martes, 15 de noviembre de 2022

El ESPÍRITU no tiene reloj (…y III)

Fuente: Vida Nueva

(A FONDO. Catequesis de Adultos)

Por:   MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

 

Desde Camerún

Otro caso es el que protagoniza Íñigo Karim Ngouanang, quien califica de
“milagro” su “reencuentro con Dios”. Para ello, hay que ir al principio de la historia, a cuando solo se llamaba Karim y, en su Camerún natal, vivía con su padre, musulmán, y su madre, cristiana. Algo que vivió con naturalidad: “Mi madre tuvo que convertirse oficialmente al islam al casarse, pero mi padre no tenía ningún problema en que ella siguiera viviendo su verdadera fe. De pequeño viví esa libertad, pero, a la vez, como ninguno influyó en mí en ese sentido, crecí sin una verdadera creencia. De hecho, en la adolescencia, me declaraba ateo”.

Cuando tenía seis años, su madre murió y su padre se casó con otra mujer. Al cumplir los diez, dejó su casa y los estudios y se fue a vivir con su tío a otra ciudad. Fueron años en los que trabajó en el campo o en un taller mecánico. Al cumplir los 18, con un grupo de amigos, salió del país en busca de “la gran oportunidad... Pasamos por Nigeria, Níger, Argelia y Marruecos. Hasta que por fin conseguí mi objetivo y llegué a España”. Fue en 2007. Tras ser acompañado por la Cruz Roja, llegó hasta Madrid. Perdido y sin referencia alguna, fue en un ropero donde leyó un rótulo que le cambió la vida: “Centro Padre Rubio”.

Tras decirle unos compañeros que era un espacio de atención a inmigrantes, llegó a la sede de la Compañía de Jesús. Allí se encontró con alguien que acabaría siendo muy especial en su vida: “Me atendió el jesuita Jaime Ribalagua. Me compró un abono de transporte para que me pudiera desplazar por la ciudad y me explicó que ese era un lugar al que acudían muchos chicos en mi situación, con la idea de que nos sintiéramos como en casa. Iban los domingos, realizaban todo tipo de actividades o excursiones, compartían la comida y, quienes querían, se quedaban para participar en misa por la tarde”.

En ese momento, Karim estaba completamente alejado de la fe. Pero algo lo cambió todo: “Tras hablar con Jaime, entré en la capilla y lo primero que vi, ante mí, fue un Cristo crucificado enorme. Sentí que mi vida pasaba ante mí como una película… Lloré de emoción. No sé por qué, pero de pronto sabía que en toda la lucha de esos años, en todo ese sufrimiento, en un camino en el que había visto morir a muchos compañeros y yo aún vivía, no había estado solo. Realmente, Dios, en quien decía no creer hasta solo un momento antes, estaba conmigo. Y me quería. Me quería mucho”.

Tras esa experiencia, le dijo  al sacerdote que “quería conocer a Dios y poder darle las gracias”. Y este le invitó a acudir al domingo siguiente a que hablaran. Fue la primera de muchas, pues, desde entonces, este joven camerunés es un fijo en todas las actividades del Centro Padre Rubio.

Además, empezó a ir a catequesis “con Pilar Erac, profesora universitaria jubilada que, además de enseñarme las oraciones básicas, me mostró a un Dios bueno y que siempre perdona y abraza, valiéndose de referentes en la fe como Carlos de Foucauld o Damián de Molokai”. También se sintió especialmente interpelado “al conocer la historia de Moisés guiando a Israel en busca de la Tierra Prometida. Como inmigrante, esa historia te llega”.

Mientras, Karim vivía en la comunidad de La Ventilla, en la que laicos y jesuitas conviven con inmigrantes. Allí pasó cuatro años, “un tiempo de gracia en el que sentí lo que era vivir en familia, como uno más, encarnando además una comunidad de amor en la que todo lo hacíamos en común”. Y llegó su día más especial: “La vigilia pascual de 2010, cuando recibí en una ceremonia en La Almudena, de manos del cardenal Rouco, los sacramentos del bautismo, la comunión y la confirmación. Yo estaba ya casi en la treintena, mucho después de lo que suele ser habitual”.

