignacio de Loyola.

El País Semanal ha pasado varios meses entrevistando a altos cargos, numerarios, supernumerarios, exmiembros de la organización y al propio prelado. También ha asistido a misas y reuniones en residencias y colegios mayores de la Obra en Roma para trazar un retrato de lo que es hoy el Opus Dei y de lo que deberá ser tras el veredicto del Papa. Francisco y la Obra rebajan en público la importancia de la situación y aseguran que se trata de un formalismo que hará bien a todos. Da la casualidad de que Jorge Mario Bergoglio es jesuita, una orden que ha mantenido históricas tensiones con la organización de Escrivá. Muchos ven en esta medida una continuación de esa lucha. Una traslación hoy de la vieja dialéctica entre progresistas y conservadores en el mundo católico, recrudecida con el pontificado de Francisco. El prelado atiende en silencio a la reflexión.

—Al Papa le hicieron una pregunta similar, y señaló que era una interpretación mundana, ajena a la dimensión religiosa. Pienso que demasiadas veces se tiende a una lectura de la realidad en clave de poder y polarización, con grupos que se oponen y no se entienden. Sin embargo, en la Iglesia la lógica que debe imperar es la del servicio y la colaboración. Todos remamos en la misma barca, abiertos a ser ayudados para mejorar. Y sobre el viejo conflicto que menciona, personalmente le puedo decir que soy antiguo alumno del colegio de la Compañía de Jesús en Madrid, y estoy muy agradecido por la formación y el ejemplo que recibí de los jesuitas.

Don Fernando, como se dirigen a él sus colaboradores directos, habla suavemente durante los 12 minutos que dura la charla. La entrevista se produce en dos formatos: primero a través de un cuestionario por escrito y, posteriormente, cara a cara para matizar algunos de los puntos tratados, especialmente relacionados con la decisión del Papa de disolver la especificidad de la Obra dentro de la Iglesia.

Permítame que disienta amablemente. La especificidad del Opus Dei descansa en el carisma o espíritu, más que en su ropaje jurídico. En su núcleo se encuentra la llamada universal a la santidad a través del trabajo y las realidades ordinarias de la vida. (…) Por lo demás, el Opus Dei no desea ser una excepción (…). El hecho de que hasta ahora haya sido la única prelatura personal ha podido percibirse como algo “excepcional”, pero desde luego no es eso: al contrario, pienso que sería muy bueno que hubiera otras prelaturas personales que contribuyeran a la evangelización de numerosos ámbitos especialmente necesitados de inspiración cristiana.

La respuesta del Opus Dei ha sido obediente y educada. No está en su naturaleza, profundamente adaptable, levantar la voz o el escándalo. Pero las aguas bajan revueltas desde hace un año en Roma. Más allá del poder visible y algo residual, concentrado en dos cardenales (Julián Herranz y Juan Luis Cipriani) y unos cuantos obispos y monseñores en lugares clave de la curia, las señales enviadas por el Papa ponen en crisis la organización y crean un marco para el debate público, también para cierto escarnio desde sectores opositores. El autor intelectual de este proceso es el cardenal Gianfranco Ghirlanda, jesuita, exrector de la Universidad Gregoriana, experto en derecho canónico, especialmente en el control de otras instituciones de la Iglesia, y asesor del Papa en estas cuestiones. En la Obra, con extraordinarios canonistas, se evitan comentarios en público sobre su trabajo. Pero es evidente que hay discrepancias: como mínimo, en los tiempos escogidos.

