viernes, 24 de diciembre de 2021

El cuento de Navidad de Paul Auster y el Dios que todo lo arriesga

Fuente:   Cristianisme i Justícia

Por:   Víctor Hernández Ramírez

23/12/2021

 


En la navidad de 1990, en el diario New York Times, se publicó el cuento de Paul Auster titulado El cuento de Navidad de Auggie Wren (“Auggie Wren’s Christmas Story”)[1]. Paul Auster aceptó el encargo del New York Times para un cuento de Navidad e inmediatamente se halló en apuros porque no quería escribir una historia melosa de la Navidad, llena de luces y muchos regalos envueltos en papeles festivos. Así que cuenta una historia dentro de otra historia.

Su cuento es en realidad el cuento de Auggie Wren (nombre cambiado, porque el protagonista no queda demasiado bien en la historia, dice Auster), su amigo que es quien le vende puros y revistas en un estanco del Brooklyn de New York, que es donde acontecen muchas de las historias de Paul Auster.

Y, ciertamente, no es un cuento luminoso ni romántico, sino que es una historia de un hombre curioso, peculiar, porque además de ser el hombre del estanco («el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más»), Auggie también era un artista.

En efecto, Auggie llevaba doce años haciendo una obra fotográfica que consistía en retratar una sola esquina de la ciudad, cada mañana a la misma hora, las siete. Y con esas miles de fotos, de un solo rincón del mundo, Auggie hacía una representación del tiempo, del tiempo natural y del tiempo humano.

«Mañana y mañana y mañana, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos», es la frase de Shakespeare (dicha por Macbeth[2]) que Auggie recita al mostrarle a Auster sus múltiples álbumes llenos de una sola foto, de una misma esquina de New York.

Y el cuento que Auggie Wren le ofrece a Auster está muy bien (aquí vienen spoilers): aparece el mismo Auggie de joven, un chico ladrón a quien persigue y no logra alcanzar, una billetera que queda tirada por la calle, una mujer anciana y ciega que vive sola en un piso que parecía un basurero, y una tarde de Navidad.

Y está bien por los malentendidos que tienen lugar y lo que llega a ocurrir: Auggie está solo esa Navidad, quiere devolver la billetera de aquel chico ladrón (tenía su identificación, con una dirección) y se encuentra con la vieja ciega, que le confunde con el nieto y cree que la ha venido a visitar por Navidad.

Sin saber por qué, Auggie le sigue la corriente a la anciana ciega, le ofrece una conversación llena de mentiras o historias inventadas, terminan cenando lo que se puede en esas circunstancias y, cuando Auggie va al baño y se encuentra con mercancía robada, varias cámaras fotográficas de buena calidad y todavía en su caja original, se roba una de esas cámaras. La anciana dormía profundamente en su butaca, así que Auggie friega los platos y se marcha, sin siquiera dejar una nota (después de todo, la anciana era ciega).

Al escuchar la historia, Auster le pregunta a Auggie si volvió alguna vez. «Una sola vez, unos tres o cuatro meses después», le responde. Pero la vieja ya no estaba, vivía otra persona. Posiblemente ya había muerto. Y Paul Auster le quiere hacer ver que hizo una buena obra, que hizo feliz a aquella vieja al pasar con ella la última Navidad de su vida. «Le mentí y le robé», responde Auggie.

He querido parafrasear y citar del cuento de Paul Auster porque nos permite considerar que la Navidad, el nacimiento del Cristo, es también, y quizá sobre todo, una historia donde tienen lugar lo ambivalente, lo insignificante y los muchos equívocos.

En efecto, en la historia del nacimiento del Cristo, tal como se relata en los evangelios canónicos, no se ocultan, en absoluto, las ambivalencias: junto a la bienventuranza de la anunciación a María están implícitos el rechazo y las habladurías contra ella y su esposo; junto al cumplimiento de la promesa del linaje davídico, está la insignificancia de la familia donde nace el Mesías; en medio del gozo del nacimiento se cierne el peligro del infanticidio por parte de Herodes.

