jueves, 24 de noviembre de 2022

¿Es preciso tomar el transhumanismo en serio?

Aunque los contenidos doctrinales de una religión no sean verdaderos, sí lo son sus implicaciones materiales. Algo similar ocurre con el transhumanismo: su fe puede ser equivocada, pero sus actos y sus consecuencias serán inequívocamente reales.

Por Juan Arana

En:   El Viejo Topo (418)

Noviembre/2022


 

¿Ante una nueva época?

Si nos distanciamos un poco de la marea de opiniones y datos, y procuramos evitar contaminaciones emocionales, la impresión global que produce el desafío transhumanista es la de un pandemónium. Tanto se dice a favor y, sobre todo, en contra, tanto se insta a favorecer su advenimiento o, con mayor frecuencia, a evitar la catástrofe que para muchos representa, que uno no sabe muy bien a qué carta quedarse. Sin duda mi perspectiva es parcial, puesto que cuando me invitan a participar en un encuentro sobre este asunto, la mayor parte de las voces que escucho van a la contra, con matices que varían desde la razonada condena hasta el apocalíptico anuncio de una época oscura con rasgos del Mordor de El Señor de los Anillos. Se insta al ciudadano a oponerse con todas sus fuerzas a lo que se valora como un peligro mortal. Supongo que, de haber asistido a encuentros de otro signo, habría escuchado voces que nada tendrían que ver con lamentos de Casandra.

Imagino que la atmósfera allí será eufórica porque sus partidarios, lejos de presentar el transhumanismo como una distopía, ni siquiera condescienden a considerarlo una utopía, porque lo conciben más bien como una realidad ya inminente que se va a imponer con la fuerza de un tsunami.

Los marxismos de finales del XIX y principios del XX reivindicaban que su socialismo no era utópico, sino científico. Con ellos concuerda la nueva moda, porque se presenta como heraldo de lo que ciencia y tecnología van a depararnos. La diferencia es que ahora se ha perdido el acento mesiánico que tanto predominaba antaño: la revolución que se anuncia no exigirá de sus promotores sacrificios sin cuento o que unas cuantas generaciones se inmolen en el altar del porvenir. No es en el campo de batalla, la agitación callejera o la huelga general revolucionaria donde se consumará lo que se interpreta como destino forzoso de la evolución planetaria. Todo lo contrario: los laboratorios, los claustros universitarios y los consejos de administración de las empresas serán los escenarios de nos cambios que se anuncian pacíficos en sus prolegómenos, aunque seguramente no así en sus consecuencias últimas.

Esta vez el vuelco social no vendrá de abajo arriba, sino de arriba abajo, bien entendido que se trata de un “arriba” que no está referido a los poderes tradicionales, como el dinero o las armas. Se da por descontado que el empuje va a venir de la inteligencia, de una superinteligencia que se alumbrará a sí misma pese a quien pese, se oponga quien se oponga y –supongo que habría que añadir también– la promueva quien la promueva. Lejos de resultar una esforzada epopeya, muchos enuncian la llegada del transhumanismo como un teorema, un automatismo. Si fuera así, estaríamos realmente ante el fin de la historia, y no cuando Fukuyama lo pregonó. La única incertidumbre tendría que ver con el desarrollo de los preludios, que es donde supuestamente nos encontramos ahora mismo. Así pues, la cuestión no sería qué va a pasar, sino cómo y cuándo. El panorama que describo tal vez valga únicamente para la variante del transhumanismo que propongo llamar “fuerte” por analogía con la versión extrema de la inteligencia artificial. El transhumanista está convencido de que nadie podrá parar la rueda de la tecnociencia. Tanto da que uno pretenda acelerarla con todas sus fuerzas o que intente frenarla.

Nick Bostrom es uno de los que más lúcidamente han defendido este carácter presuntamente ineluctable de la profecía transhumanista, aunque luego se haga la ilusión de que es posible captar la benevolencia de la superinteligencia resultante, de suerte que no nos arrumbe como restos desechables del progreso. No es alentador pensar que solo podemos aspirar a que lo posthumano se apiade del hombre como nosotros nos apiadamos de los orangutanes y los osos panda. Por  otra parte, resulta bastante dudoso, sobre todo cuando hasta una supermáquina de hacer clips podría borrarnos del mapa sin pestañear en el supuesto de que nuestra presencia le impidiese optimizar su producción.

Muy celebradas han sido durante demasiado tiempo las denominadas “leyes de Asimov” relativas a máquinas y ordenadores.

