Fuente: Il Sismografo
29/07/2022
El
cansancio y el sufrimiento del Papa Francisco, agobiado por muchos problemas
físicos al afrontar el viaje a Canadá, transformó visiblemente el itinerario en
un verdadero viaje penitencial. Después de todo, el Papa fue a Canadá
precisamente por este motivo: para pedir perdón por las torturas y los abusos
infligidos a los niños de origen étnico local por parte de muchas instituciones
católicas. El cansancio y el sufrimiento de Francisco son aún más
elocuentes que las palabras con las que se dirigió a los representantes de
estos pueblos.
Es un camino difícil, que pone de manifiesto la dura realidad en la que se encuentra hoy la Iglesia católica. Es decir, en un momento en que las pruebas y testimonios directos de los abusos perpetrados en diversas partes del mundo sobre los más débiles -niños y mujeres- están resquebrajando su imagen. Abusos tan graves que casi oscurecen las muchas cosas buenas hechas en el mundo por monjas y clérigos, que incluso en los últimos años han dado tantas veces heroicos ejemplos de su fe, pagando muchas veces con persecuciones si no con la vida. La opción penitencial hecha por Francisco es, por tanto, oportuna y valiente, y no podemos más que admirar su fuerza de perseverancia.
Pero
no podemos evitar preguntarnos: ¿será suficiente su esfuerzo para restaurar la
confianza en la institución eclesiástica tan fuertemente sacudida en los
últimos años? La respuesta la dará el futuro. Por ahora solo podemos
medirnos con un momento similar en el pasado, es decir, con el momento en que
el Papa Juan Pablo II decidió pedir públicamente perdón por todos los pecados
que la Iglesia había acumulado a lo largo de los siglos. En efecto, en
verdad, se trataba de milenios, casi dos milenios: fue precisamente durante el
jubileo del año 2000 cuando Juan Pablo II pronunció sus famosos discursos sobre
las fechorías de la Iglesia. Fue una novedad en la historia de una
institución como la Iglesia católica, que se caracteriza por guardar silencio
sobre aspectos del pasado que no son muy honrosos para ella.
Hoy,
sin embargo, veinte años después, las peticiones de perdón no surgen de un
deseo de purificación de la Iglesia, de una iniciativa interna, sino que son
impuestas por circunstancias externas. La evidencia del abuso y la culpa
ha sido exhibida ante los ojos de todo el mundo, denunciada en voz alta,
mostrada en los medios de comunicación. Y estos no son episodios lejanos,
sino a menudo casos temporalmente cercanos, si no muy cercanos a nosotros.
Las
confesiones de culpa y los pedidos de perdón de 2000 fueron básicamente también
una muestra de poder por parte de una institución que podía permitírselo, que
celebraba ante el mundo sus dos mil años de existencia. Hoy, sin embargo,
son más bien un intento de salvar algo en una situación difícil que ve a la
Iglesia sometida a críticas y ataques por todos lados. Y el esfuerzo
físico de un Papa cansado y adolorido representa bien la desnuda realidad de un
acto penitencial que no sabemos si será suficiente para obtener el perdón.
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