Este libro recoge las aportaciones de cuatro conocidos autores sobre el sacerdocio, la pederastia y el sentido del celibato hoy
Fuente: Vida Nueva (Libros)
Por Jesús Martínez Gordo (Teólogo)
Si en la versión italiana de este libro –indica F. Strazzari, editor de la presente publicación– se pone el acento “en el dolor de la Iglesia por causa de los abusos”, en la española se evocan “múltiples heridas de los sacerdotes” y se ofrecen cuatro miradas que “ayudan a conocerlas y comprenderlas”.
En el prólogo, el cardenal P. Parolin no comparte la tesis según la cual entre el celibato y la homosexualidad, por un lado, y la pederastia eclesial, por el otro, habría una conexión de causa-efecto. Entiende, por el contrario, que, para salir al paso del “abuso practicado sobre menores”, hay que tomar en consideración la incidencia de “los programas de formación de los seminarios e institutos religiosos”, y prestar la debida atención –algo que solo se ha hecho en las últimas décadas– “a la madurez humana y psicoafectiva de los candidatos y a la calidad de las relaciones fraternas”, “eclipsadas por la formación académica y espiritual”. En un momento posterior, girando la mirada a la situación de los presbíteros agresores, elogia el “coraje de un pastor” –en este caso, monseñor G. Daucourt– ocupado en “buscar y cuidar” a las “ovejas perdidas, quizás las más perdidas”. Y prosigue que, gracias a su trabajo con estos sacerdotes, se nos recuerda que como Iglesia no podemos limitarnos “a reconocer la culpa y castigar a los culpables” dejando en el camino “el estilo compasivo de Jesús”. “Nadie –defiende, citando a Francisco en Amoris laetitia– puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio”. “Los que han obrado mal –concluye– no pueden ser abandonados a sí mismos”.
Este cierre abre las puertas a “las consideraciones de un singular obispo sobre el celibato y la pedofilia”, implicado como pocos en la “lucha contra los abusos”. Es la mirada que –escrita por G. Daucourt– recomiendo leer detenidamente porque, a la vez que está cargada de sensatez y abundante información sobre víctimas y victimarios, no se encuentra ayuna de arrojo evangélico. En particular, cuando critica, por ejemplo, el modo de proceder de la Comisión Disciplinaria del Dicasterio para Doctrina de la Fe: castiga a partir de los expedientes recibidos y sin escuchar a los acusados e, incluso, a veces, “pide al obispo que pronuncie él mismo la sentencia e imponga una penitencia temporal o definitiva”. Son particularmente llamativas las pocas, pero muy interesantes, páginas que dedica a exponer el centro de acogida para los sacerdotes culpables, pero no solo para ellos: también para “cualquier sacerdote o religioso que haya sido herido o que haya herido”. Es “la Pequeña Betania”, la apuesta que preside su existencia en estos últimos años.
La aportación de A. Cencini es también crítica con algunos modos eclesiales de afrontar el problema de los sacerdotes pederastas: “Se les abandona prácticamente a sí mismos” y, en los casos en los que se rompe la relación institucional con ellos, no faltan quienes entienden que cesa “cualquier obligación de la Iglesia”. Siendo importantes las páginas dedicadas a denunciar las contradicciones y la responsabilidad de la Iglesia, el núcleo de su aportación es la argumentada exposición de un decálogo para que el “sistema-Iglesia” funcione bien y erradique de su interior el mal de la pederastia. Queda en manos del lector comparar las convergencias y divergencias entre este decálogo y el diagnóstico, y las contribuciones del Camino Sinodal Alemán sobre la raíz “sistémica” de la pederastia eclesial para superarla.
Desde España
El libro lo cierran otras dos miradas sobre la situación, en este caso, no de las víctimas y de los presbíteros pederastas, sino de los sacerdotes en un tiempo como el presente –al menos, en la Europa occidental– marcado por una creciente indiferencia religiosa y una no menos creciente aceptación eclesial y social del celibato opcional. En la primera de estas dos últimas miradas, salida de la pluma de monseñor J. M. Uriarte, el emérito obispo vasco reivindica, con la agudeza y sensibilidad que le caracterizan, la necesidad de lo que llama “microclimas” en los que, sin ser cerrados, sea posible regenerar, vivir y testificar la fe. En la segunda de estas dos últimas miradas, el teólogo gallego A. Torres Queiruga “repiensa”, con la maestría que le es propia y de sobra conocida, el sentido del celibato hoy y, a la luz de tal “repensamiento”, la posibilidad de que sea opcional cuanto antes.
Creo no excederme en absoluto si afirmo que quien se adentre en las páginas de este libro tendrá la impresión de que ha merecido la pena el tiempo –por cierto, no mucho– invertido en su lectura.
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