Según la primera, ningún invento nuestro debiera ser programado para dañar a los humanos. Sería muy de considerar si se tratara de formular un deseo ante una mágica hada madrina, pero, como ha puesto de relieve el propio Bostrom, no hay medio de hacer entrar en la estrecha mente de un aparato regido por inteligencia artificial –por muy evolucionada que sea– el analógico concepto de “daño” que manejamos los humanos. Cualquier intento de convertir en unívoca la difusa semántica que utilizamos desemboca en un fiasco en cuanto damos unos cuantos pasos. Al final ocurre como en el relato La pata de mono de William Jacobs: la formulación de cualquier deseo interpretada rigurosamente ad litteram se vuelve terroríficamente contra las expectativas de quien lo expresó: la desconsolada madre pide que vuelva su hijo muerto, pero quien llama a su puerta es un cadáver putrefacto y así sucesivamente.

Por eso es muy necia la ingenuidad de los biempensantes del progreso técnico. Por ejemplo, Olivier Sichel, personaje influente en el ámbito de la banca y las finanzas, pretende que las cacareadas leyes asimovianas se graben en todos los microprocesadores y se conviertan en una especie de principio constitucional inviolable previo a cualquier otro código, cuando el propio Asimov solo las ideó para mostrar lo problemáticas que resultaban y la cantidad de historias literariamente interesantes a que daban lugar sus efectos colaterales perversos.

Es dificilísimo asumir el papel de Dios providente; de hecho, lo único seguro es que si tratamos de conseguirlo repetiremos la historia que cuenta Goethe en su balada El aprendiz de brujo. Incluso los transhumanistas más fanáticos lo sospechan con mayor o menor nitidez. Así, Ray Kurzweil, director de ingeniería en Google y uno de los más activos innovadores en ámbito de la programación, expone en el libro La singularidad está cerca que la nanotecnología nos proporcionará la inmortalidad haciendo que por nuestra venas y arterias circulen microscópicos robots en lugar de glóbulos rojos y blancos.

Sin embargo, tropieza a renglón seguido con el inconveniente de que nuestros organismos serán entonces mucho más vulnerables a los virus informáticos de lo que ahora mismo lo son a los biológicos. No he sacado la impresión de que consiga resolverlo. La futurología de muchos transhumanistas tiene un depósito de combustible repleto de agujeros.

 

¿Evitable o inevitable?

Si lo hasta ahora expuesto resulta ambiguo, voy a intentar precisarlo así: el impacto de la ciencia y la tecnología sobre el ser humano y su identidad biológica va a ser enorme dentro de muy poco. Aquí está el punto fuerte de los transhumanistas.

Pero, y éste es el punto débil, resulta incierta la posibilidad de que unos pocos círculos de poder, o unos cuantos países, o incluso la humanidad en general, controlen esos cambios y los dirijan hacia el bien común (entiéndase como se entienda eso del “bien común”). El tren del cambio va a toda máquina, pero nadie está al volante en la cabina de mando. Dentro de ella hay una melé donde muchos pugnan por hacerse con el control, sin que nadie prevalezca del todo por ahora.

Una consideración mínimamente desprejuiciada de la situación es que, aún en el supuesto de que un gobierno o autoridad mundial acabara imponiéndose, los esfuerzos para mejorar este planeta están por completo en precario. Es inmensa la cantidad de alternativas que suscita la edición genética, la utilización intensiva de la inteligencia artificial, la robótica o la nanotecnología, pero casi todas son adversas al futuro de nuestra especie e incluso de cualquier otra que surja para sustituirla.

El tiempo que se ha tomado la naturaleza para lograr organismos tan bien adaptados como los mamíferos, alcanza varios miles de millones de años, y eso contando con un filtro tan eficiente como laselección natural. En agudo contraste, el destacado exponente del transhumanismo Kurzweil pretende transcender la biología en un plazo suficientemente breve como para que él mismo alcance la inmortalidad, a pesar de estar ya en la tercera edad y padecer diabetes. Desde luego, es el colmo del optimismo por no decir de la ceguera.

Podría comentar la letra pequeña y examinar los peligros e inverosimilitudes que encierran los proyectos transhumanistas.

Pero esto es algo que ya se ha hecho repetidas veces. Considero bastante atinadas las objeciones de los críticos. Más cuestionable –por no decir completamente inverosímil– es la idea de accionar un interruptor y parar el experimento. Dado que ni siquiera hemos sido capaces de moderar las emisiones de CO2 y demás gases invernadero, a pesar de la casi unanimidad que hay sobre la conveniencia de hacerlo, ¿cómo podríamos conseguir frenar en seco un movimiento que en sus primeros pasos es indistinguible de la mera aspiración al mejoramiento (enhancement) de la especie? Casi nadie quiere renunciar a curar de raíz las enfermedades genéticas y de otro tipo. Todos aspiramos a ser más fuertes, más guapos, más listos y mejor integrados socialmente. El problema es que en esta línea de mejoras no se divisa ningún paradigma de virtud perfecta, ningún momento en que resulte obligado o deseable decir: “Hasta aquí y no más allá”. Para eso sería preciso poseer un concepto definido de esencia o naturaleza humana.