 

Bendición paterna

Además, de ese día tiene un recuerdo muy especial: “Poco antes de la ceremonia, en la sacristía, llamé a mi padre para decirle lo que iba a hacer. Al principio le sorprendió y solo me pidió que, si me hacía cristiano, fuera en la Iglesia de Roma, en la católica, que él respeta. Cogí el móvil y le mostré un cuadro que había del entonces papa, Benedicto XVI. Y me dio su bendición...”.

De esa ceremonia salió como “una persona nueva”. Hasta el punto de que adoptó el nombre de Íñigo en homenaje a Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, haciéndose llamar desde entonces Íñigo Karim. También fue muy importante en ese hito el jesuita Daniel Izuzquiza, quien le invitó “a pasar una semana de acción de gracias” con él en Loyola, imbuyéndose aún más de la espiritualidad jesuita. Desde entonces, quien una vez asegurara que Dios no significaba nada en su vida, hoy clama que “Dios lo es todo para mí. Mi vida sin Él no tiene sentido. Sigo siendo un pecador, no soy perfecto, pero trato de ayudar a los demás en lo que puedo, incluyendo a mi familia, en Camerún”. Todo siempre desde una palabra clave: “Gracias”.

La misma que mantiene hoy, cuando pasa otro momento complicado: “En La Ventilla me enamoré de María. Nos hicimos novios, se quedó embarazada y Raúl, cardiólogo en La Paz y amigo de la comunidad, nos apoyó dejándonos vivir en su casa, con su mujer y él, en Caravaca de la Cruz. Desgraciadamente, las cosas no fueron bien entre nosotros y hace cinco años nos separamos. Ella vive ahora con nuestro hijo”.

Pero ese “gracias” no se despega de su boca. Dirigido a la madre de su hijo, a Dios y a quien hoy lo encarna en su vida: “Se trata de Jorge de Dompablo, sacerdote de Madrid que desde hace muchos años abre su casa a decenas de inmigrantes, viviendo todos juntos (ver VN, nº 3.023). Hoy somos 23 y puedo decir que le quiero mucho. Me acogió cuando lo necesité y me ha dado un hogar. Yo ya le conocía desde hacía muchos años y muchas veces iba corriendo a misa en su parroquia, después de trabajar. Es una persona única. Me ayudó cuando lo perdí todo y siempre seremos amigos”.


En la localidad vizcaína de Basauri nos encontramos con María Eugenia Aldama Tobalina, natural de Miranda de Ebro, quien se confirmó en 2021, con 48 años. Un día que llegó en el momento justo en su caminar vital: “Con 16 años, había hecho los dos cursos de catequesis y, a última hora, decidí que no quería confirmarme. Me desengañaba la Iglesia como institución y no sentía una creencia real en el Dios cristiano”. Fiel a sí misma, la inquietud espiritual que nunca perdió la llevó a querer profundizar en otras creencias, como la budista o la islámica. Hasta que hace cinco años conoció a su pareja: “Él era católico, pero no excesivamente practicante. Sí lo eran sus padres, por lo que, por respeto a ellos, iba a misa cuando les visitábamos en el pueblo”.

Fue así como, poco a poco, “fui consciente de que no había tanta diferencia en el cristianismo con la parte meditativa y contemplativa que sí me engancha de la religión. Supe ver que hay diferentes caminos para alcanzar una misma meta”. En su recorrido, además, sucedió entonces algo importante: “Me quedé embarazada y era de alto riesgo. Nos decían que era improbable que naciera. Ese embarazo y la llegada al mundo de mi hijo me removió por dentro. Sentía que, en medio de un mundo en el que se está dando una pérdida de valores tremenda, los religiosos pueden ayudarte en la vida”. Y quiso volver al principio: “Quería profundizar en mis propias raíces espirituales, con las que crecí. En su momento me había alejado de la Iglesia institución, pero tenía unas sinceras ganas de conocer más sobre la fe y poder educar a mi hijo; sobre todo con el testimonio, deseando que él vea en mí algo que vivo”.