Está muy claro que lo pequeño e insignificante se manifiesta en las historias del nacimiento del Mesías (un pesebre, una aldea, una pareja que no es rica) y además están también las señales de una pertenencia a lo que es indigno o incluso vergonzoso (una concepción fuera de matrimonio, ancestros de una reputación cuestionable[3], una primera visita por parte de pastores, que eran un colectivo poco respetable). La Navidad fue desde el principio un conjunto de historias donde lo ínfimo y lo despreciable brillan de un modo peculiar.

Y diría que todos estas señales, de lo bajo y de malentendidos, apuntan precisamente a la manera en que Dios viene a nosotros. Es decir, que el Dios que viene a la humanidad lo hace bajo los signos de lo humano en su versión más peligrosa: los signos de lo infame, lo indigno o vergonzoso, lo equívoco.

Porque el Dios que se manifiesta en esas historias, cuando las miramos de cerca en los relatos del evangelio o las reflexionamos desde la distancia en otras historias humanas, como el cuento de Navidad de Paul Auster, se nos revela como el Dios que se arriesga, como el Dios que se expone al peligro mortal de la primera Navidad.

Pues la Navidad, en su origen, es la inversión absoluta de toda idea o representación de Dios. Si Dios puede representarse como el Todopoderoso que nos crea y nos puede proteger o salvar, en la Navidad Dios se nos aparece como la criatura más indefensa y vulnerable, que nace desnudo y absolutamente desvalido para siquiera sobrevivir en el mundo.

Además, Cristo no fue el hijo de una familia rica ni burguesa, sino el hijo de una joven pareja que ni siquiera eran ciudadanos con derechos (por ejemplo, en sus años en Egipto y, toda su vida, sin ciudadanía romana).

Dios viene a nosotros en su Hijo, en la fragilidad absoluta de su ponerse en las manos de la humanidad, para que le amamanten y le desteten, para que le arrojen al futuro, teniendo que sostenerse con sus propios pies, haciéndose fuerte en el crecimiento lento de los mamíferos humanos.

Porque el peligro, para todo niño(a) que nace, no está solamente en el desarrollo mismo de una criatura que nace desvalida, sino también en el peligro de crecer entre hermanos que son Caín y Abel, los unos para los otros. Como si el destino de sangre estuviera marcado desde el inicio, desde atávicos tiempos: que unos sean asesinados (y olvidados) y que otros sean quienes llevan en la frente la marca de su culpabilidad.

El Dios de la Navidad lo arriesga todo, y todo se invierte, porque su vida queda puesta en nuestras manos. Y nadie sabe de antemano cómo será capaz de responder: si uno será la joven madre que, contra todo y todos, le cuida y le cubre de palabras de esperanza. O si seremos uno de los muchos del entorno que ignoraron (o amenazaron, como Herodes) aquel insignificante nacimiento.

En realidad, es más probable que seamos parte de lo segundo, porque si la Navidad representa la aparición de una luz que viene al mundo, es porque las tinieblas suelen oscurecer y prevalecer en nuestras acciones cotidianas.

Con todo, diría que en ocasiones también tiene lugar el pequeño resplandor de acciones humanas que hacen que la Navidad acontezca para otros. Como lo expresa el cuento de Auggie Wren, narrado por Paul Auster. Pero acontecen así, como acciones sobrevenidas, en situaciones insólitas y no movidas siempre por el impulso virtuoso, pero que nos colocan ante el rostro sonriente de una vieja ciega y maloliente, y se nos abre la posibilidad de cenar en Navidad con ella.

No será una historia donde uno quede bien parado, pero será digna de recordarse con respecto a aquellas historias de la primera Navidad. Esa Navidad donde, en lo bajo y en lo poco digno del mundo, resplandeció la luz que vino al mundo como el Hijo de Dios.

 

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