Algunos todavía creen en él, pero la mayoría abriga vehementes dudas y en el colectivo filosófico domina el propósito de abandonarlo.

Por consiguiente, la situación se ha vuelto aporética: hemos subido a un convoy para huir de los males que nos aquejan y obtener los bienes que anhelamos, pero no sabemos dónde convendría detenerlo, ni si seríamos capaces de con seguirlo, aunque cundiera la sospecha de estar al borde de crear una raza de monstruos o bien una casta de ingratos enemigos cuya primera providencia sea acabar con nosotros.

 

Los progresistas y la aporía de un progreso indeseable

Supongo que a estas alturas está ya claro que el transhumanismo fuerte no goza de mis complacencias.

Pero la situación es suficientemente compleja como para desvirtuar cualquier oposición dicotómica entre “ellos” y “nosotros”. En primer lugar, resulta poco grato definirse con un “anti”. Sería preferible encontrar una identidad que fuera más allá del rechazo de algo o de alguien. Por otro lado, en el campo de los oponentes al transhumanismo están confluyendo corrientes de pensamiento y actitudes políticas que hasta lector la vulgaridad de la expresión, pero se diría que el colectivo de los críticos más que formar un frente se ha convertido en una jaula de grillos. Por ahí se afirma seriamente que la cuestión del transhumanismo va a dar un vuelco a las vigentes divisiones partidistas. Según algunos expertos, lo de izquierdas y derechas, progresistas y conservadores, incluso materialistas y espiritualistas va a quedar trasnochado. Laurent Alexandre defiende en su libro sobre La guerra de las inteligencias que la confrontación entre bioconservadores y transhumanistas presidirá todo el debate político e ideológico en lo que queda de siglo. Probablemente será así, aunque a estas alturas de la historia las polarizaciones maniqueas tienen algo de infantil. No va a quedar otro remedio que afinar y buscar entre todos equilibrios y soluciones menos simplistas.

A mi juicio la opción bioconservadora, que es la que en primera aproximación más me cuadra, adolece de un voluntarismo un tanto bisoño.

Antes de proseguir he de reconocer que también yo he incurrido en el mismo defecto. Pero ahora considero que es un error por varios motivos. Resulta escasamente productivo apelar al sentido moral de la gente y planear la batalla como si se tratara exclusivamente de un desafío ético, o si se quiere, de una historia de buenos y malos. Contraponer el interés general al particular y los derechos del futuro a los del presente puede inspirar gestos simbólicos y despertar el altruismo de los jóvenes, pero la movilización subsiguiente tiene corto recorrido cuando topa con los intereses particulares y las urgencias del día a día. Si yo o alguien próximo a mí padecemos la desgracia de tener un hijo discapacitado o una enfermedad de generativa, sería heroico que votásemos, a pesar de todo, por la detención de programas de investigación que nos dan alguna esperanza de solución. Aunque lo más probable sea que las cosas se tuerzan, la falta de alternativas nos animará a apostar por intentarlo, sobre todo si pensamos que serán otros los que paguen las consecuencias del fracaso. Escucha remos a quienes magnifiquen el posible provecho y minimicen el presunto riesgo.

Esto vale para todos. Por lo que se refiere a la izquierda convencional, va a tener serios problemas de adaptación a la futura coyuntura: por tradición ha luchado para alumbrar nuevos tiempos y dejar atrás un pasado de opresión; pero ahora encuentra que quienes enarbolan la bandera del progreso son los tecnócratas y capitalistas, de suerte que se ve a sí misma en la tesitura de pasar a engrosar la reacción. Allí no será bienvenida por los reaccionarios de siempre, hasta el punto de que algunos de ellos se pasarán al bando opuesto por puro afán de ir contracorriente.

Transcurrirán lustros –si no decenios– antes de que se asiente el nuevo mapa sociopolítico y es de temer que entonces ya será demasiado tarde para condicionar significativamente el proceso en un sentido u otro.