Giovanni Maria Vian es uno de los máximos especialistas en historia de la Iglesia y fue director de L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano y su voz durante más de 11 años. También es el autor de la entrada sobre el Opus Dei en la Enciclopedia italiana Treccani. No oculta la tensión entre jesuitas y miembros de la Obra, ni que esa dialéctica se encuentre también en la base de parte de estos movimientos telúricos en la Iglesia. Se trata, cree, de una cuestión de “competencia” en muchos ámbitos, apunta. De visiones sobre lo que debía ser la Iglesia moderna que se sobrepusieron o chocaron desde comienzos de los años cuarenta con jesuitas como Ángel Carrillo de Albornoz y Manuel María Vergés. Pero también hay una variable supuestamente ideológica. “Puede haber una tensión entre un área más progresista y otra más conservadora. Aunque sería completamente erróneo pensar que todos los jesuitas sean progres, o todos los miembros del Opus Dei sean conservadores, aunque ese sea su rasgo identitario”, señala. Vian, en cambio, sí considera muy relevante el cambio jurídico. “Yo no lo llamaría degradación. Más bien un intento de control, como ha hecho el Papa con muchas otras realidades. Yo diría que lo del Opus Dei es un intento de normalización canónica y de poder”, opina.

El pulso en Roma tiene su reflejo en España, donde la Obra conserva su músculo principal. No es solo la prestigiosa Universidad de Navarra y su red de hospitales, o los 35 colegios de Fomento, o la escuela de negocios IESE, o su influencia en la judicatura, la banca y las Fuerzas Armadas, la Obra está aún bien instalada en la derecha española, especialmente en el Partido Popular, donde varios de sus exministros (especialmente en los gobiernos de Aznar pero también con Rajoy) eran supernumerarios o simpatizantes, como Isabel Tocino, Federico Trillo, Jorge Fernández Díaz o José Manuel Romay. Y en España, hace un mes, el obispo de Barbastro-Monzón, Ángel Pérez Pueyo, destituyó al rector del santuario de Torreciudad, a unos 24 kilómetros de Barbastro, para colocar por primera vez en el cargo a un sacerdote ajeno a la institución. El santuario es la joya de la corona del Opus Dei, el templo erigido junto a la ermita de la Virgen de los Ángeles a la que se encomendó la madre de Escrivá de Balaguer cuando enfermó siendo un niño. Entrar y cambiar la cerradura. Una declaración de guerra. Algo así como si un obispo desposeyese a los jesuitas de la gestión de Loyola. El templo, controlado hoy por un fondo de inversión de la Obra, recibió el año pasado 190.000 personas y tuvo unos ingresos de más de 1,2 millones de euros (214.751 euros en donativos). Y aunque paga a la diócesis 19 euros simbólicos establecidos en el convenio firmado en 1962, sigue siendo deficitario por sus gastos (según la Obra). La disputa con el obispo de Barbastro, encargado de una jurisdicción eclesiástica modesta, tiene un carácter económico. No hay mucha duda. Pero nadie oculta que se produce en este momento porque se percibe una cierta debilidad. “Parece claro que no se hubiera atrevido hace algunos años”, señala un responsable de la Obra.

El Opus Dei ha colaborado y ha dado facilidades para la realización de este reportaje. A diferencia de lo que es habitual en organizaciones religiosas católicas, no ha negado datos ni acceso a personajes relevantes. La institución, que ha cultivado cuidadosamente la comunicación en estos años, es consciente de las sospechas que levanta todavía entre una parte de la sociedad, especialmente agravadas por denuncias o críticas de algunos numerarios y supernumerarios que lo abandonan: entre ellas, la que se acaba de presentar en el Vaticano por fraude normativo o la que un grupo de 43 numerarias auxiliares —sirvientas en tareas domésticas de residencias de la Obra— argentinas presentó en 2022. No ayudan tampoco las acusaciones de prácticas sectarias en las residencias, las de supuesto “lavado de cerebro” a miembros para que, entre otras cosas, entreguen patrimonio familiar, incluyendo herencias (un responsable de comunicación insiste en que siempre es todo voluntario). Tampoco su complicidad con el poder político y económico, especialmente durante el franquismo. “Nos han hecho ministros”, fue la famosa frase atribuida a Escrivá cuando conoció que varios de sus miembros habían sido elegidos en los años sesenta por el dictador Francisco Franco para sus gobiernos. La encrucijada actual, a cinco años de la gran conmemoración del centenario, tiene un carácter radicalmente distinto a todo lo demás y obligará a la dirección del Obra a trabajar duro en los próximos meses.