Tras apuntarse a un grupo de catequesis de adultos, “más con la idea de aprender y sin pensar en si me acabaría confirmando o no”, lo culminó recibiendo el sacramento. Un hito en un camino que aún tiene mucho que ser andado: “Al confirmarme sentí que me reconciliaba con una parte de mi pasado. Me sentí y me siento bien junto a Jesús”.

Lo de Isis Ruiz Martínez, en Logroño, no es un empezar o un volver, sino un culminar: “Como sucedía en varios ambientes en los 80, cuando nacimos mis hermanos y yo, mis padres, creyentes, no nos bautizaron. Querían que, llegado el momento, decidiéramos qué hacer. Vivíamos unos valores y estudiamos con los jesuitas, pero sin llegar a pasar por ese sacramento de iniciación”.

 

“Eso me bastaba”

El tiempo pasaba e Isis sentía que “no era necesario bautizarme. Estaba cómoda así. Me sentía querida por Dios y eso me bastaba”. Ya en la edad adulta, se casó por lo civil y, como maestra de Primaria que es, empezó a trabajar en el Colegio Sagrado Corazón, obra educativa jesuita en la capital riojana. Y se apasionó por la metodología ignaciana: “Me identifico con sus valores y su espiritualidad. En las oraciones con los chicos me sentía bien”. Echaba una mano en todo lo que podía y un día “me ofrecieron entrar en la pastoral del centro, en la que colaboraba de modo informal. Ahí fui consciente de que me faltaba algo… De hecho, era lo básico: los cimientos. Quise ser consecuente y, aunque me daba cierto pudor haber llegado hasta allí sin estar bautizada, hablé con el director, el jesuita José María García Castañeda, y le conté todo. Se alegró mucho de mi paso y quiso acompañarme”.

Fueron dos cursos en los que, a modo de catequesis, tenía charlas semanales con el director: “A veces giraban en torno al YouCat, pero acabábamos hablando de lo divino y de lo humano. Creo que ambos lo disfrutamos mucho”. Y llegó Pentecostés de 2015, cuando Isis tenía la significativa edad de 33 años: “Recibí el bautismo, la comunión y la confirmación. Lo sentí como una liberación. Además, estaba feliz de poder compartirlo con toda mi familia; mis padres estaban muy contentos. Siguió con una tanda de ejercicios espirituales que sentí que coronaban un proceso”. Siete años después, vive con pasión su actividad pastoral y siente que “todo cuadra y tiene sentido”.

La zaragozana Juani Serrano Martín representa la experiencia actual de muchos en un mundo marcado por las tareas sin fin: “Sin llegar a dejar nunca la fe de lado del todo, viví mi creencia con altibajos. Tenía mi trabajo y que encargarme de mis dos hijas y, con la ayuda de mi hermana, de mis padres… La práctica religiosa, en ese momento, me sobrecargaba, por lo que iba tirando como podía. Hasta que llegó un día, sobre todo cuando mis hijas fueron autosuficientes, en el que me dije: ‘Ahora me toca a mí’”.

Y así fue como, animada por su hija pequeña, en 2015, a sus 52 años, acudió a su parroquia, la de la Presentación de la Virgen, y se inscribió en un grupo de catequesis de adultos: “Llevaba tiempo pensándolo y sabía que recibir la confirmación era algo que tenía pendiente Éramos siete en el grupo y yo era la mayor, siendo el resto de la edad de mis hijas. Nos acompañaba el párroco, Javier Pérez, y teníamos charlas. Las recuerdo amenas y agradables”.

Un curso después, llegó la confirmación. Un día grande: “Lo viví con mucha ilusión, acompañada de mi marido, mis hijas y el resto de mi familia”. Un regalo que la sigue acompañando a día de hoy: “Nunca dejo de estar ocupada, pero me implico en la parroquia en todo lo que puedo. Participo en un grupo solidario y en otro de matrimonios, trabajando este curso en todo lo relacionado con el Sínodo”.

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