 

La ética no basta

Estas consideraciones tal vez resulten un tanto especulativas. No obstante, hay indicios tangibles de que los procesos de modificación de la identidad humana ya en marcha difícilmente serán detenidos. Que apunten en las direcciones propugnadas por las diversas corrientes transhumanistas es otro caso. Como sentencia Nicolás Gómez Dávila en uno de sus escolios: “La historia no muestra la ineficacia de los actos, sino la vanidad de los propósitos”. En todo caso, hay precedentes de procesos que guardan cierta semejanza con éste y no ha habido forma de pararlos. Los más ilustrativos y recientes son los del desarrollo del armamento nuclear y las técnicas de edición genética. No entraré en detalles, pero ambos casos concernían a cuestiones que afectaban al futuro de la humanidad, y con los dos han resultado ino pe rantes los esfuerzos tanto para serenar el desarrollo teórico, como para controlar las tecnologías resultantes. Con respecto al átomo, la carrera armamentística durante la segunda guerra mundial y la guerra fría impidieron que la ciudadanía tuviera arte ni parte en el negocio, pero los sabios atómicos –que sí desempeñaron un papel importante– nada hicieron por conjurar la amenaza, salvando honrosas excepciones.

Paralelamente, cuando la intervención en el genoma de microorganismos, plantas, animales y humanos empezó a ser posible por el descubrimiento del ADN recombinante, una asamblea de grandes científicos reunida en Asilomar propuso limitar, de acuerdo con ciertos parámetros, la práctica de mezclar genes de diversas especies, acuerdo que solo de modo muy laxo fue respetado. Treinta años después aparecieron técnicas mucho más poderosas, como la Crispr-Cas9, y se convocó una reunión homóloga en Washington, que fue incapaz de acordar una moratoria comparable y decidió permitir que prosiguieran los ensayos de edición genética con embriones humanos, siempre que se evitara usarlos para provocar embarazos.

Muy pronto el investigador chino He Jiankui desafió a bombo y platillo dichas recomendaciones, fabricando los primeros seres humanos a la carta. Se ha echado tierra al asunto y puesto sordina al contencioso, pero sería muy ingenuo pensar que no se va a seguir avanzando en esta dirección tan aprisa como se pueda.

No pretendo por ello que dejemos de firmar manifiestos, acudir a manifestaciones y ejercer una intensa militancia política en favor de lo que a todas luces es prudente y razonable.

Defiendo en cambio que todo eso no basta, y que tampoco deberíamos conformarnos con apelar a la ética, porque hay demasiado disenso sobre lo que unos y otros consideran bueno y justo. Muchos actores relevantes no admiten otros límites que los legales y bastantes ni siquiera eso. Además, la globalización permite burlar con facilidad las leyes deslocalizando la actividad: si en este país se prohíbe determinado experimento, entonces traslado el laboratorio o la propia empresa a otra ubicación más permisiva. Como mínimo haría falta una legislación común para todo el planeta y otorgar suficiente poder coercitivo a la instancia judicial que la aplique.

Sin embargo, tanto las Naciones Unidas como el Tribunal de La Haya son lastimosamente in competentes para todo lo que tiene que ver con el enhancement o la edición genética. Lo cual es lacerante, porque no podemos esperar a ma ñana ni a pasado mañana para conseguirlo: tendría que haber sido para hoy o mejor aún para ayer.

Aunque el hombre corriente sabe en términos generales qué es lo correcto y qué no, lo percibe de un modo intuitivo y afectivo, no razonado. Su conocimiento también adolece de una vaguedad que naufraga en cuanto hay que entrar en detalles y distingos. Frente a la indiferencia e impotencia del ciudadano medio, existe una minoría de fanáticos del cambio desbocado que se da mucha maña para generar grupos de presión e influir en las instancias que deciden. Este núcleo de activistas ha transferido a la tecnociencia los sentimientos que usualmente se reservaban a la religión.

Alexandre lo describe así: “El evangelio de los transhumanistas se esparce como la pólvora, encadena conversiones con mucha más rapidez de la que el evangelio cristiano había podido hacer al comienzo de nuestra era. La religión transhumanista podría imponer su ley en unas décadas, sus apóstoles ya son, de hecho, los nuevos amos del mundo”. No creo que sea para tanto ni mucho menos, pero estas palabras describen acertadamente el acento soteriológico del movimiento. Muchos desconfían de esta fiebre misticoide, pero a falta de nada mejor para dar respuesta a las grandes preguntas de la existencia, acaban prestándole apoyo. Por eso me parece imperioso someter al tribunal de la razón tanto entusiasmo y tanta vehemencia. En otras palabras, pretendo advertir que, para superar la inercia que ya se ha establecido y oponerse con eficacia al entusiasmo semirreligioso de los que todo lo fían a la llegada de lo transhumano, hay que poner en juego algo más firme que un buenismo sin nervio o una ética sin consistencia. Solo si conseguimos vencer la presente desmoralización y restablecer nuestra fe en nosotros mismos tendremos arrestos suficientes para defendernos con eficacia.

 

 

 

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