El Opus Dei, cuya naturaleza es demasiado compleja para analizarla desde el fanatismo o los prejuicios, tuvo otros sobresaltos en las últimas décadas que lo forzaron a una mayor apertura y transparencia. La beatificación de Escrivá en 1992 fue un desastre desde el punto de vista mediático, recordaba a mediados de mayo en una cafetería romana Juan Manuel Mora, entonces encargado de la comunicación de la Obra y hoy vicerrector de la Universidad de la Santa Cruz (del Opus) en Roma. “Se armó un buen lío: protestas, críticas… La gente decía: ‘¿Cómo es posible que estos tíos, una organización tan facha, vayan a canonizarle?’. Era un momento de transición en el mundo: caída de los países comunistas, cambios en la Iglesia, Teología de la Liberación. Había mucho en juego. Y no habíamos preparado suficientemente el momento. Si llegaba la canonización, nos dijimos, debía ser más tranquila”.

El momento llegó, claro. Y fue más parecido a lo que cabría esperar del Opus Dei. El nuevo problema, sin embargo, apareció en las librerías. Dan Brown acababa de lanzar El código Da Vinci, un superventas mundial que despacharía 40 millones de copias y en el que la Obra contribuía a la mayor conjura de la historia de la Iglesia católica. El Opus quería en esas fechas relanzar su imagen, especialmente en EE UU, donde había adquirido un edificio de 14 pisos para su sede en Nueva York. Pero el libro ya causaba estragos. El villano de El código era el obispo Manuel Aringarosa, presidente-general del Opus Dei. En la ficción, aquel tipo tenía un sicario, un monje albino llamado Silas, numerario de la Obra, que cometía asesinatos por orden del obispo. La historia tuvo tanto impacto, recuerda Mora, que cuando viajaba en avión “algunos pasajeros se cambiaban de asiento si tenían a alguien del Opus Dei sentado al lado”.

El problema, aquella vez, tenía un carácter más vaporoso que ahora, cuando la Obra se enfrenta a denuncias por tratar a mujeres como sirvientas, que ponen en cuestión la figura de las numerarias auxiliares, o debe digerir una decisión papal que afecta directamente a su naturaleza jurídica. Entonces había que combatir una historia de ficción. “Nos hizo mucho daño. El libro nacía de algunos estereotipos. Dan Brown no se lo inventó, claro. Consultó fuentes. Y mucho de ese material se había publicado en 1992, durante la beatificación de Escrivá de Balaguer. Había muchos bulos. Pero resultaba verosímil. No la parte del monje albino asesino, claro, pero sí sobre los estereotipos que había sobre el Opus y sobre la Iglesia. Y para nuestra desgracia, tuvo un éxito tremendo. Pero como solemos decir, si nos daban limones, haríamos limonada”.

La limonada despertó la curiosidad de muchos católicos, que se acercaron y terminaron haciéndose miembros. Random House, que había publicado El código Da Vinci, quiso redimirse y aprovechar el tirón con Opus Dei: Una visión objetiva de la realidad y los mitos de la fuerza más polémica de la Iglesia católica, obra del ya citado John Allen. Y todo aquello empujó a la segunda gran evolución después de los privilegios otorgados por Juan Pablo II. La propia composición humana de la Obra cambió sustancialmente: sus entonces 85.000 miembros ya no eran mayoritariamente españoles, ni mayoritariamente hombres, ni mayoritariamente numerarios. Desde entonces, sin embargo, los números muestran un cierto estancamiento. Según algunas fuentes, también un descenso.

Allen, que surfeó aquella polémica ola, cree que el momento es distinto, pero “crucial”. “Durante los años de Juan Pablo II, la organización era una excepción: como un hijo muy amado del Papa”, recuerda sobre una época en la que hasta el portavoz del Vaticano, Joaquín Navarro Valls, era de la Obra. “Con Francisco dejó de ser ese hijo predilecto y se ha convertido en otro pedazo del mosaico de la Iglesia. Y lo importante es que las controversias se reducirán. Con Juan Pablo II había ese temor de fondo de que el Opus Dei tomase el control de la Iglesia. Siempre fueron vistos como una fuerza creciente, un grupo de soldados, dentro de la Iglesia. Pero ahora que no serán más que otro mueble dentro del salón del catolicismo, será algo positivo para ellos porque reducirá la suspicacia. En cierto sentido es una normalización”, apunta. Una teoría que la organización interioriza estos días buscando el lado positivo de la situación cuando arrecia el oleaje.

El prelado ha pedido “obediencia” y “unidad” en todas sus comunicaciones. Pero la discusión jurídica no ha calado tanto entre los miembros. El 26 de junio, la víspera de la entrevista con El País Semanal, Ocáriz oficia una misa funeral por la muerte de Escrivá de Balaguer hace 48 años. En la iglesia de San Eugenio, en la falda de los montes de Parioli, erigida en honor del papa Pío XII y confiada a la Obra por Juan Pablo II, como otras propiedades del Vaticano, se reúnen unos 1.300 fieles. El templo, en cuyos anexos viven algunos numerarios de la Obra, impone con su tamaño y obras de arte contemporáneo. Dos vidrieras custodian el altar. Una dedicada a san Miguel, y la otra, al propio fundador de la Obra. Su rostro se reproduce en un gran busto en un pequeño oratorio lateral. La plana mayor de la Obra en Roma se encuentra en los primeros bancos. También embajadores, algún militar y profesionales reconocidos. La coreografía de la ceremonia, que dura poco más de una hora, transcurre en una fabulosa armonía. También los coros y la eucaristía, en la que el propio prelado entrega la comunión a fieles arrodillados. La clásica imagen de las familias numerosas, bien arregladas y de aire conservador, podría coincidir con el cliché. Cada conversación, sin embargo, es distinta. “Haremos lo que toque hacer. No es ningún problema”, señala María, una de las asistentes a la misa interrogada por la cuestión. La mayoría de los sacerdotes porta una casulla con el símbolo de la organización, diseñado por Escrivá, en el pecho: el mundo con una cruz dentro. “La cruz debía estar en el lugar donde vivía la gente, no arriba o imponiéndose”, explica un miembro de la Obra en la Iglesia. Representa, en suma, la idea clave de su visión, la santificación del trabajo a la que el propio Ocáriz alude en su homilía.

La imagen de la Obra, también dentro de algunos sectores de la Iglesia y del Vaticano, no siempre coincide. Al día siguiente de la misa, el prelado, antes de partir de viaje a Filipinas, desgrana su impresión de esa percepción externa. “La mayoría de la gente que nos conoce nos tiene aprecio. Especialmente cuando sabe de las labores que se hacen: sociales, de educación… Cuando entran en contacto con personas individualmente, porque ellos son las realidades. Incluso cuando piensan de otro modo. Luego hay otros ambientes en los que puede haber más crítica, por un prejuicio: por una concepción que se tiene de la historia de la Iglesia y de su papel en el mundo que puede desembocar en una valoración no positiva. Es comprensible que haya aspectos que no encajen en el modo de pensar de algunas personas. Pero es el pluralismo. Lo único importante es respetarnos: siempre podemos colaborar”.

El respeto puede verse de distintas maneras. Especialmente cuando no es recíproco, opinan algunos exmiembros. La entrada en la organización, relatan los interrogados —algunos pidieron no aparecer—, siempre es igual. Hay que escribir una carta al prelado pidiendo la admisión. Al cabo de seis meses suele ser concedida y, en un año, se produce la oblación, que implica la incorporación jurídica provisional por un año. Tras renovarla durante cinco años se llega a “la fidelidad”, hasta la incorporación jurídica permanente. Un esquema parecido a los votos temporales y los votos perpetuos de las órdenes religiosas. “La salida que eligen algunos, sin embargo, siempre es más compleja y traumática. Y muchas veces necesitan ayuda psicológica”, señala Antonio Moya, un exnumerario que pasó 42 años en la organización (desde los 18 años) y que hoy lidera el mayor frente crítico con la Obra. “¿Por qué? Porque tratan mal a sus miembros. Así de sencillo. El Opus Dei lleva mintiendo desde siempre, empezando por sus miembros. El motivo fundamental de nuestra denuncia, justamente, es el fraude normativo e institucional a la Santa Sede y a sus propios miembros. Tarde o temprano, un miembro del Opus Dei, si piensa por sí mismo, acaba dándose cuenta de esa mentira. Es imposible corregirlo desde dentro porque su estructura es piramidal e intransigente. Obedeces o te vas. Y por eso la gente termina yéndose cabreada o desquiciada psicológicamente”.

El encuentro de El País Semanal en Roma con Ocáriz, de hecho, se produce pocos días antes de la denuncia presentada en la Santa Sede por un grupo de exmiembros liderados por el propio Moya y cuyo fundamento rechaza un portavoz a este periodista. Desde hace un año, justo después del primer motu proprio, Moya emite semanalmente un programa en YouTube titulado Coloquios en libertad sobre el Opus Dei. Hay ya unas 40 conversaciones almacenadas. “Comenzó como una pequeña charla retransmitida, y ahora tiene unas 5.000 visitas. Muchos de los espectadores son también miembros del Opus Dei. Desde el coloquio 28, incluso empezó a asistir una numeraria argentina”. Las charlas, de algún modo, son también una prolongación del portal Opuslibros, una asociación cultural fundada por Agustina López de los Mozos, cuyo epígrafe en la web reza: “Gracias a Dios, ¡nos fuimos! Opus Dei, un camino a ninguna parte”.

Ocáriz, sin citar estos frentes, es consciente de esa visión: “Los errores e incoherencias personales forman parte de la vida. Las críticas ayudan a mejorar cuando tienen fundamento y vienen desde el conocimiento de la realidad. Me gustaría que se percibiera mejor la variedad de las personas del Opus Dei desde el punto de vista social y cultural. A veces se pone el foco en una persona de relevancia pública, y no en otras cien que tienen dificultades para llegar a fin de mes. En algunos casos se ha hecho del Opus Dei una lectura estereotipada, basada en clichés, que no ayudan a comprender una realidad más amplia y plural. También desearía que se comprendiera aún más que las personas del Opus Dei son libres y responsables. Sus méritos o errores en su actuación profesional o en la vida civil, por ejemplo, se deben atribuir a él o a ella, como sucede con cualquier otro católico. Las opiniones o decisiones de un político de izquierdas o de derechas son suyas y solo suyas, no atribuibles a la Iglesia o a una institución; son realidades que se mueven en planos diversos. Históricamente, este mecanismo de atribuir la actuación personal a la pertenencia a un camino espiritual ha favorecido equívocos que se prolongan hasta hoy”, concluye el prelado.

La decisión del Papa sobre los nuevos estatutos se espera para este inicio de curso. La realidad es que, como indica el título del primer motu proprio (Ad charisma tuendum, para tutelar el carisma), la organización tendrá un nuevo tutor que, de momento, será un Papa jesuita. Muchos ven en este proceso una oportunidad para reconstruirse sobre la misma idea en la que se fundó todo. Otros, el comienzo del adelgazamiento inexorable de un viejo esfuerzo por ir siempre un paso más allá. La encrucijada actual, esa es la única certeza, obligará al Opus Dei a recorrer de nuevo un camino que parecía andado.

 

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